Creatividad artificial. ¿Pueden los robots hacer obras de
arte?*
Laura Marajofsky
Robots que bailan o acompañan
bailarines en el escenario, algoritmos que generan música o pinturas,
inteligencia artificial aplicada en la elaboración de artículos periodísticos,
y que incluso se adentra en el complejo territorio de la literatura. Antes
cualquiera de estos ejemplos podía parecer extraído de un relato de ciencia
ficción, hoy la creación artística por parte de computadoras es un floreciente
y cada vez más explorado campo.
Mientras las posibilidades se
multiplican, un panorama desafiante se despliega ante nosotros: por un lado, la
búsqueda por ganar complejidad en estas tareas y un mayor entendimiento de las
nuevas tecnologías y su funcionamiento; por otro, la aparición de una miríada
de interrogantes a medida que la vieja división que separaba las tareas
creativas (realizadas por el hombre) de las automáticas y seriales (realizadas
por las máquinas) se desdibuja vertiginosamente. ¿Pueden las máquinas ser
creativas? ¿Qué implicancias productivas y filosóficas conllevan esos
desarrollos? ¿Ya es posible hablar de un nuevo paradigma de producción
artística? ¿Cómo afecta esto nuestra idea de la creación?
Hace unos días la revista Time
reportó que pequeños robots inteligentes de 43,8 centímetros de alto
establecieron un récord en el libro Guinness bailando al unísono. Pero
esto no es todo: el año pasado, la coreógrafa Blanca Li presentó, en la
Brooklyn Academy of Music (BAM) de Nueva York, la obra Robot, en la que
siete robots humanoides se contorsionaban en compañía de partenaires humanos.
El mismo año, la agencia de noticias Associated Press anunció que estaba usando
software para generar artículos mediante la recolección automática y el
procesamiento de datos. Automated Insights o Narrative Science son algunas de las compañías que
ofrecen la posibilidad de crear "historias" de bajo nivel de
elaboración (reportes financieros o estadísticas deportivas) para ser
publicadas.
Desde hace unos años, además, ya
se están realizando exploraciones en terrenos más sofisticados como libros de no ficción o poemas. Sin ir más lejos, el
Computational Story Lab de la Universidad de Vermont realizó un experimento que
demuestra el creciente interés por saber qué piensan las computadoras de
Frankenstein o Hamlet: crearon un "hedonómetro" que se vale del
análisis de los sentimientos que despiertan distintos tipos de relatos para
mapear los arcos narrativos de más de 1700 historias del Proyecto Gutenberg.
Los hallazgos, que también fueron debatidos en el MIT, indican que existen seis tipos
diferentes de arcos narrativos según el impacto emocional que generan, aunque
se hace la salvedad de que analizar las ficciones bajo un rango binario (feliz
o triste) deja mucha sutileza afuera.
Por su parte, el gigante Google
lanzó el proyecto Magenta,
que mediante el uso de inteligencia artificial puede crear piezas musicales que
sorprenden por su elaboración. El sistema funciona a partir de una red neural
(un sistema modelado sobre la base de nuestro cerebro) a la cual se le
"cargan" contenidos musicales, y que va aprendiendo qué notas deben
ir en una secuencia para luego crear una canción entera por cuenta propia. Y
siguen los ejemplos: Amper
Music es otra startup que como Google está abocada al desarrollo de
soft para crear música, y DeepJazz,
un programa creado por un estudiante veinteañero para enseñarse a sí mismo a
tocar jazz, fue un éxito en Japón hace dos años.
En plena era del big data y
el deep learning, cuando la recolección de información parece serlo todo,
ya nada queda exento de estos procesos: desde las series que miramos hasta los discos que compramos.
Quizá sea ésta la razón por la que algunos CEO como John Landgraf, de la cadena
FX, advierten sobre el uso de algoritmos como la nueva forma de generar y programar contenidos exitosos.
