lunes, 26 de agosto de 2013

LA CURTIDA







Lando


Alejandro Schleh









Al almacén de La Providencia íbamos cada tanto. Pasábamos un rato tomando cervezas, adquiríamos otras para llevar, cigarrillos, alguna cosa más. Un rato de sociología y conocimiento de la gente del lugar luego de lo cual partíamos de regreso. Un viaje justificado por un paseo de compras y aprendizaje.
Una tarde cualquiera, mientras volvíamos a casa, se desinfló una rueda y quedamos varados en el camino a muy pocos metros de una tapera, como era nuestra costumbre, carentes de auxilio. Un casquito muy pequeño y abandonado, una casa de ladrillos ya sin techo cuyas paredes se iban gastando con el pasar de los años, las lluvias y el viento, fue inspeccionado por nosotros de punta a punta, antes de partir en busca de auxilio. Un molino roto y frenado, un pozo ciego derrumbado, alambres caídos, un gallinero sin gallinas y ramas de eucaliptos y hojarasca por todos los rincones. Lo que había sido un bañadero de ovejas terminó convertido en un enorme macetero lleno de plantas silvestres. Una manga de palos blancos pequeña e inclinada.
Del otro lado de la calle, a mil metros, una casa y una arboleda. Mucho más allá, una larguísima ceja de monte que yo identificaba como lo de Beheran –no creía equivocarme- bordeando la cual, llegaba uno a La Curtida recorriendo el que llamábamos camino de “atrás” o de “adentro”. Seguro estaría ese atajo del otro lado de la arboleda de silueta conocida. Con entrada en las proximidades de la Providencia y pasando por el interior de dos o tres campos se llegaba a una tranquera que se usaba de vez en cuando y estaba en el deslinde con el nuestro. Ese camino podía ser usado sólo por conocidos y de día. De noche permanecía con candado impidiendo el acceso a los campos. 

Dejé a Martín, a mi primo, y a mi hermano menor en el auto, pasé del otro lado del alambre, y emprendí la caminata hasta la primera posta: la casa que estaba a mil metros de nosotros. Al llegar aplaudí para llamar la atención de los moradores, que no sé si se habrán enterado de mi golpeteo de manos ya que cuatro o cinco perros a mi alrededor ladraban insistente y ruidosamente. Escopeta en mano, apuntando hacia abajo, apareció un hombre petiso, de bombachas negras y rastra. Lucía en su cabeza un sombrero de ala ancha que levantada en el frente formaba un ángulo recto. No voy a poder deletrear seguramente de manera correcta su apellido de origen incierto y que por esas cosas del crisol de razas acabó puesto en semejante gaucho; se pronunciaba y ahora escribo así: Kulóz, con acento en la o. Reconocí en el acto al personaje; lo había visto en dos o tres oportunidades de visita en La Curtida y tenía bien guardada en mi cabeza su imagen y la fonética del apellido. Lando lo nombraba cada tanto; eran amigos. A veces, en época de inundaciones, pasaba con un Rambler algo decrépito por dentro de La Curtida; era su paso obligado para ir a Lobería cuando los caminos municipales estaban llenos de agua. Él no tenía la más pálida idea de quién era yo. Su mujer me miraba desde la puerta de la casa con su pañuelo en la cabeza. Las gallinas y los gansos picoteaban indiferentes. Le expliqué que lo conocía, que lo había visto en varias oportunidades en “el campo de Lando”; como algunos conocían a La Curtida y a mí me daba bronca. Al poco rato, aunque se notaba que no era de su agrado,  me estaba ensillando un caballo mientras anochecía; me recomendó el mancarrón. Así inicie mi cabalgata con una responsabilidad más a cuestas internándome en el campo cada vez más oscuro; tenía la de llegar a buen puerto en busca de auxilio para los que quedaron sentados en el auto, sumaba la del caballo ese, ajeno, que Kulóz me prestó a regañadientes.
Eran las nueve y media de la noche y conté sucintamente lo ocurrido. Subimos a la camioneta con Lando. Se escupió las palmas de las manos como siempre hacía antes de empuñar el volante, las frotó una contra otra, raudos partimos en busca de los “chicos” que aburridos y entumecidos por el frío nos estarían esperando sentados dentro del auto de vidrios empañados.
Con todas las luces prendidas iluminando el camino, mudos, mirando mente en blanco las toscas sueltas que cada tanto aparecían amontonadas al costado de los huellones, las liebres que se nos cruzaban irresponsablemente, algún zorro o peludo, cinco seres en hilera en el único asiento que la cabina tenía, con la cabeza cada uno en una sola cosa: la comida caliente que Delia tendría preparada a nuestro regreso. Llevábamos mucha hambre a cuestas a esa hora de la vuelta.

Dejamos el Peugeot abandonado y manco hasta el día siguiente frente a la tapera. Volvimos a buscarlo con la rueda reparada que Lando, por la mañana, había hecho arreglar en Fernández o Lobería, mientras nosotros dormíamos. Aunque quizá no le quedaba otra salida, este hombre nos tenía una paciencia a toda prueba. No éramos tan chicos. Esa era la demostración de cómo un ser humano puede multiplicarse en diferentes facetas cada una de las cuales en todo de acuerdo con su esencia nada tiene que ver con las otras y forman sin embargo, aunque indescifrable para algunos, ese todo coherente que es una persona. 



De Lobería ( Fragmento )

Fotografía del autor. 





2 comentarios:

  1. Bueno! Gracias Miss Musa! me has hecho reir al recordar aquel dia! La paciencia que nos tenian y no eramos tan chicos !!! A Schleh

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    1. Gracias como siempre por tu comentario...Pero gracias además por prestarme tus textos. Siempre que aparece algo tuyo los lectores del blog aumentan. Me pregunto ¿ Tu familia es tan grande?...¡ Es broma...! Son tus seguidora/es Alejandro y tus textos ...
      Una vez más gracias.

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