Aquel
día desde que me levanté y a esas horas
aún era de noche, el desastre acechaba desde el fondo de todos los
caminos.
Era
el 3 de diciembre, exactamente un año después de emprender mi viaje a Suiza,
pero no me alarmé, la efemérides no podía empeorar lo que ya era peor, y estaba
acostumbrada a esa clase de días, sabía domarlos, aunque jamás lograría
destripar un mecanismo ligado a los peores excesos, la misteriosa duplicidad
que, precisamente entonces, yo misma distinguía en mi misma con mucha más
nitidez que en los buenos momentos, cuando el indicio más insignificante dotaba
a mi esperanza de alas tan poderosas para elevarme sin dificultad sobre el
vasto y sólido universo de la sensatez. Los Hombres X, mutantes voladores,
anfibios, amorfos, inermes o invencibles, con láser en los ojos, garras de
acero en los dedos, muelles en los pies o visión de larga distancia, me
contaban cada tarde la historia de mi vida, mientras trataban de recuperar sin
éxito la condición humana que habían perdido contra su voluntad. Porque en mi
caso, como en el suyo, no se trataba de vivir dos vidas diferentes, que eso al
fin y al cabo no es tan difícil, sino de vivir una sola vida desde dos
naturalezas distintas, registrar cada acontecimiento en dos memorias separadas
y simultáneas, duplicar una mirada que contempla un mundo único para
interpretar después dos informaciones paralelas, aisladas entre sí, quizás
contradictorias la de los humanos que fueron, la de los mutantes que son. A
veces me sentía como si un espíritu parásito, arteramente cobijado en mi
interior, hubiera decido aflorar a la superficie para divertirse, poseyéndome
solo a ratos, o tal vez porque ninguna pieza de ese rompecabezas tenía sentido
fuera de mi misma, como si una zona oscura y anterior de mi propia conciencia
pudiera medrar a placer, y a traición, hasta convertirse en un ser completo,
capaz de suplantar al que yo había creído encarnar hasta aquel instante. No
encuentro otra manera de explicar lo que me ocurría, la tumultuosa coexistencia
de una mujer que era, y otra que deliraba, en los concretos límites de mi
propia persona….
Atlas de geografía humana. Fragmento
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