lunes, 19 de noviembre de 2012

MARCA DE AGUA






Del amor y sus circunstancias.*

Alejandro Schleh


'De todo aquello indescriptible, inenarrable, me resta el documento sonoro huelleando mi alma en indeleble marca, como la de agua en los papeles importantes, la del viaje en avioneta y otras más, la del amor por fin hallado.'













Los otros días, yendo en bicicleta, me crucé con Daiana. En la esquina dónde suele cartonear, allí estaba, parada trabajando. Sólo se le veían desde lejos parte de su torso y su cabeza sobresaliendo detrás del contenedor de los residuos. Siempre brillante y producida llamando mi atención. Reluciente, en medio de las parvas de basura, sus pecas y su pelo color cobre y sus hoyuelos, los aros grandes pendiendo de sus orejas; los destellos de la elegancia natural el atractivo. Como de costumbre, su nombre tatuado en la parte baja de la espalda. 
Me acerqué y escuchó con interés. Le expliqué que no me conocía, que mi nombre era Marco y que desde hacía mucho tiempo la admiraba en silencio cada vez que la veía. Que había servido de inspiración para mi autobiografía de fantasía y le había cambiado el Daiana por un  Daisy. Que le llevaría una copia de mi cuento autobiográfico, que era una de las heroínas de mi historia, que por favor me permitiese fotografiarla para sumar su imagen a mi libro. También, que había sido una de mis musas.
Después de mirarme fijamente por unos segundos me preguntó si yo estaba loco, que qué me pasaba. Dijo que sabía que me llamaba Marco, que ella me conocía de tiempo atrás. Y muy bien. Agregó que no me hiciera el tarado ni el vivo; que esos que estaban mas allá eran sus hermanos, que me retirara, de lo contrario se encargarían de mí. Y que yo era un viejo de mierda y que además de darme una paliza se quedarían con mi bicicleta. Sólo atiné a repetirle que había escrito una parte breve de la historia de mi vida, casi todo cuento de ficción, y que ella aparecía nombrada.
Me fui pedaleando lentamente en la simulación de irme silbando bajito y tranquilo, cuando en rigor, estaba un poco nervioso y confundido.
Aturdido es el estado a que el incidente me llevó; no he podido recomponer mi historia desde ese día en que todo comenzó a mezclárseme en una ilusión. Sucede, que no sé de verdad si estoy en una vida pasada o en ésta que hoy me toca. Si son lo mismo o algo diferente, si qué y quién soy yo: si uno de mis personajes o el mismo Marco que les habla. El que desde el cielo bajó con algunas marcas, como las de agua en los billetes en su alma; las mismas que a su muerte llevó y aún persisten diáfanas.
Tampoco, si alguna extraordinaria paramnesia me aqueja como rara resaca del influjo; o fue el golpe en la cabeza que un mes de Marzo de un año del Señor, me desconectó de la realidad y me sumió en un estado de inconsciencia acaso permanente. Que historia. Si soy mis cuentos.
Para ser sincero, no lo sé a eso como tampoco sé muchas otras cosas más. De la vida,  ni que es, ni que cosa la ilusión; ni qué nada. 
A tiempo estoy, escapado, como extraviado acaso de una conjetura de una quimera incierta y vacilante de algún alucinado escribidor, de una fascinación o desvarío, de decir lo que sigue y recrearme en este mundo material al escribir: Yo, Marco Antonio Denegri Peñaloza, Marco, declaro solemnemente que todo lo que aquí digo es verdad, y lo que no, todo ficción verdadera; nada mas sencillo que jurar cosas así, digo, cosas así por el estilo. Sobre un vuelo y el vuelo del amor y sus marcas que a uno lo siguen, hasta y desde el cielo. Y sobre esto último del amor, del mío, aunque mi familia lo desdiga, declaro a Lisa Starks legítima heredera de mis derechos de autor.
Musa fiel, ha estado siempre junto a mí, apoyándome en todo, desde lo real y tangible, lo virtual y tangible, que es esto último lo me interesa recalcar; la tangibilidad de lo virtual entre otras cosas.
De los numerosos personajes que transitan por las calles y de los que rondan los espejos de la mente, no es ella uno más, no importa de dónde la saqué ni dónde vive. No hay metáfora que pueda dibujar la idea y dar un valor a esta realidad. Es como viene dada; ella en mí. Desdibujada con las imprimaciones virtuales, éstas con la primera. Entiéndase. Sería desdecirme ensayar explicaciones; como que todo esta teñido con todo, nos guste o no, desentrañable. No hay gráfica ni rodeo eufemístico que ampare y de cobijo a la descripción.


