MILITANCIA
(Fragmento)
de Alejandro Schleh
Diez de Enero de mil novecientos setenta y tres
La ciudad del norte de Santa Fe aparecía desvastada con
gran cantidad de casas destruidas; dos mil habitantes sin vivienda e
innumerables muertos. Todas las vacas de un tambo levantadas a más de veinte,
veinticinco metros de altura y muertas reventadas contra el piso. Había
derribado árboles y antenas el tornado de San Justo. Una gran movilización en
el seno de la juventud del partido se produjo de inmediato y se prepararon las
excursiones de ayuda. Se juntaba comida, colchones, agua y no sé qué cosas más,
todas en cantidades módicas, pero estaba la intención que valía; nos
aprestábamos a llegar hasta aquella ciudad llevando auxilio. Todo era
preparativos y hormigueo y un entrar y salir agitado de gente, un movimiento
continúo en torno de la unidad; no puedo decir una algarabía sin temor a
equivocarme. Acaso, una alegría escondida en la algarabía -esas cosas que no
pueden decirse- en la oportunidad que semejante desgracia proporcionaba de
poder hacer algo útil por los demás. Un
optimismo que puso sentido en los rostros, un viaje que algo tenía -se
respiraba en el aire- de turístico además de humanitario. Una bienvenida al
sentido de existencia que serviría de paso para llevar alivio a la pobre gente.
Un norte al fin en los destinos, unos cuantos kilómetros arriba, en el norte de
la provincia de Santa Fe.
Y un arduo tema de debate entretenido que se prolongó
durante las horas de una o dos noches de mateadas y galletitas dulces y factura
por comida, que nos hizo trabajar el cerebro. Nuestros enemigos de la dictadura
harían lo imposible para abortar nuestra peregrinación solidaria y nuestras
caras por momentos circunstantes demostraban la -no creo faltar el respeto a
nadie- volátil preocupación de algunos. Todo eso fue cosa seria. Nunca un
juego, por el contrario, como pruebas, los ideales nobles que nos alentaban por
todos proclamados. Pobre gente.
Hubo mapas tirados sobre alguna mesa y se estudiaron los
caminos alternativos de tierra para burlar la dictadura. A lo largo de las
rutas principales se habían instalado diversos puestos de control para
interceptar las legiones de los distintos partidos, sobre todo las de las
juventudes radicales y las nuestras, que pugnaban por llegar primero a esa meca
del desconsuelo y determinarían un caos anárquico en aquel lugar sobre el que
ya existía por decisión unilateral, diría de la madre tierra, para descargar de
culpa a Dios.
El punto de vista del gobierno tampoco era desdeñable. Las
cosas deben hacerse de manera organizada siempre, y la ayuda debería llegar a
ese destino de manera pautada y en orden. Y para eso estaban las Fuerzas
Armadas de la Nación
que son expertas en las cuestiones del orden interno aunque a veces lo
prolonguen fuera de los cuarteles, de motu propio. Para eso se está en
Latinoamérica, la de las venas abiertas; una cuestión geográfica y médica a la
vez. Eran ellos los encargados de ir levantando las piedras que la Providencia esparce en
el camino de la patria. Templar el espíritu de nuestras Fuerzas Armadas en la
adversidad: son muy católicos los militares en nuestro país. Y nosotros en la
mestura, militantes unidos y uniformados, soñando colaborar en la empresa
celestial.
No me importaba conocer San Justo o pasear por aquellos
lugares más allá de los cuales los Bajos Submeridionales extienden sus aguas
saladísimas que había conocido en mis viajes esporádicos a Santiago del Estero.
No dejaba, sin embargo, de ser un entretenimiento válido que no venía mal desde
mi óptica de observador aficionado: dejaría un aprendizaje ese emprendimiento
además, la verdad, es que arquitectura estudiaba poco y mi trabajo de fabricar
las lámparas no demandaba tiempo apreciable, ni pintar mis cuadros, por lo cual
disponía de él a mi antojo y aquello sería una aventura no fácilmente
repetible, con pasaje gratis aunque teníamos que pagarnos la comida. Cada
compañero la suya.
