Los
generales y las faldas
MARIO VARGAS LLOSA 18 NOV 2012
PIEDRA DE TOQUE. Petraeus ha sido un gran militar con una hoja de servicios impecable, pero en esta civilización del espectáculo pura y dura será recordado en el futuro por una furtiva aventura sexual
PIEDRA DE TOQUE. Petraeus ha sido un gran militar con una hoja de servicios impecable, pero en esta civilización del espectáculo pura y dura será recordado en el futuro por una furtiva aventura sexual
La CIA, el FBI y los más altos jerarcas militares de
los Estados Unidos están descubriendo sólo ahora lo que cualquier lector de
literatura ha sabido desde siempre: que una amante celosa es de temer y puede
provocar grandes catástrofes.
Estos son, hasta ahora, los hechos conocidos del
extraordinario culebrón que remece al país más poderoso de la tierra. La señora
Jill Kelley, una vistosa morena, esposa de un respetado cardiólogo de Tampa
(Florida), empezó a recibir hace algunos meses unos e-mails anónimos
amenazantes, acusándola de coquetear con el general David H. Petraeus, jefe de
la Agencia Central de Inteligencia y el militar más condecorado, distinguido y
admirado del país. Uno de los e-mails responsabilizaba a la señora Kelley de haber
“tocado” al general por debajo de la mesa. Alarmada con este hostigamiento, la
señora Kelley alertó a un agente del FBI, que era su amigo y que, sea dicho de
paso, acostumbraba enviarle fotos cibernéticas con el pecho desnudo y luciendo
sus bíceps. El agente informó a sus jefes y el FBI inició una investigación a
resultas de la cual descubrió que la anónima fuente de los e-mails era la
señora Paula Broadwell, también esposa de médico, madre de dos hijos, antigua
reina de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de West Point, con
una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía del general
Petraeus.
Interrogada por los agentes del FBI, Paula reconoció
los hechos y entregó su ordenador a los investigadores. En él estos
descubrieron documentos clasificados relativos a la seguridad nacional y
abundantes e-mails del general Petraeus a Mrs. Broadwell de, señala el informe,
“exaltada sexualidad”. La dama en cuestión negó que hubiera recibido esos
documentos secretos del jefe de la CIA, pero reconoció que ambos habían sido
amantes. Los investigadores entrevistaron al general quien, negando también
categóricamente haber suministrado información confidencial a su biógrafa,
admitió el adulterio. (Paula Broadwell viajó seis veces a Afganistán, documentándose
para su biografía, cuando el general Petraeus era allí el jefe militar de todas
las fuerzas de la OTAN). Aunque no se haya podido probar falla alguna en el
ejercicio de sus funciones como consecuencia de su relación con Paula
Broadwell, el general Petraeus renunció a su cargo, el Presidente Obama aceptó
su renuncia y, de la noche a la mañana, una de las figuras más prestigiosas de
Estados Unidos y poco menos que un ídolo para los oficiales y reclutas de sus
Fuerzas Armadas, quedó desacreditado, bañado en la mugre de la prensa
escandalosa y, probablemente, con un serio contencioso conyugal por resolver.
Los países de tradición puritana exigen a
las figuras públicas ejemplos de virtud en su vida privada
Esta es sólo una de las ramas de la historia. Porque
ésta se bifurca, a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill
Kelley, la que recibía los anónimos belicosos de la amante celosa. Cuando los
investigadores del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su
ordenador, y, allí, aquellos se encontraron un tesoro chismográfico-sexual de
proporciones ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante retórica
enviados a Jill nada menos que por el general John Allen, que desde hace año y
medio sucedió al general Petraeus como Comandante en Jefe de las fuerzas
militares en Afganistán y a quien el Gobierno de Estados Unidos había propuesto
para ser el próximo comandante supremo de la OTAN (esta propuesta ha sido
suspendida a raíz del escándalo). El Ministerio de Defensa, que investiga estos
e-mails, los califica provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general John Allen, un marine lleno de
condecoraciones y de guerras a cuestas, ha negado haber tenido jamás relaciones
adúlteras con la señora Kelley y sus amigos y defensores alegan que el general
lo más que se permitía, en estos intercambios cibernéticos con Jill, eran
picardías verbales. Esto, si es verdad, en vez de exonerarlo, agrava su culpa y
demuestra que, aunque no sea un adúltero, sí es, sin la menor duda, un
cacaseno. Porque, según The New York Times de esta mañana (14 de
noviembre), el número de páginas de los textos requisados de la computadora de
la señora Jill Kelley que proceden del general Allen oscila entre “20 mil a 30
mil páginas”. Yo me paso la vida escribiendo y sé el tiempo que toma redactar
una página. Para borronear de 20 a 30 mil el general Allen, aunque escribiera
con la velocidad del viento que se atribuye a Alexander Dumas, debe haber
dedicado varias horas diarias de los 16 meses que lleva en Afganistán. ¡Y lo
hacía sólo para matar el tiempo y provocar sonrisas y algún sonrojo a una dama
a la que ni siquiera amaba! No me extraña que la guerra en Afganistán ande como
anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan atentados más exitosos. Pero
lo que es desolador es que a diario caigan víctimas de esos horrores tantos
jóvenes soldados enviados allí por los Estados Unidos y sus aliados a defender
unas ideas y unos valores que ciertos jerarcas militares parecen tomar muy poco
en serio.
