Algo maravilloso y original
Leila Guerriero.
Ella va a empezar a darte vergüenza.
—¿Ana Karina? ¿Quién es Ana Karina?
—¿Ana Karina? ¿Quién es Ana Karina?
Pasó en una fiesta, después de la presentación de
un libro. Ella casi nunca va a esos sitios, pero esa noche estaba ahí,
conversando con tu editor y otras personas, quizás un poco achispada
(envolviendo la copa de vino con toda la mano, un hábito que antes encontrabas
encantador y que, ahora, te resulta irritante, un gesto incorrecto y
pretencioso), cuando alguien mencionó a Anna Karenina y ella dijo:
—¿Ana Karina? ¿Quién es Ana Karina?
No fue la primera vez. Un año antes, durante un
viaje con miembros de un jurado literario, preguntó por lo bajo, aunque todos
pudieron escucharla, “¿Qué quiere decir ‘retórica’?”. Después, en una cena con
otros escritores, dijo que le gustaban los libros de fotografía “porque no hace
falta leer”. Pero ella casi nunca va a esos sitios: cenas, viajes de trabajo,
conferencias, ferias de libro.
—Andá vos, que lo disfrutás. Yo me aburro —dijo,
hace ya tiempo, y eso, entonces, pareció un buen trato. Empezaste a ir solo
mientras ella se quedaba en casa, planificando su trabajo: averiguando el
precio de nuevas semillas de césped, leyendo la página del Royal Botanic
Garden, proyectando los setos de un jardín. Cuando regresabas, nunca hablaban
de las cosas que te habían pasado —todas esas charlas cargadas de maldad o
admiración, conversaciones imbuidas de suave autocomplacencia circulando entre
litros de alcohol y canapés—, sino de los asuntos de ella: un raro cactus que
quería importar, un posible viaje a Brasil para comprar orquídeas. Te gustaba
esa ignorancia refrescante. Nada de conversaciones sobre teoría literaria, nada
de esgrima intelectual. “¿Quién es Catulo?”, preguntaba, mientras estaban
recostados como dos metáforas de la serenidad sobre la cama, y había algo de
tierna perversión —el morbo de educar a un indefenso— en explicarle quién era
Catulo, en levantarte y buscar el libro y leer aquello de “Odio y amo. / Quizás
te preguntes cómo puedo hacerlo. / No lo sé. / Pero sucede / y me atormenta”.
Durante mucho tiempo fue maravilloso ver cómo Catulo y el poema, le
importaban poco. Estaba más interesada en el gesto que hacías cuando te ponías
las gafas, en la pequeña muesca que tenías junto a la boca y que le gustaba
contemplar mientras leías y te sentías el rey del mundo. “Mi bestia”, le
decías, le dijiste durante tantos años, durante al menos siete, cuando te
gustaba sin reparos esa mujer de huesos altivos equipada con habilidades
masculinas —desatapar desagües, pintar paredes, cavar kilómetros de zanjas—, y
ella lo aceptaba feliz, como un elogio. “Bestia, bestia mía”.
¿Cuál es el primero de todos los terribles gestos:
el que hace que el otro empiece a ser el enemigo? ¿Cómo se puede sospechar,
cuando se visten los primeros fastos del amor, la ira frenética que producirá,
más tarde, algo tan simple como el ruido que hace alguien al beber de una taza?
Pero aún no han llegado ahí. Por ahora es solo un pequeño desastre, una
progresiva degradación de la dioptría.
Una noche ella llega contenta porque una revista
acaba de publicar seis páginas con fotos de su trabajo en los jardines. Dos
días más tarde, tu taza de café se vuelca sobre la revista y, sin pensarlo —sin
pensarlo—, la arrojás a la basura. Cuando ella vuelve a casa, encuentra la
revista en el cesto y pregunta qué pasó. Decís: “Se me cayó café”. Ella no
protesta, no hace un escándalo. Saca la revista con olor a basura, la pone a
secar. No hay manera de saber si está ofuscada. Hay algo, en esa reacción
medida y prudente, en esa preocupación por solucionar lo sucedido sin pedir
explicaciones, que te ofende.Desde entonces sentís, a veces, el deseo de gritarle. Pero nunca sabés bien por qué.