Al mismo tiempo, los críticos de
arte están siendo desplazados rápidamente ya no sólo por blogueros amateurs o prosumers,
sino por pequeños bots desde Amazon hasta Apple que recomiendan qué libros
leer, qué canciones escuchar o inclusive qué notas leer. En la mayoría de estos
casos, sin embargo, vale preguntarse por el tipo de lógicas que prevalecen
(ventas o calidad artística) y qué patrones de producción y consumo se imponen,
sobre todo cuando existen grandes corporaciones detrás.
¿Un nuevo paradigma creativo?
Un creciente acople entre
procesos realizados por el hombre y por las computadoras alumbra un nuevo
horizonte de "producción artística asistida", en el que se intenta
dejar atrás viejas dicotomías y visiones desalentadoras. "Hasta no hace
mucho, las computadoras nos pasaban el trapo en todo lo que fuera serial (como
sacar cuentas) pero eran más bien patéticas en tareas muy fáciles para un
cerebro humano (como reconocer objetos en una imagen, o hablar el lenguaje natural).
Esa muralla china, que conllevaba una distribución de tareas muy práctica, a la
que todos nos acostumbramos rápidamente, se está empezando a
resquebrajar", explica Leonardo Solaas, cuya especialidad son justamente
los sistemas generativos, es decir, dispositivos (computacionales o no) que
intervienen en el proceso de creación de una obra o diseño, con cierto grado de
autonomía.
Es un mecanismo en donde el
artista cede el control de lo que pasa por un rato. "Me gusta pensar la
generatividad como una colaboración creativa entre un humano (el artista) y un
agente no-humano (el autómata). Los resultados de ese diálogo son (o deberían
ser) productos híbridos, tales que ni el humano ni el autómata podrían hacer
por sí solos". Solaas ha dictado cursos sobre esta temática ("¿Cómo
adiestrar la computadora para que haga arte en lugar de uno?") y este mes
hace una Maratón de Producción en el CCEBA.
Aun cuando la noción del artista
como único motor creativo se ha ido perdiendo hace tiempo y no sólo a manos de
los robots, en un mundo hiperconectado y de mayor colaboración
interdisciplinaria, ¿cuánto tiene que provenir del artista y con qué grado de
control para que un producto sea considerado "arte"?
"Conceptualmente, imagino un cierto nivel de crisis filosófica cuando un
artista da una página de instrucciones, y una inteligencia artificial toma
billones de decisiones para implementarlas. ¿De quién viene el arte? ¿Juega
algún rol el programador que diseñó el algoritmo básico del software, aunque ni
el algoritmo ni el matemático sepan nada de arte?", reflexiona Marcelo
Rinesi, investigador del Instituto Baikal.
Incluso no sería alocado pensar
en que la propia creación de inteligencia artificial pudiera considerarse arte
en sí misma. "Así como hay un concepto de elegancia artística en
matemáticas, hay uno, mucho menos desarrollado, en el software, y ciertamente
va a haber uno en el diseño de inteligencias artificiales. No lo imagino como una
disciplina artística reconocida explícitamente, pero sí como un arte sin nombre
que va a influenciar profundamente en cómo experimentamos e interactuamos con
el mundo", concluye Rinesi.
En cuanto a la cuestión de la
factibilidad de pensar las máquinas como entidades autónomas creativas, un
debate que remite al origen mismo de la inteligencia artificial, Valentín Muro,
miembro del colectivo Wassabi y de El Gato en la Caja, comenta: "Podría
argumentarse que la creatividad en este contexto es la capacidad de resolver
nuevos problemas (algo que las máquinas pueden hacer). Pero, ¿puede una máquina
desarrollar el criterio para identificar que algo que hizo es creativo? Si una
máquina pinta una imagen que interpretamos como arte, ¿podemos decir que la
máquina hizo arte o que nosotros optamos por atribuirle a eso carácter
artístico?". Esto mismo parecieron tener en mente investigadores de la
Georgia Tech's School of Interactive Computing, quienes para intentar dilucidar
cuán creativa es una computadora idearon una nueva forma de Test de Turing
llamada Lovelace 2.0, y explicaron que la manera de encontrar capacidades
humanas en la inteligencia artificial es no olvidar que los humanos creamos.
