jueves, 13 de junio de 2019

CIENCIA Y CRISTIANISMO




Cuando la Iglesia se opuso a la higiene, la vacunación y la anestesia


Manuel Lozano Leyva








Retrato de Napoleón Bonaparte del pintor francés Jean Auguste Dominique Ingres.









Tras escudriñar con paciencia la Santopedia, los únicos santos que se puede encontrar que lo fueron por hacer algún bien social u obra de utilidad pública han sido san Cosme y san Damián. De la madre Teresa de Calcuta, quizá, mejor no hablar, porque ha acumulado has­ta acusaciones de crímenes contra la humanidad por su apego al sufrimiento y al dolor. De sus pacientes, claro. El desprecio eclesiástico por los medicamentos paliativos aún es algo actual.

Y ya que estamos hablando de medicina, consideremos tres asuntos médicos fundamentales para la sanidad que se desarrollaron en esa época: la higiene, la vacunación y la anestesia general. A los tres se opuso la Iglesia. Con la higiene fue más allá y traspasó todos los límites de humanidad. Cuando se decla­raba una epidemia a lo largo del siglo XVIII, lo primero que los médi­cos prescribían era someter a cuarentena las barriadas afectadas, ais­lándolas incluso por la fuerza sí fuera menester. Lo primero que hacía la Iglesia era, como siempre, convocar rogativas en catedrales e igle­sias, así como un vía crucis en procesiones multitudinarias, para pedir al Señor que intercediera para lograr el cese del castigo divino. El clamor de los médicos ante la locura de juntar a la gente era como mínimo desoído. Como máximo, estos eran amenazados tan seriamente que muchos pagaron las consecuencias. Esto ocurría en casi toda Europa, pero de estas felonías eclesiásticas quedó constancia puntual de las muchas acontecidas en mi ciudad de Sevilla. Y, si se piensa que hablamos de tiempos muy antiguos, no hay más que re­cordar lo que opina la Iglesia en la actualidad sobre el uso del preservativo en África para atenuar el horror de la epidemia del sida que allí sufren. No nos indignemos y encarrilemos el siglo XIX, algo que es difícil hacer con cierto humor, porque el protagonista principal de su arranque fue Napoleón Bonaparte.

Este fue un magnífico militar, genial, quizá, y un azote para Eu­ropa. Las guerras en las que se vio involucrado (debemos expresarlo así, porque no todas las provocó él) ocasionaron otra vez millones de muertos. Además, la crueldad con la que se desenvolvió en muchas de ellas (tal vez la peor fuera la de su aciaga campaña de Egipto) lo convirtieron en un auténtico genocida. Sin embargo, a Napoleón hay que reconocerle algunas cosas positivas. Por una parte, los valores que promovía eran los de la Revolución francesa (laicismo, libertad, igual­dad y fraternidad). Acabó distorsionándolos todos mediante la impo­sición militar de estos. Y el máximo dislate acaso fue el hecho de transformar la República en un imperio y nombrar monarcas aquí y allá (sobre todo a sus hermanos). Como remate de la operación, acep­tó la monarquía papal como una más y, para colmo, estableció que esta fuera supranacional.


Por mucho rechazo que provocaran sus métodos, esos valores fueron arraigando en Europa, aunque fuera a trancas y barrancas. Por otra parte, Napoleón entrevió con claridad el poder de la educación, de la técnica y de la ciencia. Las escuelas superiores de magisterio, politécnicas y científicas que mandó organizar fueron el canon sobre el que se organizaron muchísimas de ellas en los países europeos. La ingeniería fue así estructurada científicamente y la ciencia, a su vez, quedó incrustada de forma definitiva en las universidades, con lo que se pudo eliminar de ellas casi todo el poder eclesiástico. La intelectua­lidad de la Iglesia se vio reducida al derecho canónico, la teología y poco más. Aunque, eso sí, no renunciaron, donde pudieron (por ejemplo, en Italia y en España), a seguir controlando la enseñanza básica como la vía más eficaz de adoctrinamiento y de proselitismo. Los jesuitas lo hicieron con eficacia en los países de los que no habían sido expulsados, pero a ello también se dedicaron con afán todas las órdenes religiosas masculinas y muchas femeninas. Temían, con ra­zón, que, sí no se adoctrinaba a los niños, convencer con argumentaciones a los adultos de la verdad de los dogmas y las creencias de la Iglesia resultaría imposible.

De los cuatro pilares en que se sustentaban las Iglesias cristianas, el teológico había sido resquebrajado por los científicos del XVII y los filósofos del XVIII y el político lo había dañado, en gran medida, Na­poleón, por eso no iban a renunciar al cultural y al psicológico. La manera más eficaz de apoyarse en esas dos columnas era impregnar a los menores de sentimientos religiosos y a los pobres de ayuda, espe­ranza y compasión. A ello se dedicó la Iglesia con tesón sin desistir, en absoluto, de acaparar todo el poder político que le permitieran las circunstancias de cada país, que, en muchos, fueron extraordinaria­mente propicias para ello.






¿De verdad el conflicto entre la ciencia y el cristianismo estaba carcomiendo la compleja teología que este había desarrollado? Sin duda, pero, además, esta carcoma no había hecho más que empezar. Adelantemos ya lo que ocurrió con el conflicto: la biología hirió de muerte a las creencias cristianas en el siglo XIX; la teoría de la relati­vidad y la mecánica cuántica certificaron su finiquito en el siglo XX; y en el XXI puede que estemos asistiendo a un nuevo deísmo infini­tamente más humano, profundo y alegre que todo el misticismo y la trascendencia anteriores. Sin embargo, esto es solo desde el punto de vista teológico o, si se quiere, filosófico, porque, desde los otros tres no se vislumbra la derrota con tanta claridad. De hecho, si desde la polí­tica no logramos defendernos de los ataques de las religiones, aún podemos sucumbir a ellas y todo el avance intelectual conseguido puede venirse abajo.
Vayamos con la mencionada herida de muerte.




Extracto de la obra El sueño de Sancho, de Manuel Lozano Leyva, recientemente publicada por la Editorial Debate.




















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