Militancia
Fragmento*
Alejandro Schleh
Aprendí, de tanto oír por
las unidades básicas y en la facultad, que vivíamos una época de dictadura. Y
veía a Stalin y a Hitler en mi cabeza, y a Carlitos Chaplin disfrazado de este
último mirando el globo terráqueo, aquellos sí eran dictadores. No recuerdo
bien quién era el presidente, en aquel momento del país y del tornado, porque
fueron varios los gobiernos militares con ese sesgo totalitario que
se fueron sucediendo en nuestro país, y tengo el listado mezclado en
mi cabeza. Y porque aunque hay quienes propician un hoy con “ni olvido ni
perdón”, yo tengo mala memoria para recordar, así que para eso conmigo mejor no
cuenten. Ya olvidé todo, pero puedo nombrar a Uriburu,Lanusse, Videla y Galtieri; es algo. Y relativo
a perdonar: me enseñaron a hacerlo aunque hoy suene anacrónico, y dudo además
de si esa acción es muy humana por lo que no representa para nadie el más
mínimo esfuerzo no hacerlo. Eso más bien queda relegado a los santos y la
gente buena por demás. El olvido y el perdón suelen mezclarse en una sola
cosa, y por más que se quiera no perdonar cuando la memoria falla es un
problema, se olvida el objeto del perdón. Los sabios judíos pusieron un día
para eso y entonces se salvan así los que perdonaron y los que tienen mala
memoria y olvidaron qué cosa no querían perdonar. Ellos perdonan a todo el
mundo y tienen solucionados sus asuntos. Y hacen después lo que se les antoja.
La ciudad del norte de Santa Fe
aparecía desvastada con gran cantidad de casas destruidas; dos mil habitantes
sin vivienda e innumerables muertos. Todas las vacas de un tambo levantadas a
más de veinte, veinticinco metros de altura y muertas reventadas contra el
piso. Había derribado árboles y antenas el tornado de San Justo. Una gran movilización
en el seno de la juventud del partido se produjo de inmediato y se prepararon
las excursiones de ayuda. Se juntaba comida, colchones, agua y no sé qué cosas
más, todas en cantidades módicas, pero estaba la intención que valía; nos
aprestábamos a llegar hasta aquella ciudad llevando auxilio. Todo era
preparativos y hormigueo y un entrar y salir agitado de gente, un movimiento
continúo en torno de la unidad; no puedo decir una algarabía sin temor a
equivocarme. Acaso, una alegría escondida en la algarabía -esas cosas que no
pueden decirse- en la oportunidad que semejante desgracia proporcionaba de
poder hacer algo útil por los demás. Un optimismo que puso sentido en los
rostros, un viaje que algo tenía -se respiraba en el aire- de turístico además
de humanitario. Una bienvenida al sentido de existencia que serviría de paso
para llevar alivio a la pobre gente. Un norte al fin en los destinos, unos
cuantos kilómetros arriba, en el norte de la provincia de Santa Fe.
Y un arduo tema de debate entretenido
que se prolongó durante las horas de una o dos noches de mateadas y galletitas
dulces y factura por comida, que nos hizo trabajar el cerebro. Nuestros
enemigos de la dictadura harían lo imposible para abortar nuestra peregrinación
solidaria y nuestras caras por momentos circunstantes demostraban la -no creo
faltar el respeto a nadie- volátil preocupación de algunos. Todo eso fue cosa
seria. Nunca un juego, por el contrario, como pruebas, los ideales nobles que
nos alentaban por todos proclamados. Pobre gente.
Hubo mapas tirados sobre alguna mesa
y se estudiaron los caminos alternativos de tierra para burlar la dictadura. A
lo largo de las rutas principales se habían instalado diversos puestos de
control para interceptar las legiones de los distintos partidos, sobre todo las
de las juventudes radicales y las nuestras, que pugnaban por llegar primero a
esa meca del desconsuelo y determinarían un caos anárquico en aquel lugar sobre
el que ya existía por decisión unilateral, diría de la madre tierra, para
descargar de culpa a Dios.
El punto de vista del gobierno
tampoco era desdeñable. Las cosas deben hacerse de manera organizada siempre, y
la ayuda debería llegar a ese destino de manera pautada y en orden. Y para eso
estaban las Fuerzas Armadas de la Nación que son expertas en las cuestiones
del orden interno aunque a veces lo prolonguen fuera de los cuarteles, de motu
propio. Para eso se está en Latinoamérica, la de las venas abiertas; una
cuestión geográfica y médica a la vez. Eran ellos los encargados de ir
levantando las piedras que la Providencia esparce en el camino de la
patria. Templar el espíritu de nuestras Fuerzas Armadas en la adversidad: son
muy católicos los militares en nuestro país. Y nosotros en la mestura, militantes
unidos y uniformados, soñando colaborar en la empresa celestial.
