La tía Julia y el Escribidor*
( Fragmento )
Mario Vargas LLosa
Y ahí estábamos,
caminando por la oscura quebrada de Armendáriz, por la ancha avenida Grau, al
encuentro de una película que, para colmo, era mexicana y se llamaba Madre y
amante. —Lo terrible de ser divorciada no es que todos los hombres se crean en
la obligación de proponerte cosas —me informaba la tía Julia—. Sino que por ser
una divorciada piensan que ya no hay necesidad de romanticismo. No te enamoran,
no te dicen galanterías finas, te proponen la cosa de buenas a primeras con la
mayor vulgaridad. A mí me lleva la trampa. Para eso, en vez de que me saquen a
bailar, prefiero venir al cine contigo. Le dije que muchas gracias por lo que
me tocaba.
—Son tan estúpidos que creen que toda divorciada es una mujer de la calle
—siguió, sin darse por enterada—. Y, además, sólo piensan en hacer cosas.
Cuando lo bonito no es eso, sino enamorarse, ¿no es cierto? Yo le expliqué que
el amor no existía, que era una invención de un italiano llamado Petrarca y de
los trovadores provenzales. Que eso que las gentes creían un cristalino manar
de la emoción, una pura efusión del sentimiento, era el deseo instintivo de los
gatos en celo disimulado detrás de las palabras bellas y los mitos de la
literatura. No creía en nada de eso, pero quería hacerme el interesante. Mi
teoría erótico-biológica, por lo demás, dejó a la tía Julia bastante incrédula:
¿creía yo de veras esa idiotez?
—Estoy contra el
matrimonio —le dije, con el aire más pedante que pude—. Soy partidario de lo
que llaman el amor libre, pero que, si fuéramos honestos, deberíamos llamar,
simplemente, la cópula libre. —¿Cópula quiere decir hacer cosas? —se rió. Pero
al instante puso una cara decepcionada—: En mi tiempo, los muchachos escribían
acrósticos, mandaban flores a las chicas, necesitaban semanas para atreverse a
darles un beso. Qué porquería se ha vuelto el amor entre los mocosos de ahora,
Marito.
Tuvimos un amago de disputa en la boletería por ver quién pagaba la
entrada, y, luego de soportar hora y media de Dolores del Río, gimiendo,
abrazando, gozando, llorando, corriendo por la selva con los cabellos al
viento, regresamos a casa del tío Lucho, también a pie, mientras la garúa nos
mojaba los pelos y la ropa. Entonces, hablamos de nuevo de Pedro Camacho.
¿Estaba realmente segura que no lo había oído mencionar jamás? Porque, según
Genaro hijo, era una celebridad boliviana. No, no lo conocía ni siquiera
de nombre. Pensé que a Genaro le habían metido el dedo a la boca, o que,
tal vez, la supuesta industria radioteatral boliviana era una invención
suya para lanzar publicitariamente a un plumífero aborigen. Tres días
después conocí en carne y hueso a Pedro Camacho. Acababa de tener un incidente
con Genaro papá, porque Pascual, con su irreprimible predilección por lo
atroz, había dedicado todo el boletín de las once a un terremoto en Ispahán. Lo
que irritaba a Genaro papá no era tanto que Pascual hubiera desechado
otras noticias para referir, con lujo de detalles, cómo los persas que
sobrevivieron a los desmoronamientos eran atacados por serpientes que, al
desplomarse sus refugios, afloraban a la superficie coléricas y
sibilantes, sino que el terremoto había ocurrido hacía una semana. Debí
convenir que a Genaro papá no le faltaba razón y me desfogué llamando
a Pascual irresponsable. ¿De dónde había sacado ese refrito? De una revista argentina.
¿Y por qué había hecho una cosa tan absurda? Porque no había ninguna noticia de
actualidad importante y ésa, al menos, era entretenida. Cuando yo le explicaba
que no nos pagaban para entretener a los oyentes sino para resumirles las
noticias del día, Pascual, moviendo una cabeza conciliatoria, me oponía su
irrebatible argumento: «Lo que pasa es que tenemos concepciones diferentes del
periodismo, don Mario». Iba a responderle que si se empeñaba, cada vez que
yo volviera las espaldas, en seguir aplicando su concepción tremendista del
periodismo, muy pronto estaríamos los dos en la calle, cuando apareció en la
puerta del altillo una silueta inesperada. Era un ser pequeñito y menudo, en el
límite mismo del hombre de baja estatura y el enano, con una nariz grande y
unos ojos extraordinariamente vivos, en los que bullía algo excesivo. Vestía de
negro, un terno que se advertía muy usado, y su camisa y su corbatita de lazo
tenían máculas, pero, al mismo tiempo, en su manera de llevar esas prendas
había algo en él de atildado y de compuesto, de rígido, como en esos caballeros
de las viejas fotografías que parecen presos en sus levitas almidonadas, en sus
chisteras tan justas. Podía tener cualquier edad entre treinta y cincuenta
años, y lucía una aceitosa cabellera negra que le llegaba a los hombros. Su
postura, sus movimientos, su expresión parecían el desmentido mismo de lo
espontáneo y natural, hacían pensar inmediatamente en el muñeco articulado, en
los hilos del títere. Nos hizo una reverencia cortesana y con una solemnidad
tan inusitada como su persona se presentó así:
—Vengo a hurtarles una máquina de escribir, señores. Les agradecería que me
ayuden. ¿Cuál de las dos es la mejor? Su dedo índice apuntaba alternativamente
a mi máquina de escribir y a la de Pascual. Pese a estar habituado a los
contrastes entre voz y físico por mis escapadas a Radio Central, me asombró que
de figurilla tan mínima, de hechura tan desvalida, pudiera brotar una voz tan
firme y melodiosa, una dicción tan perfecta. Parecía que en esa voz no sólo
desfilara cada letra, sin quedar mutilada ni una sola, sino también las
partículas y los átomos de cada una, los sonidos del sonido. Impaciente, sin
advertir la sorpresa que su facha, su audacia y su voz provocaban en nosotros,
se había puesto a escudriñar y como a olfatear las dos máquinas de escribir. Se
decidió por mi veterana y enorme Remington, una carroza funeraria sobre la que
no pasaban los años. ........
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