Caminaríamos sobre los escombros y entre los cadáveres de
seres humanos y mascotas. Apareceríamos además en los noticieros tirando los
paquetes de azúcar así como los albañiles pasan de uno en uno los ladrillos. Y
las compañeras maternales peinarían changuitos y alcanzarían pañalines Estrella
a las madres jóvenes embarazadas y a las parturientas. Y cocinarían guisos
carreros en grandes ollas y si no polenta, para alimentarlas. Y haríamos una
gran tienda de campaña para atenderlas con enfermeras y parteros improvisados.
Pensamos mucho en las embarazadas. Porque por estas tierras hay que embarazarse
y está muy bien que nuestras jóvenes mujeres no renuncien a la naturaleza en
cuanto están en edad de merecer. Porque
a esa edad la demografía no existe; ni
la economía. Ni la administración ni el actuariado. Nada que se estudie en la Facultad de Ciencias
Económicas existe a la edad de merecer.
A la movilización que producía en las mentes de los jóvenes
el hecho de su participación en los contingentes de ayuda enviados por la
jotape, sumaba adrenalina, el tema del debate de qué cosa haríamos cuando esa
dictadura nos atajara en la ruta y no nos permitiese seguir adelante llevando la ayuda humanitaria. Eran los
controles de la tiranía nuestra segunda naturaleza, nos venía desde chicos
entre golpe y golpe crecidos, como la costumbre, controles aquí, controles
allá, autocensura de la prensa o no tan auto, el principal problema de los
militantes solidarios. Se pedía por radio y por favor que nadie fuera por
iniciativa personal a llevar ayuda a la zona del desastre. No querían
contingentes. Seguro nos impedirían llegar a San Justo con ella.
De los expedicionarios originales quedamos unos quince o
menos para compartir el destartalado colectivo con las donaciones que
terminaron siendo pocas. Ni Juan ni Tito fueron de la partida. Me dejaron solo
y me tocó ir con un grupo de gente que conocía solo de vista; menos de la mitad
eran mujeres y ninguna llamaba la atención.
El campo estaba de pastos amarillos aquel verano caluroso y
el rastrojo de los trigos no había sido dado vuelta todavía; eran épocas en que
la siembra directa no se usaba y la soja era para aventureros; amarillos,
pardos y ocres, reverberaciones del calor por los tambos perimetrales de la Chicago criolla. Más allá
de la altura de Rosario, una hora y media más o menos, un control policial nos
detuvo tal como se esperaba pues, pese a haber estudiado sesudamente los
caminos alternativos en el mapa sobre la mesa, así como los generales lo hacen
con sus lugartenientes, fuimos cómodamente por la ruta asfaltada más directa.
Nos hicieron señas desde lejos para que nos detuviésemos cosa que hicimos
obedientes. Nos iban a parar de todos modos, con o sin dictadura. Un colectivo
destartalado, escorado y humeante por la ruta, un viejo Mercedes Benz 1114 de
color naranja y cubiertas recapadas, de curiosos, porque sí nomás nos iban a
parar. Hubo que explicar adonde nos dirigíamos y nos pidieron amablemente que
desistiéramos. Que el gobierno central estaba ocupado en esos menesteres.
Mansamente dimos la vuelta para Buenos Aires y emprendimos el regreso cada uno
ocupando los asientos de a dos y acostados tal como habíamos partido,
soportando los embates de una ruta no del todo bien pavimentada y una ruidosa y
saltarina suspensión, acompañados de ese elemento femenino que no era gran
cosa. A la llegada bajamos los paquetes con azúcar, arroz y polenta, y los
pañalines, que quedaron depositados en la unidad básica hasta que de a poco
fueron desapareciendo, resumiendo, como las aguas se escurren después de la
lluvia por entre las partículas de la tierra después de haberlas engordado, o
evaporando, pero no al cielo en este caso.
De Remonta y Veterinaria. Fragmento
De Remonta y Veterinaria. Fragmento