Lobería ( Fragmento)
Alejandro Schleh
Dejé a Martín, a mi primo, y a mi hermano menor en el auto, pasé del otro lado del alambre, y emprendí la caminata hasta la primera posta: la casa que estaba a mil metros de nosotros. Al llegar aplaudí para llamar la atención de los moradores, que no sé si se habrán enterado de mi golpeteo de manos ya que cuatro o cinco perros a mi alrededor ladraban insistente y ruidosamente. Escopeta en mano, apuntando hacia abajo, apareció un hombre petiso, de bombachas negras y rastra. Lucía en su cabeza un sombrero de ala ancha que levantada en el frente formaba un ángulo recto. No voy a poder deletrear seguramente de manera correcta su apellido de origen incierto y que por esas cosas del crisol de razas acabó puesto en semejante gaucho; se pronunciaba y ahora escribo así: Kulóz, con acento en la o. Reconocí en el acto al personaje; lo había visto en dos o tres oportunidades de visita en
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Mi vida arriba de un caballo para cumplir una misión. Me sentía importante y pleno.
Arranqué al paso; al rato ya andaba en un galopito sostenido y como en nada estaba mi cabeza diferente de disfrutar aquel momento se fue mi mente a confundir con la música acompasada al ritmo del galope, el cuerpo a respirar profundo el aire aquel. Sentía la trascendencia y peso, la responsabilidad del objetivo a cumplir sólo apta para buenos jinetes y conocedores de la zona. Ninguno de mis compañeros de viaje hubiera sabido andar por los lugares donde anduve yo y por los que pasé en la travesía. Cosa rara en ese trance, me invadió una rara felicidad pocas veces antes experimentada. Y una sensación libertad.
No reparé
en la negrura que en contados minutos me tendría envuelto y me dejaría sumido
en un vagar a tientas por potreros cuyos caminos perdería de vista una y otra
vez. Llegué a perder todo del todo, algunos segundos, algún minuto, minutos
eternos. Me detenía y giraba en redondo. Retomaba en un corto taconeo algún
camino. Nunca mis pupilas deben haber estado tan grandes; ni yo vivido una
situación como esa. Arrancaba. Paraba. No sabía que la noche sin Luna se pone
tan absolutamente negra que no se ve más allá de cincuenta centímetros, un
metro, a duras penas las orejas al caballo; si algo había oído alguna vez, ahí
estaba la práctica tangible.
Sólo alguna
que otra lucecita referencia de nada en medio de la inmensidad, una estrella
mortecina titilante. E indescifrables las distancias que separan. Porque el
campo se pone infinito y no como metáfora. Ausente su horizonte que puede estar
al lado de uno sin embargo. Como las lucecitas de las pocas casas diseminadas
en la planicie son estrellas y las estrellas lucecitas de las casas, las
lejanías que de lejos se ponen cercanas, todas las magnitudes son sin patrón
alguno. Irreales las medidas, los sentimientos; fantasmagórico lo poco que se
ve, todo así, en esa casi nada. El jinete va perdido en un espacio, pero con la
gravedad de aquí sin escafandra. Todo en negro y sombra. Se extrañan el blanco
selenita y la penumbra. Así iba. Cómo podía poco más que al paso, como en un
tranco; por momentos en un “galope reunido” elegante para nadie, sin
espectadores. Salvo uno de uno mismo mirándose afuera desde dentro. Olvidado
del mundo. Oteando cada tanto por arriba, buscando ver la terminación de las
copas de los eucaliptus pintados a lo largo del camino que de tanto en tanto
hacían de guía en las alturas. Sabía que por fin había llegado a la larga ceja
de monte de Beheran y de ahí en más era terreno algo conocido para mí. Sin
embargo es rara la mente. Un caballo con tan pocas mañas como aquel no podía
negarse a seguir para adelante después de andar un tiempo largo con su jinete a
cuestas. Así porque sí. Lo castigué hasta que luego de retobarse un poco y
levantarse de manos y resoplar optó por obedecer. Pasó como pudo aquel
guardaganados invisible; apenas empezamos a cruzarlo caí en la cuenta de lo que
estaba pasando. Lo habrá sorteado en puntas de pie, todavía me suenan los
golpes de los cascos contra las viguetas de los travesaños. Recuerdo cada una
sus metidas de pata que no terminaron por suerte en quebraduras; que fueron
dos. Por qué no se me ocurrió la existencia de una causa científica y no
psicológica en la cabeza de aquel animal que le impedía seguir, todavía me lo
pregunto. Podía haber terminado allí nuestro viaje y yo como San Martín,
esperando algún Cabral. Ya del otro lado del potrero recordé la tranquera contigua
al guardaganado aquél, ambos invisibles.
Giré en
redondo, alcancé a vislumbrarla. Qué simple hubiera sido abrirla de haberla
visto minutos antes. Pero fue con suerte el contratiempo y a poco andar,
terminada la larga ceja, aparecieron allá lejos pero cerca las luces de las
casas. Abierto un poco más el campo, retirado de la cercanía de las plantas, me
largué en un galope sostenido hasta alcanzar la tranquera de atrás de La
Curtida.
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Vengo de leerme en MILITANCIA y ahora me encuentro aquí...entreverado con artículos interesantes y párrafos de escritores de renombre. Sin palabras. Gracias Miss Musa Encantada de nuevo...
ResponderEliminarA.Schleh
Gracias a vos por estos textos Alejandro. Este lo tiene todo, la realidad y lo fantástico.
ResponderEliminarDe nuevo
Gracias !