Del amor y sus circunstancias.*
Alejandro Schleh
'De todo aquello indescriptible, inenarrable, me resta el documento sonoro huelleando mi alma en indeleble marca, como la de agua en los papeles importantes, la del viaje en avioneta y otras más, la del amor por fin hallado.'
'De todo aquello indescriptible, inenarrable, me resta el documento sonoro huelleando mi alma en indeleble marca, como la de agua en los papeles importantes, la del viaje en avioneta y otras más, la del amor por fin hallado.'
Los otros días, yendo en bicicleta, me crucé
con Daiana. En la esquina dónde suele cartonear, allí estaba, parada
trabajando. Sólo se le veían desde lejos parte de su torso y su cabeza
sobresaliendo detrás del contenedor de los residuos. Siempre brillante y
producida llamando mi atención. Reluciente, en medio de las parvas de basura,
sus pecas y su pelo color cobre y sus hoyuelos, los aros grandes pendiendo de
sus orejas; los destellos de la elegancia natural el atractivo. Como de
costumbre, su nombre tatuado en la parte baja de la espalda.
Me acerqué y escuchó con interés. Le
expliqué que no me conocía, que mi nombre era Marco y que desde hacía
mucho tiempo la admiraba en silencio cada vez que la veía. Que había
servido de inspiración para mi autobiografía de fantasía y le había cambiado el
Daiana por un Daisy. Que le llevaría una
copia de mi cuento autobiográfico, que era una de las heroínas de mi historia,
que por favor me permitiese fotografiarla para sumar su imagen a mi libro.
También, que había sido una de mis musas.
Después de mirarme fijamente por unos segundos
me preguntó si yo estaba loco, que qué me pasaba. Dijo que sabía que me llamaba
Marco, que ella me conocía de tiempo atrás. Y muy bien. Agregó que no me
hiciera el tarado ni el vivo; que esos que estaban mas allá eran sus hermanos,
que me retirara, de lo contrario se encargarían de mí. Y que yo era un viejo de
mierda y que además de darme una paliza se quedarían con mi bicicleta. Sólo
atiné a repetirle que había escrito una parte breve de la historia de mi vida,
casi todo cuento de ficción, y que ella aparecía nombrada.
Me fui pedaleando lentamente en la simulación
de irme silbando bajito y tranquilo, cuando en rigor, estaba un poco nervioso y
confundido.
Aturdido es el estado a que el incidente me
llevó; no he podido recomponer mi historia desde ese día en que todo comenzó a
mezclárseme en una ilusión. Sucede, que no sé de verdad si estoy en una vida
pasada o en ésta que hoy me toca. Si son lo mismo o algo diferente, si qué y
quién soy yo: si uno de mis personajes o el mismo Marco que les habla. El que
desde el cielo bajó con algunas marcas, como las de agua en los billetes en su
alma; las mismas que a su muerte llevó y aún persisten diáfanas.
Tampoco, si alguna extraordinaria paramnesia
me aqueja como rara resaca del influjo; o fue el golpe en la cabeza que un mes
de Marzo de un año del Señor, me desconectó de la realidad y me sumió en un
estado de inconsciencia acaso permanente. Que historia. Si soy mis cuentos.
Para ser sincero, no lo sé a eso como tampoco
sé muchas otras cosas más. De la vida, ni
que es, ni que cosa la ilusión; ni qué nada.
A tiempo estoy, escapado,
como extraviado acaso de una conjetura de una quimera incierta y vacilante de
algún alucinado escribidor, de una fascinación o desvarío, de decir lo que
sigue y recrearme en este mundo material al escribir: Yo, Marco Antonio Denegri
Peñaloza, Marco, declaro solemnemente que todo lo que aquí digo es verdad, y lo
que no, todo ficción verdadera; nada mas sencillo que jurar cosas así, digo,
cosas así por el estilo. Sobre un vuelo y el vuelo del amor y sus marcas que a
uno lo siguen, hasta y desde el cielo. Y sobre esto último del amor, del mío,
aunque mi familia lo desdiga, declaro a Lisa Starks legítima heredera de mis
derechos de autor.
Musa fiel, ha estado siempre
junto a mí, apoyándome en todo, desde lo real y tangible, lo virtual y
tangible, que es esto último lo me interesa recalcar; la tangibilidad de lo
virtual entre otras cosas.
De los numerosos personajes
que transitan por las calles y de los que rondan los espejos de la mente, no es
ella uno más, no importa de dónde la saqué ni dónde vive. No hay metáfora que
pueda dibujar la idea y dar un valor a esta realidad. Es como viene dada; ella
en mí. Desdibujada con las imprimaciones virtuales, éstas con la primera. Entiéndase.
Sería desdecirme ensayar explicaciones; como que todo esta teñido con todo, nos
guste o no, desentrañable. No hay gráfica ni rodeo eufemístico que ampare y de
cobijo a la descripción.
Estuve a punto de pedirle que
parara el motor y me dejara bajar. Su hermano había muerto unos años atrás en
un accidente, pero la certeza de que ese vuelo, justo el mío, en ese avión algo
destartalado, sería uno más de los tantos sin consecuencias
nefastas, me hizo callar. Mis miedos eran acaso infundados y propios de un
cobarde. Nada sucedería; no tendríamos un accidente como el del hermano y el no
sufriría ningún ataque al corazón durante el vuelo. El día tiene veinticuatro
horas y en los cuarenta minutos que podría durar el viaje nada sucedería con su
salud. Sería demasiada mala suerte.