"El límite de nuestra
taxonomía sobre el arte (artificial vs. humano) es en última instancia una
discusión sobre la causalidad, o si se prefiere, la creación. Si un algoritmo
genera, por ejemplo, un tapete a partir del cálculo de fractales y luego lo
borda sobre una tela, ¿podríamos decir que es una creación artificial? ¿O es una
creación de quienes programaron aquellos algoritmos originalmente? La discusión
va a remitir necesariamente a la agencia: ¿acaso el robot 'artista' hizo una
obra motu proprio o estaba programado para hacer algo así?", agrega Muro.
Temores y antiguas dicotomías
¿Qué podemos vaticinar de lo que
viene? De acuerdo con Rinesi, en un nivel pragmático vamos a ver una explosión
en la cantidad y complejidad de todas las formas de arte similar a lo que
sucedió con la tipografía y el diseño gráfico a partir de las primeras
herramientas computarizadas. Ahora, ¿cuáles serán las implicancias productivas
para la sociedad en términos de distribución de tareas y capacidad de trabajo,
y en materia de relevancia de lo producido?
Lo cierto es que las tensiones
ante la irrupción de esta clase de tecnologías alcanza algo más que el mero
plano filosófico con preguntas respecto de la atribución, la causalidad o la
creatividad. La eventual obsolescencia del humano ante el avance de la
inteligencia artificial ya es un lugar común en los titulares de los diarios
-con apostillas apocalípticas al estilo de "Los robots nos están robando
nuestros trabajos"- y el campo artístico no pareciera ser la excepción.
Sin embargo, pese a ser un fenómeno de nicho, el floreciente campo del
"arte algorítmico" o computer art es mirado con suma desconfianza.
Podría argumentarse que detrás de
todo algoritmo o programa está el hombre, pero estas cavilaciones no parecen
matizar la zozobra generada por viejas concepciones y un gran prejuicio hacia
lo nuevo. "¿Cómo es un mundo donde al menos ciertos niveles de creatividad
están disponibles de manera prácticamente infinita? El resultado más probable
es el menos espectacular, y es como las culturas humanas han reaccionado
siempre a la disponibilidad de nuevas formas de creación: primero una
combinación de entusiasmo y pánico moral, luego acostumbramiento, y después
cierta incredulidad de que haya sido alguna vez tema de discusión", cierra
Rinesi.
Así como se considera en otros
menesteres que la creciente automatización y el empleo de algoritmos libera el
tiempo y los recursos humanos, algunos fantasean con la idea de que "libre
del tedio de la técnica o los mecanismos del arte" el artista se dedique
simplemente a "crear". Una visión romántica y despojada de contexto
crítico que no tiene en cuenta aspectos como cuál sería el eventual resultado
de una proliferación de herramientas a disposición de casi cualquiera, y
dispara interrogantes varios, como el sentido de crear, de la obra o del arte
en sí mismo y su papel en la cultura.
Mientras el fetiche por los
algoritmos permea rápidamente otros ámbitos de la sociedad (desde la economía
hasta la educación, pasando por la vida ciudadana o la salud), el arte como uno
de los pocos bastiones donde la supremacía humana parecía intocable e
indiscutible se tambalea. "Parece que cada vez es menos especial ser
humano. Creo que viene una época interesante, en la que iremos perdiendo la
exclusividad en cosas tales como la intuición, la capacidad de descubrimiento o
el criterio estético", advierte Solaas.
Si las computadoras pueden no
sólo ganarnos en el ajedrez o anticipar qué tipo de dentífrico querríamos
comprar, sino también tomar decisiones creativas o discernir respecto de
cuestiones estéticas o editoriales, nos vemos obligados a repensar la vara con
la que caracterizamos nuestra humanidad. Lo estimulante es que a medida que nos
vemos compelidos a bucear en estos temas, también se habilita toda una nueva
visión sobre nuestras potencialidades, que de otro modo tal vez no hubiéramos
llegado a descubrir.
*Diario La Nacion: Ideas
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