El Museo Británico exhibe el epitafio del sueño americano*
Pablo Guimon
'Flag', obra de Jasper Johns de 1954-1955
Los vikingos, los
celtas, las ciudades sumergidas egipcias y, ahora, Estados Unidos.
Resulta inquietante que la misma sala del Museo Británico que en los tres
últimos años ocuparon las ruinas de sendas civilizaciones desaparecidas la
llene ahora, en 2017, año uno de la era Trump, la poderosa iconografía de la
cultura norteamericana.
En un momento en que el nuevo
presidente estadounidense se esmera en dinamitar día a día la reputación
política, intelectual y estética de la potencia hegemónica, El sueño
americano, la gran exposición de la temporada en el museo londinense que
se inaugura este jueves, tiene algo de testamento. De epitafio de una época en
la que el sintagma que da título a la muestra podía pronunciarse sin ironía.
La exposición, subtitulada Del
pop al presente, es una recopilación sin precedentes de obra gráfica de
los grandes artistas estadounidenses de las últimas seis décadas. Como si
Londres se hubiera volcado en un inmenso y coordinado homenaje al mejor arte
estadounidense, El sueño americano sucede en el tiempo a la que la
Royal Academy consagró al expresionismo abstracto y coincide con la
que la Tate Modern dedica a Rauschenberg.
Las 200 piezas de más de 70
artistas trazan el ímpetu creativo del arte norteamericano que surgió del boom económico
de la posguerra. En plena euforia del consumismo, los mass media y la
publicidad, Robert Rauschenberg y Jasper Johns rompieron con la profundidad
metafísica del expresionismo abstracto y, en palabras del crítico de arte Leo
Steinberg, “permitieron al mundo volver a entrar” en su obra.
Las banderas (Johns), las viñetas
de cómic (Lichtenstein), las marylins(Warhol), las estaciones de servicio
(Ruscha) y los dispensadores de bolas de chicle (Thiebaud) construyeron una
iconografía que resulta extremadamente familiar. Esos artistas descubrieron las
posibilidades del grabado y lo convirtieron en parte central de su práctica. En
la litografía, Norteamérica encontró un poderoso medio para distribuir su
mensaje entre una cada vez mayor masa de consumidores de arte.
Explica la historiadora Susan
Tallman en el catálogo de la exposición que, antes de los setenta, cuando veías
a un artista en el tren de Long Island un miércoles por la mañana, sabías que
iba al psicoanalista; después de esa fecha, sabías que iba al grabador. “Eso
tiene dos notables implicaciones: primera, que la angustia freudiana y los
misterios metafísicos del subconsciente había sido suplantados por la
tecnología mecánica; y segunda, que el artista del tren no quería convertirse
en litógrafo más de lo que quería convertirse en psicoanalista. La producción
del arte se había convertido en un trabajo en equipo”, señala Tallman.
Aunque hay préstamos de
instituciones del otro lado del Atlántico, el 70% de las obras exhibidas
pertenece a la imponente colección de grabados del Museo Británico, que lleva
adquiriendo obra gráfica desde los tiempos de Hogarth en el siglo XVIII. Y casi
la mitad de las piezas colgadas han sido adquiridas en los últimos ocho años,
después de la exposición La escena americana: grabados de Hopper a Pollock (2008),
de la que esta muestra constituye una suerte de continuación. Una secuela que,
explica Hartwig Fischer, director del museo, “ha tenido que esperar a la
apertura, hace dos años, de las nuevas salas donde se ubica para acomodar la
monumental escala y la naturaleza seriada de los grabados estadounidenses
posteriores a 1960”.
Sacadas de sus carpetas y
colgadas en las 12 salas que abarca la exposición, las obras componen un viaje
que sale del pop, para adentrarse en el minimalismo de Sol Lewitt y Donald
Judd, el realismo de Alex Katz o el arte abiertamente político de las Guerrilla
Girls. Pero también hablan de una época de radicales cambios sociales. La
guerra de Vietnam, los supermercados, los viajes espaciales, la garganta de
Janis Joplin, el amor supremo de Coltrane, el sueño de Martin Luther King, el
feminismo, el orgullo gay, el sida y, también, la guerra contra el terror y la
gran crisis financiera.
La llorosa Jackie tras el
asesinato de John F. Kennedy o la cara de Nixon, coloreada con el verde del
vestido de su esposa, estampada sobre un cartel en el que Andy Warhol pedía el
voto por George McGovern, rival demócrata del republicano que llevó las
mentiras y la vigilancia a la Casa Blanca. Las últimas salas ofrecen sutiles
avisos sobre el principio del fin del sueño, sobre el declive de esa
civilización que hoy parece ya un tanto lejana.
' Vote
McGovern'
Andy Warhol.
Andy Warhol.
Los ritmos de trabajo de una
institución como el Museo Británico hacen imposible pretender que la exposición
–que de hecho se presentó semanas antes de la victoria de Trump el pasado
noviembre- haya sido concebida como reacción a los nuevos tiempos que vive
Estados Unidos. Pero lo bonito es que estos han dotado a la muestra de un
significado y un poder aún mayores.
Si el sueño americano depende de
la prosperidad, el nuevo milenio ha sido testigo de su eclipse parcial. “El
poderío de la fabricación estadounidense ha entrado en competición con las
economías de Asia. Los salarios de la América media se han estancado. La
educación es prohibitiva y la movilidad social, la esencia de ese sueño, se ha
vuelto más difícil”, explica Stephen Coppel, comisario de grabados del museo.
“Pero a pesar de las incertidumbres, Estados Unidos sigue siendo un lugar vital
y creativo”.
El tiempo dirá si el país de
Trump, donde el poder cultural parece residir en la telerrealidad y la
conspiranoia digital, sirve de acicate de la creatividad. De ser así, es
probable que su vehículo sea más Internet que el papel grabado, sino Internet.
Pero si algo ha demostrado el arte estadounidense, algo de lo que da fe esta
exposición, es su portentosa capacidad de irreverencia.
*La gran exposición de obra gráfica estadounidense en Londres adquiere un nuevo significado en la era Trump
Cultura: El País de España.
Cultura: El País de España.
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