Las llamas de Notre Dame
Estrella de Diego
Nos conmueve lo irremediable del fuego y desde las pantallas presenciamos su inexorabilidad en directo
Lo tremendo del
fuego es que lo traga todo sin remilgos. No distingue ni jerarquiza; no respeta
la historia y arrasa el mundo sin hacer distinciones. Y lo que no devasta el
fuego lo saquea el agua: cenizas mojadas se van pegando en la narrativa y
cambian sin remedio el eje de los acontecimientos. Ya nada volverá a ser como
antes del incendio y miramos aterrados el espectáculo infernal que dibujan las
llamas. No podemos apartar la vista, oscura ceremonia iniciática de
purificación que, cuenta la leyenda, Nerón observaba embelesado frente a la
Roma ardiendo. Nos conmueve lo irremediable del fuego y ahora desde las
pantallas televisivas presenciamos su inexorabilidad en directo, paralizados
frente su carácter insaciable.
Habría que escribir
la crónica de los incendios difundidos en directo, los que asombran a los ojos
modernos, inesperados retablos de El Bosco que se abrían de pronto para mostrar
a la corte las maravillas que causaban curiosidad y terror. Habría que rememorar
el instante pavoroso que captaba la
aguja de Viollet-le-Duc en Notre Dame —más gótica que el gótico
mismo—, cayendo, papel de seda arrugado y ceremonioso. Se tambaleaba ligera
cuando las llamas la ahuecaban. ¿Dónde había empezado el fuego? ¿Dónde iba a
terminar el fuego sinuoso?
En ese instante
legendario, cuando ardía sin tino la catedral parisiense, la catedral por
antonomasia, para muchos Occidente mismo —nosotros—, más de uno contuvo la
respiración. La pantalla del ordenador o de la televisión subrayaba al fuego
más majestuoso si cabe, más voraz. Entre el fuego, cada cosa, desde la aguja de
Viollet-le-Duc a las Torres Gemelas de Yamasaki, se hace muy leve. Al poco
rato, con los rescoldos poniendo en evidencia la incertidumbre del futuro, los
donativos millonarios y privados llovían como aguaceros bienvenidos contra las
llamas. Un millón, dos, plazos de puesta en marcha, ideas para concursos de
reconstrucción, 100 millones, 700 millones de donativos, revisiones de otras
catedrales por si acaso. Occidente cerraba filas.
No hacía tanto
—apenas meses— se quemaba el
museo Nacional en Río. A las cinco de la madrugada hora local, los saberes
universales que conservaba —historias nuestras también— se habían consumido en
un 90% y los que lo presenciaban en directo se llevaban las manos a la cabeza
con gesto de impotencia y de asombro. En este caso no hubo donaciones
millonarias internacionales, pues es verdad que el fuego, en su implacabilidad,
lo iguala todo, pero también es cierto que hay incendios de clase turista e
incendios business; incendios que despiertan las conciencias y otros que
solo arrancan las lágrimas.
El único consuelo, desgarrador por otra parte, es que ni todo el dinero del mundo hubiera podido reconstruir aquel tesoro, pero los donativos millonarios hubieran debido evitar con medidas de conservación esa y otras catástrofes que, aunque menos mediáticas que Notre Dame, deben ser un duelo intenso para Occidente.
El único consuelo, desgarrador por otra parte, es que ni todo el dinero del mundo hubiera podido reconstruir aquel tesoro, pero los donativos millonarios hubieran debido evitar con medidas de conservación esa y otras catástrofes que, aunque menos mediáticas que Notre Dame, deben ser un duelo intenso para Occidente.
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