Siempre me ha impresionado en los países de
tradición protestante y puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la
exigencia de que las figuras públicas no sólo cumplan con sus deberes oficiales
sino, además, sean en su vida privada ejemplos de virtud. Escándalos como el
que protagonizó el Presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa Blanca,
que estuvo a punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían poco menos que
imposibles en la mayor parte de los países europeos y no se diga en los
latinoamericanos, donde se suele diferenciar claramente la vida privada de los
políticos de su actuación pública. A menos que la incontinencia y los
desafueros del personaje repercutan directamente en su función oficial, aquella
se respeta y presidentes, ministros, parlamentarios, generales, alcaldes lucen
a veces a sus amantes con total desenfado puesto que, ante cierto público
machista, ese exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia. Pero
ahora, gracias a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no
existe, en todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte que
practican a diario los medios de comunicación ante un público que ávidamente se
lo exige. Desde que estalló este escándalo, las televisiones, las radios, los
periódicos y no se digan las redes sociales explotan lo ocurrido de una manera
incesante y frenética, hasta la náusea. Esto es la civilización del espectáculo
cruda y dura, vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que
reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada, implacable,
mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante poderío, y cómo las
miserias y debilidades humanas encuentran siempre la manera de enquistarse en
los reductos que parecen mejor defendidos contra ellas.
¿Qué conclusiones sacar de esta historia? Que ella
tiene para rato y que mucha gente sacará buen partido del interés enorme que
despierta en el gran público. Habrá libros, números especiales de revistas,
programas de televisión y películas que la aprovechen. Es seguro que la
biografía del general David H. Petraeus escrita por Paula Broadwell entrará en
las listas de libros más vendidos y acaso la haga rica. Apuesto que Jill Kelley
será tentada por algún editor oportunista para que escriba su propia versión de
la historia (que ni siquiera tendrá que escribir ella misma, pues lo hará por
ella un polígrafo profesional que la aderezará con todos los condimentos
adecuados para que parezca —sólo parezca— más pecaminosa y grave de lo que
fue). Si el libro tiene éxito, servirá para que el señor y la señora Kelley
amorticen sus deudas, pues una de las cosas que este escándalo ha sacado a la
luz, es que los negocios de la pareja están al borde de la ruina. Probablemente
el general John Allen se quedará sin el formidable nombramiento que iba a
convertirlo en el comandante supremo de la OTAN. Su caso no me apena para nada
y no creo que las fuerzas militares del mundo libre perderían con él a un gran
estratega. En cambio, el caso del general Petraeus sí es trágico. Ha sido un
gran militar, con una hoja de servicios impecable y que consiguió algo que
parecía imposible: darle la vuelta a la guerra de Irak en la última etapa y
permitir que Estados Unidos saliera de esa trampa diabólica si no victorioso,
por lo menos airoso. Un “error de juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido
en la ignominia y, si es recordado en el futuro, no lo será por todas las
guerras en que se jugó la vida, ni por las heridas que recibió, ni por las
vidas que ayudó a salvar, sino por una furtiva aventura sexual.
Diario El País. España
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© Mario Vargas Llosa, 2012.
Eso acá NO PASARÍA NUNCA, te lo juro Miss Musa. Cariños de la tía A.
ResponderEliminarR.