El arte se muda al Golfo Pérsico
Iker Seisdedos
El récord de 382 millones de euros pagados por el ‘Salvator Mundi’, de Leonardo Da Vinci, para el nuevo Louvre de Abu Dabi y los museos de Catar revelan un cambio de paradigma
Salvator Mundi, tabla
atribuida a Leonardo
da Vinci, se convirtió el 15 de noviembre en una histórica velada en
la casa Christie’s de
Nueva York en el cuadro más caro jamás vendido en una subasta: tras 20 minutos
de tira y afloja, un comprador telefónico pagó 450 millones de dólares (382
millones de euros) por este retrato de Cristo con ropajes renacentistas y
aspecto algo ajado tras seis siglos de dudosas restauraciones.
Luego vinieron las justificaciones: la eterna fascinación por el pintor
y la escasez de su obra, lo extraordinario de que uno de los 21 dueños de
un leonardo del mundo decidiese desprenderse del suyo, la gira
internacional de cortejo de posibles compradores o la jugada maestra de colocar
una pintura del XVI en mitad de la expectación de una subasta de arte
contemporáneo.
Finalmente, se fue
haciendo la luz sobre el cuadro completo: el misterioso comprador resultó ser
un príncipe saudí, que en realidad actuó en nombre de otro príncipe saudí, el
reformista Mohamed Bin Salmán. Aunque luego, confirmada por la propia casa de
subastas, emergió la verdad: el cuadro, pagado por Departamento de Cultura y
Turismo de Abu Dabi, formará parte de la colección de la sucursal
del Louvre en el emirato, que había abierto sus puertas la semana anterior
a la velada en Christie’s en medio de una unánime expectación internacional.
Y así, por arte de
los maestros antiguos y los petrodólares, quedaron unidas dos de las noticias
culturales más sonadas de 2017, año en el que también se alinearon los astros
expositivos de una controvertida Documenta de Kassel (y Atenas), el Skulptur
Projekte de Münster y la Bienal de Venecia, y en el que el “basta ya” a los
abusos sexuales en Hollywood y en otros ámbitos culturales, políticos y
empresariales alumbraron un cambio de paradigma.
La venta del leonardo y
la apertura de la franquicia indican cierto desplazamiento económico del arte
mundial hacia el Golfo Pérsico. Tras unos años en los que chinos y rusos dieron
trabajo a los exégetas del mercado, la urgencia por llenar sin límite de precio
fabulosos equipamientos culturales proyectados por los mejores arquitectos del
mundo (Jean Nouvel en el caso del nuevo Louvre) parece haber alterado las
reglas del juego.
El vecindario a
medio terminar de la sucursal en Abu Dabi, la isla Al Saadiyat (de la
felicidad), contará con un museo nacional (proyectado por Norman Foster), un centro
para las artes escénicas (Zaha Hadid póstuma) y sucursales del Guggenheim (Frank
Gehry) y la Universidad de Nueva York. Pero es que además, al otro lado del
Golfo, la competencia de la Autoridad de los Museos de Qatar, dirigida por la
jequesa Al-Mayassa. mejor conocida como la jequesa del arte, también reclama la
atención global con museos (como el de arte islámico, de Ming Pei; o el
nacional, que ultima Jean Nouvel) y generosas adquisiciones: Los jugadores
de cartas, de Paul
Cézanne, marcó en 2012 al venderse por 190 millones de euros el precio
más alto nunca registrado en una venta privada.
Durante la apertura del Louvre de Abu Dabi, su director, el francés
Manuel Rabaté, enmarcó, tanto desplazamiento
al Este en el eterno movimiento del arte a lo largo de la historia. El friso
del Partenón en Londres, las piezas egipcias que se llevó Napoleón de vuelta de
su campaña en la región, a finales del siglo XVIII, y también las obras
maestras que deslumbran en museos como el Prado, compradas o encargadas por
quienes en la edad dorada del arte antiguo tenían el poderío de nuestros
jeques.
“Puede que la
mecánica de la relación arte y poder no haya cambiado desde entonces”,
explica Manuel
Borja-Villel, director del Reina Sofía, que este mes viajó por primera
vez a la región, para dictar una conferencia en Doha. “Cierto poder y cierta
capacidad adquisitiva se han ido al Golfo Pérsico, sí, pero los grandes museos
y las compras que están haciendo muestran más que nunca la separación de un
mundo en el que lo importante es el valor económico del arte, que es lo que al
final interesa a los medios, y otro en el que lo relevante es el trabajo
creativo de base, la materia gris. Otra cosa que oculta todo eso es la
creciente intolerancia hacia la cultura en general y en especial hacia
posiciones (no tan) críticas. Véase el escrache que le hicieron a (la filósofa) Judith Butler en Brasil o la absurda petición de que se retire un balthus del
Metropolitan de Nueva York”.
Este 2017
conmemoramos asimismo los 80 años de la creación del Guernica, los 25
de su llegada al museo Reina Sofía y los 36 del acto de generosidad del MoMA,
que devolvió el mural en 1981, tal vez ignorante de la cantidad de entradas que
el icono antibélico podía haberles hecho vender en la era del blockbuster dado
el inagotable poder del Guernica para hablar de todas las guerras,
también de la de Siria. El Reina
Sofía celebró el aniversario picassiano con una exposición histórica
comisariada por T. J. Clark y Anne M. Wagner.
No parece
plausible, con todo, que el Guernica se mueva más del Reina Sofía.
Como mucho, podría cruzar la calle para instalarse en el Prado, como deseaba
Miguel Zugaza, cuyo 2017 también lo recordaremos porque fue cuando se
materializó la decisión de dejar el cargo de director de la pinacoteca para
dedicarse al Bellas Artes de Bilbao. O quién sabe. Estos días una obra de
teatro de Ernesto Caballero fantasea en la cartelera madrileña con un futuro
tan complicado para España como para que el Estado se plantee vender Las
Meninas.
El precio sería
incalculable. Y el comprador, árabe.
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