No me importaba conocer San Justo o
pasear por aquellos lugares más allá de los cuales los Bajos Submeridionales
extienden sus aguas saladísimas que había conocido en mis viajes esporádicos a
Santiago del Estero. No dejaba, sin embargo, de ser un entretenimiento válido
que no venía mal desde mi óptica de observador aficionado: dejaría un
aprendizaje ese emprendimiento además, la verdad, es que arquitectura estudiaba
poco y mi trabajo de fabricar las lámparas no demandaba tiempo apreciable, ni
pintar mis cuadros, por lo cual disponía de él a mi antojo y aquello sería una
aventura no fácilmente repetible, con pasaje gratis aunque teníamos que
pagarnos la comida. Cada compañero la suya.
Caminaríamos sobre los escombros y
entre los cadáveres de seres humanos y mascotas. Apareceríamos además en los
noticieros tirando los paquetes de azúcar así como los albañiles pasan de uno
en uno los ladrillos. Y las compañeras maternales peinarían changuitos y
alcanzarían pañalines Estrella a las madres jóvenes embarazadas y a las
parturientas. Y cocinarían guisos carreros en grandes ollas y si no polenta,
para alimentarlas. Y haríamos una gran tienda de campaña para atenderlas con
enfermeras y parteros improvisados. Pensamos mucho en las embarazadas. Porque
por estas tierras hay que embarazarse y está muy bien que nuestras jóvenes
mujeres no renuncien a la naturaleza en cuanto están en edad de merecer.
Porque a esa edad la demografía no existe; ni la economía. Ni la
administración ni el actuariado. Nada que se estudie en la Facultad de Ciencias
Económicas existe a la edad de merecer.
A la movilización que producía en las
mentes de los jóvenes el hecho de su participación en los contingentes de ayuda
enviados por la jotape, sumaba adrenalina, el tema del debate de qué cosa
haríamos cuando esa dictadura nos atajara en la ruta y no nos permitiese seguir
adelante llevando la ayuda humanitaria. Eran los controles de la tiranía
nuestra segunda naturaleza, nos venía desde chicos entre golpe y golpe
crecidos, como la costumbre, controles aquí, controles allá, autocensura de la
prensa o no tan auto, el principal problema de los militantes solidarios. Se
pedía por radio y por favor que nadie fuera por iniciativa personal a llevar
ayuda a la zona del desastre. No querían contingentes. Seguro nos impedirían
llegar a San Justo con ella.
De los expedicionarios originales
quedamos unos quince o menos para compartir el destartalado colectivo con las
donaciones que terminaron siendo pocas. Ni Juan ni Tito fueron de la partida.
Me dejaron solo y me tocó ir con un grupo de gente que conocía solo de vista;
menos de la mitad eran mujeres y ninguna llamaba la atención.
El campo estaba de pastos amarillos
aquel verano caluroso y el rastrojo de los trigos no había sido dado vuelta
todavía; eran épocas en que la siembra directa no se usaba y la soja era para
aventureros; amarillos, pardos y ocres, reverberaciones del calor por los
tambos perimetrales de la
Chicago criolla.
Más allá de la altura de Rosario, una
hora y media más o menos, un control policial nos detuvo tal como se esperaba
pues, pese a haber estudiado sesudamente los caminos alternativos en el mapa
sobre la mesa, así como los generales lo hacen con sus lugartenientes, fuimos
cómodamente por la ruta asfaltada más directa. Nos hicieron señas desde lejos
para que nos detuviésemos cosa que hicimos obedientes. Nos iban a parar de
todos modos, con o sin dictadura. Un colectivo destartalado, escorado y
humeante por la ruta, un viejo Mercedes Benz 1114 de color naranja y cubiertas
recapadas, de curiosos, porque sí nomás nos iban a parar. Hubo que explicar
adonde nos dirigíamos y nos pidieron amablemente que desistiéramos. Que el
gobierno central estaba ocupado en esos menesteres. Mansamente dimos la vuelta
para Buenos Aires y emprendimos el regreso cada uno ocupando los asientos de a
dos y acostados tal como habíamos partido, soportando los embates de una ruta
no del todo bien pavimentada y una ruidosa y saltarina suspensión, acompañados
de ese elemento femenino que no era gran cosa. A la llegada bajamos los
paquetes con azúcar, arroz y polenta, y los pañalines, que quedaron depositados
en la unidad básica hasta que de a poco fueron desapareciendo, resumiendo, como
las aguas se escurren después de la lluvia por entre las partículas de la
tierra después de haberlas engordado, o evaporando, pero no al cielo en este
caso.
Época de ingenuidad pareciera; las dictaduras más ingenuas aunque desaparecieran gente, los militantes más naif aunque mataran, quizá los ideales más elevados aunque errados. Un autismo a ultranza en los bandos sumidos en una barbarie con precedentes muy contados en la historia del país nuestro del siglo veinte. Gracias Miss Musa por publicarme. A.S.
ResponderEliminarBuena reflexión Alejandro, ese ' pareciera' es tan justo... todavía miramos ese pasado buscando respuestas.
ResponderEliminarNaif a ultranza esos militantes ( los que aparecen en tu texto) angelados idealistas que despiertan ternura y conmueven. A ellos mi enorme respeto, respeto que no me despiertan otros, así autotitulados en estos tiempos nuestros.
El agradecimiento es mío ciertamente... ¡ Muchas gracias !