Escuchar
Leer fonéticamente

Estuve a punto de pedirle que parara el motor y me dejara bajar. Su hermano había muerto unos años atrás en un accidente, pero la certeza de que ese vuelo, justo el mío, en ese avión algo destartalado, sería uno más de los tantos sin consecuencias nefastas, me hizo callar. Mis miedos eran acaso infundados y propios de un cobarde. Nada sucedería; no tendríamos un accidente como el del hermano y el no sufriría ningún ataque al corazón durante el vuelo. El día tiene veinticuatro horas y en los cuarenta minutos que podría durar el viaje nada sucedería con su salud. Sería demasiada mala suerte.
El Vizcacha soltó el freno y empezamos a corretear. Parecía que se desarmaría en esa carrera aquella avioneta. Seguramente más de un tornillo debió haberse aflojado con el traquetear sobre la despareja pista de tierra.
Recién cuando se separó del suelo fue que me tranquilicé y olvidé que un rato antes, aquel piloto experto al que le faltaban algunos de sus dientes amarillos, curado uno o dos años atrás de un infarto, había estado tomando abundante vino durante el tiempo que duró el asado y fumado algunos cigarrillos. Desalineado y divertido, era uno de los placeres del Vizcacha sacarnos a pasear en su avioneta fumigadora de más de cuatrocientos caballos. Esa potencia le permitía tomar altura de inmediato y hacernos pasar algún susto bajando en picada; sobrevolar el sorgo de alepo que aquí y allá crecía formando islas por arriba del sorgo doméstico. Sus panojas cosquillearon y golpearon la panza del avión. Desde esa escasa distancia del suelo, enfilados directamente hacia algún árbol, salimos disparados súbitamente hacia el cielo de un golpe de su mano. Giramos en ángulo pronunciado, ángulo de kamikaze, y alcanzamos los ochocientos, mil metros, desde donde apreciamos la redondez de la tierra.
Fue ése el momento de aquel día fresco, cristalino y luminoso, en que tuve la sensación de estar volando como un pájaro por los aires del cielo, válgame decir, celestial, en que las alas de los ángeles fueron las nuestras también. Separados de las leyes de la física y los ruidos mecánicos de la ingeniería, pudimos apreciar los vaivenes del avión sensible a los cambios de fuerza del viento lateral. Sus alados extremos alternaban los puntos de mayor altura con el balanceo que tenía al fuselaje como eje; agrandándose el espacio azul y blanco, achicándose la tierra, y al revés. Encendido el motor, regresados al paseo verosímil sustentado por las chapas de aluminio y los remaches tecnológicos, el Vizcacha ubicó la avioneta enfilando la cabecera.
Prendió un cigarrillo y mientras se preparaba para el aterrizaje, dándose vuelta nos dijo alguna cosa, un chiste debió haber sido, pues luego de decirlo se rió. Nos reímos. Roque y yo viajábamos apretados uno al lado del otro detrás de él. Yo, fingiendo temor y nerviosismo –cosa que a él le hacía gracia pero que en ese momento yo no sentía para nada- le pedí que por favor mirara para adelante, tal como se le pide a quienes conducen un auto, que no fuera que tuviésemos un accidente. Respondió con una carcajada.
Mi compañero de asiento abrió por un momento la ventanilla corrediza y apoyó el brazo sacando el codo hacia afuera, como si estuviera viajando en un colectivo por la ciudad.

Así fue, que aquella noche de aquel día histórico para mí, de piruetas que no olvidaré con aquel avión fumigador, tardé en conciliar el sueño y dormirme.
De espaldas sobre la cama, con las manos detrás de la cabeza casi a la altura de la nuca, satisfecho por lo vivido, se me cruzaban las imágenes y las sensaciones diversas de aquella experiencia.
Los diferentes colores de los lotes en el campo, los tanques australianos, las aguadas y molinos, los cascos con sus casas, los racimos de árboles agrupados que cuando el desmonte habían sido dejados ex-profeso formando cejas, los caminitos marrones de las vacas recortando las praderas. Todo veía y oía cerrando los ojos. Nuestra conversación alegre. El golpeteo del sorgo de Alepo cosquilleando la panza del avión. El característico y sordo de la hélice enroscando el aire. Me venía el ruido del motor. Sobre todo, aun hoy, el silencio del espacio al apagarlo. Que era el de la brisa. El que oyen los pájaros. La sensación de ser una gaviota; de navegar por el invisible océano sin agua que nos daba sustento.
Tardé en dormirme reviviendo aquel paseo. Lo hice pensando que debajo del asiento en que me mi cuerpo descansaba, una fina chapa de apenas quizá dos milímetros de espesor, me había estado separando de la nada.


*de ' La marca' Cuento.

( Fragmento)


3 comentarios:

  1. Miss Musa Encantada:
    me haces sentir raro con las cosas que posteas...si no es verguenza es algo parecido...posteando en tu blog tan cuidado ...anticipando partes de algo que quiza deba aun corregir. Es largo el cuento y de estas partes escuetas no sé cuánto se puede apreciar. Gracias Miss Musa...no sé si merezco tanta atención de tu parte.
    A. Schleh

    ResponderEliminar
  2. Este es un sitio que busca aquello que me gusta, lo que me interesa y lo que creo puede interesar a otros. Este texto responde a eso.
    Te comprendo solo en parte, ese pudor, esa modestia ... si bien no se ha publicado tu obra en prosa todavía, tus poesías se conocen. Tus dos libros publicados así lo muestran ( aprovecho para elogiarlos, si bien la poesía no es mi fuerte).
    No nos repartamos elogios...pero gracias, espero no defraudarte, y lograr que tus lectores te aprecien en esta nueva etapa de tu creación literaria. Alejandro, nuevamente, gracias

    ResponderEliminar
  3. No me gusta el suspenso Miss Musa. Palos y a la bolsa !!
    ¿ Publicarás más ? ¿ Con pimienta ? Lo puede leer la tía?

    Cariños ! R.

    ResponderEliminar