Invadidos o usurpados
Javier Marías
A muchos que juzgaba “normales” y razonables los veo ahora anómalos e irracionales. Demasiadas actitudes me son inexplicables y ajenas.
Cada día me acuerdo más de aquella película de Donald Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos, de
1955, que además ha tenido por lo menos tres remakes (el último malo a rabiar,
con Nicole Kidman). La original sigue siendo inigualable, con su modesto
presupuesto en blanco y negro. En la localidad californiana de Santa Mira la
gente empieza a sufrir una manía o alucinación colectiva: niños que aseguran que
su madre no es su madre, sobrinas que niegan a su tío, pese a que la madre y el
tío mantengan no sólo su apariencia física de siempre, sino todos sus
recuerdos.
A quienes denuncian la “suplantación” se los toma por trastornados,
hasta que los personajes principales, encarnados por Kevin McCarthy y Dana
Wynter, descubren que en efecto se está produciendo una usurpación masiva de
los cuerpos: en unas extrañas vainas gigantes se van formando clones o réplicas
exactas de todos los individuos, a los que sustituyen durante el sueño. Nadie
cambia de aspecto, los clones heredan o se apropian de la memoria de cada ser
humano “desplazado”, todo parece continuar como siempre. Lo que alerta a
quienes aún no han sido “robados” es la ausencia de emociones, de pasiones, la
mirada hosca o neutra de los ya duplicados. Son los de toda la vida y a la vez
no lo son. Son inhumanos.
Si me acuerdo tan a
menudo de esa película y de la novela de Jack Finney en que se inspiró, es
porque desde hace tiempo —y la cosa me va en aumento— tengo la sensación de que
se está produciendo en el mundo una invasión de ladrones de cuerpos y mentes.
No se trata de que las nuevas generaciones me resulten marcianas (no es así),
sino que percibo esos cambios incomprensibles en personas de todas las edades.
A muchos que juzgaba “normales” y razonables los veo ahora anómalos e
irracionales. Demasiadas actitudes me son inexplicables y ajenas, negadoras o
deformadoras de la realidad. Es inexplicable que millones de americanos hayan
elegido a Trump
como Presidente, y que los rusos estén encantados con la eternización en el
poder de un autócrata megalómano; que los filipinos hayan votado a un asesino
confeso, y buena parte de los franceses a Le Pen la racista, y no pocos
alemanes a una formación neonazi, como los húngaros y polacos a sus actuales
gobernantes. También que decenas de millares (incluidas mujeres) se hayan unido
voluntariamente al Daesh sanguinario (y brutalmente machista). A una porción de
catalanes los veo también “invadidos”, sólo así se entiende que festejen los
desafueros y mentiras constantes de los líderes independentistas. Pero mi
extrañeza no se da sólo en política.
Algunas obras artísticas que me parecen muy buenas triunfan, pero
cuanto me parece horroroso lo hace indefectiblemente. Si leo una novela o veo
una película o una serie espantosas (según mi criterio, claro), no falla que
las ensalce la crítica y reciban premios. Los cómicos de hoy los encuentro sin
gracia en su mayoría, toscos y con mala leche, y a la vez me da la impresión de
que el sentido del humor y la ironía han sido desterrados del universo. La
gente que suelta las mayores barbaridades e insultos no tolera luego la más
mínima crítica. La discrepancia es anatema: si cien francesas publican un
manifiesto razonado y sensato, advirtiendo de una puritana ofensiva contra la
sexualidad y las libertades, al instante se las tacha de “traidoras” y
“cómplices del patriarcado”, a las que éste encarga “el trabajo sucio”. Sus
congéneres frenético-feministas (más bien antifeministas disfrazadas) les
niegan su capacidad de iniciativa y su autonomía de pensamiento, y las reducen
a peleles, despreciando así a aquellas mujeres que no les dan la razón en todo,
lo típico de los totalitarios. Yo escribo que los reiterativos textos y
noticias sobre la proporción de mujeres en cualquier actividad no logran
interesar a la mitad de la población (y dudo que a la otra mitad tampoco), y
una articulista me acusa de pretender que las mujeres como ella se callen, nada
menos. También a estas personas las veo “invadidas”, para mi congoja. O no
razonarían de manera a la vez tan falaz y ramplona.
Leo que a unas
cajeras que robaban en su supermercado dicta la justicia que se les paguen unos
miles de euros por no habérseles advertido que serían observadas por las cámaras
que han probado sus sustracciones. Son incontables los jueces que parecen
asimismo “invadidos”: los que ponen en cuestión, por ejemplo, la conducta o la
vestimenta de una mujer violada, o si se mostró o no desolada después de su
sufrimiento. No soy tan ingenuo ni tan soberbio como para no preguntarme si no
seré yo el “invadido”, si no soy yo a quien los ladrones han robado cuerpo y
mente. Lo único que me impide darlo por seguro y concluir que soy el equivocado
(que Trump es genial y beneficioso, etc), es que aún veo a muchos ciudadanos
tan perplejos como yo, y tan escamados. El día que me quede solo admitiré mi
grave anomalía. O el día en que venere a Putin, a
Maduro, a Berlusconi y a Al Sisi y a Erdogan,
a Orbán y al jefe del Daesh Al Baghdadi, todo me parecerá perfecto en el mundo
y sabré que por fin he sido usurpado.
El País Semanal
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