Cuando la Iglesia se opuso a la higiene, la
vacunación y la anestesia
Manuel Lozano Leyva
Retrato de Napoleón Bonaparte del pintor francés Jean Auguste Dominique Ingres.
Tras escudriñar con
paciencia la Santopedia, los únicos santos que se puede encontrar que lo fueron
por hacer algún bien social u obra de utilidad pública han sido san Cosme y san
Damián. De la
madre Teresa de Calcuta, quizá, mejor no hablar, porque ha acumulado hasta
acusaciones de crímenes contra la humanidad por su apego al sufrimiento y al
dolor. De sus pacientes, claro. El desprecio eclesiástico por los medicamentos
paliativos aún es algo actual.
Y ya que estamos
hablando de medicina, consideremos tres asuntos médicos fundamentales para la
sanidad que se desarrollaron en esa época: la higiene, la vacunación y la
anestesia general. A los tres se opuso la Iglesia. Con la higiene fue más allá
y traspasó todos los límites de humanidad. Cuando se declaraba una epidemia a
lo largo del siglo XVIII, lo primero que los médicos prescribían era someter a
cuarentena las barriadas afectadas, aislándolas incluso por la fuerza sí fuera
menester. Lo primero que hacía la Iglesia era, como siempre, convocar rogativas
en catedrales e iglesias, así como un vía crucis en procesiones
multitudinarias, para pedir al Señor que intercediera para lograr el cese del
castigo divino. El clamor de los médicos ante la locura de juntar a la gente
era como mínimo desoído. Como máximo, estos eran amenazados tan seriamente que
muchos pagaron las consecuencias. Esto ocurría en casi toda Europa, pero de
estas felonías eclesiásticas quedó constancia puntual de las muchas acontecidas
en mi ciudad de Sevilla. Y, si se piensa que hablamos de tiempos muy antiguos,
no hay más que recordar lo que opina la Iglesia en la actualidad sobre el uso
del preservativo en África para atenuar el horror de la epidemia del sida que
allí sufren. No nos indignemos y encarrilemos el siglo XIX, algo que es difícil
hacer con cierto humor, porque el protagonista principal de su arranque fue
Napoleón Bonaparte.
Este fue un magnífico militar, genial, quizá, y un azote para Europa. Las guerras en las que se vio involucrado (debemos expresarlo así, porque no todas las provocó él) ocasionaron otra vez millones de muertos. Además, la crueldad con la que se desenvolvió en muchas de ellas (tal vez la peor fuera la de su aciaga campaña de Egipto) lo convirtieron en un auténtico genocida. Sin embargo, a Napoleón hay que reconocerle algunas cosas positivas. Por una parte, los valores que promovía eran los de la Revolución francesa (laicismo, libertad, igualdad y fraternidad). Acabó distorsionándolos todos mediante la imposición militar de estos. Y el máximo dislate acaso fue el hecho de transformar la República en un imperio y nombrar monarcas aquí y allá (sobre todo a sus hermanos). Como remate de la operación, aceptó la monarquía papal como una más y, para colmo, estableció que esta fuera supranacional.
Este fue un magnífico militar, genial, quizá, y un azote para Europa. Las guerras en las que se vio involucrado (debemos expresarlo así, porque no todas las provocó él) ocasionaron otra vez millones de muertos. Además, la crueldad con la que se desenvolvió en muchas de ellas (tal vez la peor fuera la de su aciaga campaña de Egipto) lo convirtieron en un auténtico genocida. Sin embargo, a Napoleón hay que reconocerle algunas cosas positivas. Por una parte, los valores que promovía eran los de la Revolución francesa (laicismo, libertad, igualdad y fraternidad). Acabó distorsionándolos todos mediante la imposición militar de estos. Y el máximo dislate acaso fue el hecho de transformar la República en un imperio y nombrar monarcas aquí y allá (sobre todo a sus hermanos). Como remate de la operación, aceptó la monarquía papal como una más y, para colmo, estableció que esta fuera supranacional.
Por mucho rechazo que provocaran sus métodos, esos valores fueron
arraigando en Europa, aunque fuera a trancas y barrancas. Por otra parte, Napoleón
entrevió con claridad el poder de la educación, de la técnica y de la ciencia.
Las escuelas superiores de magisterio, politécnicas y científicas que mandó
organizar fueron el canon sobre el que se organizaron muchísimas de ellas en
los países europeos. La
ingeniería fue así estructurada científicamente y la ciencia, a su
vez, quedó incrustada de forma definitiva en las universidades, con lo que se
pudo eliminar de ellas casi todo el poder eclesiástico. La intelectualidad de
la Iglesia se vio reducida al derecho canónico, la teología y poco más. Aunque,
eso sí, no renunciaron, donde pudieron (por ejemplo, en Italia y en España), a
seguir controlando la enseñanza básica como la vía más eficaz de
adoctrinamiento y de proselitismo. Los jesuitas lo hicieron con eficacia en los
países de los que no habían sido expulsados, pero a ello también se dedicaron
con afán todas las órdenes religiosas masculinas y muchas femeninas. Temían,
con razón, que, sí no se adoctrinaba a los niños, convencer con
argumentaciones a los adultos de la verdad de los dogmas y las creencias de la
Iglesia resultaría imposible.
De los cuatro
pilares en que se sustentaban las Iglesias cristianas, el teológico había sido
resquebrajado por los científicos del XVII y los filósofos del XVIII y el
político lo había dañado, en gran medida, Napoleón, por eso no iban a
renunciar al cultural y al psicológico. La manera más eficaz de apoyarse en
esas dos columnas era impregnar a los menores de sentimientos religiosos y a
los pobres de ayuda, esperanza y compasión. A ello se dedicó la Iglesia con
tesón sin desistir, en absoluto, de acaparar todo el poder político que le
permitieran las circunstancias de cada país, que, en muchos, fueron
extraordinariamente propicias para ello.
¿De verdad el conflicto entre la ciencia y el cristianismo estaba carcomiendo la compleja teología que este había desarrollado? Sin duda, pero, además, esta carcoma no había hecho más que empezar. Adelantemos ya lo que ocurrió con el conflicto: la biología hirió de muerte a las creencias cristianas en el siglo XIX; la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica certificaron su finiquito en el siglo XX; y en el XXI puede que estemos asistiendo a un nuevo deísmo infinitamente más humano, profundo y alegre que todo el misticismo y la trascendencia anteriores. Sin embargo, esto es solo desde el punto de vista teológico o, si se quiere, filosófico, porque, desde los otros tres no se vislumbra la derrota con tanta claridad. De hecho, si desde la política no logramos defendernos de los ataques de las religiones, aún podemos sucumbir a ellas y todo el avance intelectual conseguido puede venirse abajo.
Vayamos con la
mencionada herida de muerte.
Extracto de la
obra El sueño de Sancho, de Manuel Lozano Leyva, recientemente publicada por la Editorial Debate.
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