Solsticio
Julio Llamazares
Pese a los muchos siglos de religiones
modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un animismo primitivo que
tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y la ciencia
A buscar el trébole
(el trébol de cuatro hojas, ese que da buena suerte), encender y saltar
hogueras o bañarse en los ríos o en el mar bajo la Luna: millones de personas
en el mundo saldrán un año más de sus casas la noche de este domingo,
cumpliendo con un rito pagano para unos y cristiano para otros. La noche de San
Juan, aunque no coincide exactamente con el solsticio de verano (el de invierno
en el hemisferio sur) tiene su origen en él y como tal es tomado por muchísimas
personas, que consideran la fiesta una celebración panteísta. Pese a los muchos
siglos de religiones modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un
animismo primitivo que tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y
la ciencia.
A la vez que el mundo avanza hacia la tecnificación robótica, que la informática y la astronomía conectan el conocimiento humano y el universo, cada vez menos ignoto, la humanidad sigue teniendo necesidad de misterio, de algo que la haga sentir viva por encima de la tecnología. Enganchados a móviles y a ordenadores, necesitamos a la vez sentir que estos no lo solucionan todo y que hay algo que se les escapa, algo que nos pertenece y que ya estaba dentro de nuestros espíritus antes de que aparecieran ellos. Algo que tampoco tiene que ver con la religión como nos la presentan, en todo caso con sus antecedentes mágicos. En el fondo de todos nosotros, lo queramos o no, hay un eco de la historia de ese tiempo en el que las preguntas aún no tenían respuestas, o por lo menos no todas ellas.
La noche de San
Juan en Occidente va unida a la superstición, una rémora para quienes
consideran que todo tiene una explicación científica. Posiblemente estén en lo
cierto, pero eso no les faculta para descalificar a quien necesita creer en
algo diferente de lo que la tecnología y la ciencia nos presentan como único
real. Sin entrar en creencias milenaristas o en fantasías heterodoxas, de esas
que las televisiones también nos venden como si fuera una publicidad más, hay
gente que necesita seguir pensando para vivir que no todo tiene explicación y
que cabe aún el misterio en este mundo, llámese poesía o representación sin
más.
Por eso, en noches como estas, la de San Juan o la de Navidad, la más
corta y la más larga dependiendo de los hemisferios terrestres, todos sentimos
un estremecimiento y un desasosiego que tratamos de convertir en fiesta, para
no reconocer que nos asusta el misterio del tiempo y nuestro desvalimiento como
especie, en medio del gran enigma del universo y de la eternidad que intuimos
detrás de él. “El mayor de los soles en un lado / y del otro luna
nueva / lejos de la memoria como aquellos pechos / Y en medio
el abismo de la noche estrellada, / el cataclismo de la vida”,
escribió el poeta griego Yorgos Seferis mirando el cielo de Atenas un solsticio
de verano, sin saber que esa noche quedaría para siempre prendida de su poema
como de tantos poemas escritos por tantos hombres y mujeres a lo largo de la
historia, la mayoría de ellos perdidos para siempre con las luces de la noche,
con las hogueras y las ilusiones brotadas al calor de su fantasía, tan fugaz.
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