Ella nunca pide ni reclama ni se acongoja: es una máquina, un ser rotundamente fuerte que sobreviviría a una hambruna, a dos sequías, a siete plagas, a 20 revistas en la basura. Es sabia. Es dura. Es fría como un hacha. Lidia con insectos minúsculos que producen estragos de proporciones absolutas y con humanos que tienen sentimientos histéricos con respecto a las enredaderas y los parterres. Sabe tratar a la gente y conoce los misterios gozosos de la naturaleza: es admirable. Pero —aunque celebra tus premios y tus traducciones— no está interesada —nunca lo estuvo— en conocer el contenido de tus conferencias; no está interesada —nunca lo estuvo— en conocer el contenido de tus libros. Durante muchos años eso fue maravilloso y original. La cópula entre el artista inútil para casi todo y la mujer capaz de trepar un volcán en las mañanas. No te importaba que no supiera qué era el estructuralismo porque, además, siempre podías explicárselo (ella te escuchaba atenta, aunque notabas, primero, el esfuerzo por entender y, después, la declinación del entusiasmo). Durante muchos años eso fue maravilloso: fue original. Y, aunque aún no ha dejado de serlo, ella ha empezado a avergonzarte. Te avergüenza que diga, en público, que se aburre con las películas “lentas”, que no le gustan los libros “que no terminan bien”. Pero por la noche, cuando se meten en la cama, su cuerpo todavía te resulta emocionante. Y en las últimas horas de la tarde el sonido de sus llaves en la cerradura es, todavía, el sonido de la felicidad.
Ella nunca pide ni reclama ni se acongoja: es una máquina, un ser rotundamente fuerte que sobreviviría a una hambruna, a dos sequías, a siete plagas, a 20 revistas en la basura. Es sabia. Es dura. Es fría como un hacha. Lidia con insectos minúsculos que producen estragos de proporciones absolutas y con humanos que tienen sentimientos histéricos con respecto a las enredaderas y los parterres. Sabe tratar a la gente y conoce los misterios gozosos de la naturaleza: es admirable. Pero —aunque celebra tus premios y tus traducciones— no está interesada —nunca lo estuvo— en conocer el contenido de tus conferencias; no está interesada —nunca lo estuvo— en conocer el contenido de tus libros. Durante muchos años eso fue maravilloso y original. La cópula entre el artista inútil para casi todo y la mujer capaz de trepar un volcán en las mañanas. No te importaba que no supiera qué era el estructuralismo porque, además, siempre podías explicárselo (ella te escuchaba atenta, aunque notabas, primero, el esfuerzo por entender y, después, la declinación del entusiasmo). Durante muchos años eso fue maravilloso: fue original. Y, aunque aún no ha dejado de serlo, ella ha empezado a avergonzarte. Te avergüenza que diga, en público, que se aburre con las películas “lentas”, que no le gustan los libros “que no terminan bien”. Pero por la noche, cuando se meten en la cama, su cuerpo todavía te resulta emocionante. Y en las últimas horas de la tarde el sonido de sus llaves en la cerradura es, todavía, el sonido de la felicidad.
Si ella sospechara de tus sentimientos te
abandonaría de inmediato. Porque tiene el orgullo de un guerrero y porque su
amor es un hecho concreto, como un pan recién sacado del horno: algo que no
necesita explicación. Todo continúa, entonces, un poco más. Porque en verdad,
salvo cuando hay otras personas, no te importa que ella no sepa quién es Soren
Kierkegaard. Y siempre te hace feliz saber que está en algún sitio de la ciudad
o de la casa, envuelta en el aroma picante del césped y del insecticida. Tiene
una forma de decirte “Todo va a estar bien” —-y de tocarte el pecho con la
palma abierta— que te produce esperanza y paz. Su olor es el olor de las
mejores cosas. Pero en las noches en las que no podés dormir, cuando ella es
apenas una respiración en tu costado, pensás que el único final posible es la
catástrofe. Como si ella fuera un hermoso ser de otro planeta que, expuesto a
la atmósfera malsana de un sistema nuevo, tuviera que, necesariamente, sucumbir.
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