El Vizcacha soltó el freno y
empezamos a corretear. Parecía que se desarmaría en esa carrera aquella
avioneta. Seguramente más de un tornillo debió haberse aflojado con el
traquetear sobre la despareja pista de tierra.
Recién cuando se separó del suelo fue que me tranquilicé y olvidé que un
rato antes, aquel piloto experto al que le faltaban algunos de sus dientes
amarillos, curado uno o dos años atrás de un infarto, había estado tomando
abundante vino durante el tiempo que duró el asado y fumado algunos
cigarrillos. Desalineado y divertido, era uno de los placeres del Vizcacha
sacarnos a pasear en su avioneta fumigadora de más de cuatrocientos caballos.
Esa potencia le permitía tomar altura de inmediato y hacernos pasar algún susto
bajando en picada; sobrevolar el sorgo de alepo que aquí y allá crecía formando
islas por arriba del sorgo doméstico. Sus panojas cosquillearon y golpearon la
panza del avión. Desde esa escasa distancia del suelo, enfilados directamente
hacia algún árbol, salimos disparados súbitamente hacia el cielo de un golpe de
su mano. Giramos en ángulo pronunciado, ángulo de kamikaze, y alcanzamos los
ochocientos, mil metros, desde donde apreciamos la redondez de la tierra.
Fue ése el momento de aquel día fresco, cristalino y luminoso, en que tuve
la sensación de estar volando como un pájaro por los aires del cielo, válgame
decir, celestial, en que las alas de los ángeles fueron las nuestras también.
Separados de las leyes de la física y los ruidos mecánicos de la ingeniería,
pudimos apreciar los vaivenes del avión sensible a los cambios de fuerza del
viento lateral. Sus alados extremos alternaban los puntos de mayor altura con
el balanceo que tenía al fuselaje como eje; agrandándose el espacio azul y
blanco, achicándose la tierra, y al revés. Encendido el motor, regresados al
paseo verosímil sustentado por las chapas de aluminio y los remaches
tecnológicos, el Vizcacha ubicó la avioneta enfilando la cabecera.
Prendió un cigarrillo y mientras se preparaba para el aterrizaje, dándose
vuelta nos dijo alguna cosa, un chiste debió haber sido, pues luego de decirlo
se rió. Nos reímos. Roque y yo viajábamos apretados uno al lado del otro detrás
de él. Yo, fingiendo temor y nerviosismo –cosa que a él le hacía gracia pero
que en ese momento yo no sentía para nada- le pedí que por favor mirara para
adelante, tal como se le pide a quienes conducen un auto, que no fuera que
tuviésemos un accidente. Respondió con una carcajada.
Mi compañero de asiento abrió por un momento la ventanilla corrediza y
apoyó el brazo sacando el codo hacia afuera, como si estuviera viajando en un
colectivo por la ciudad.
Así fue, que aquella noche de aquel día histórico para mí, de piruetas que
no olvidaré con aquel avión fumigador, tardé en conciliar el sueño y dormirme.
De espaldas sobre la cama, con las manos detrás de la cabeza casi a la
altura de la nuca, satisfecho por lo vivido, se me cruzaban las imágenes y las
sensaciones diversas de aquella experiencia.
Los diferentes colores de los lotes en el campo, los tanques australianos,
las aguadas y molinos, los cascos con sus casas, los racimos de árboles agrupados
que cuando el desmonte habían sido dejados ex-profeso formando cejas, los
caminitos marrones de las vacas recortando las praderas. Todo veía y oía
cerrando los ojos. Nuestra conversación alegre. El golpeteo del sorgo de Alepo
cosquilleando la panza del avión. El característico y sordo de la hélice
enroscando el aire. Me venía el ruido del motor. Sobre todo, aun hoy, el
silencio del espacio al apagarlo. Que era el de la brisa. El que oyen los
pájaros. La sensación de ser una gaviota; de navegar por el invisible océano
sin agua que nos daba sustento.
Tardé en dormirme reviviendo aquel paseo. Lo hice pensando que debajo del
asiento en que me mi cuerpo descansaba, una fina chapa de apenas quizá dos
milímetros de espesor, me había estado separando de la nada.
*de ' La marca' Cuento.
( Fragmento)
( Fragmento)
Miss Musa Encantada:
ResponderEliminarme haces sentir raro con las cosas que posteas...si no es verguenza es algo parecido...posteando en tu blog tan cuidado ...anticipando partes de algo que quiza deba aun corregir. Es largo el cuento y de estas partes escuetas no sé cuánto se puede apreciar. Gracias Miss Musa...no sé si merezco tanta atención de tu parte.
A. Schleh
Este es un sitio que busca aquello que me gusta, lo que me interesa y lo que creo puede interesar a otros. Este texto responde a eso.
ResponderEliminarTe comprendo solo en parte, ese pudor, esa modestia ... si bien no se ha publicado tu obra en prosa todavía, tus poesías se conocen. Tus dos libros publicados así lo muestran ( aprovecho para elogiarlos, si bien la poesía no es mi fuerte).
No nos repartamos elogios...pero gracias, espero no defraudarte, y lograr que tus lectores te aprecien en esta nueva etapa de tu creación literaria. Alejandro, nuevamente, gracias
No me gusta el suspenso Miss Musa. Palos y a la bolsa !!
ResponderEliminar¿ Publicarás más ? ¿ Con pimienta ? Lo puede leer la tía?
Cariños ! R.