jueves, 21 de noviembre de 2013

CAMELOT


Jackie Kennedy o la invención de Camelot

La entereza de la mujer del presidente en los momentos posteriores a su asesinato, impresionaron al mundo








                                                
Life no publicó nada de la entrevista que Teddy White le hizo a la viuda de Kennedy días después del magnicidio que pudiera herir la sensibilidad del lector o hacerle sentir incómodo (así han cambiado los tiempos). Por aquella época, la revista tenía una circulación semanal de siete millones y la leían más de 30. Lo que escupió la imprenta, tras horas de esperar -a un coste de 30.000 dólares la hora-, a que White concluyera su historia -cerca de las dos de la madrugada, una semana después de la muerte del presidente-, en la casa de los Kennedys en Hyannis Port (Masschusetts),- fue el nacimiento de Camelot tras la muerte de su rey.




“Oí esas pequeñas detonaciones. Vi como Connally [Gobernador de Texas] se agarraba los brazos… Jack se volvió y yo me volví… Todo lo que recuerdo es un edificio grisáceo enfrente. Entonces Jack se volvió … Parecía desconcertado… Entonces se desplomó hacia atrás…Pude ver cómo se le caía un pedazo de cráneo”, explicó a White con gran compostura la viuda del 35° presidente de la nación".
El coraje, la entereza y la dignidad que aquella mujer de 34 años mostró en los momentos posteriores al asesinato de su esposo y los días venideros impresionaron al mundo. Jacqueline Kennedy se negó a abandonar la sala del hospital Parkland donde médicos residentes se dejaron el aliento en intentar reavivar a un hombre que llegó con el certificado de muerte grabado en su sien derecha. El médico personal de Kennedy –testigo que no puso las manos sobre el cuerpo del mandatario- tuvo que recordar a quienes demandaban a la Primera Dama que abandonara aquella suerte de quirófano que estaba en su derecho. La discusión se zanjó cuando la señora Kennedy dijo: “Es mi marido; es su sangre, todo su cerebro está esparcido sobre mi”. Poco antes había entregado a la enfermera jefe “masa cerebral y un trozo de cráneo” que guardaba celosa en su mano derecha protegida por un guante que ya no era blanco sino sanguinoliento.
La nostalgia ha dulcificado la década de los cincuenta y el principio de los sesenta; ha pintado un mural a base de acuarelas tan tono pastel como el vestido rosa imitación Chanel que lucía Jacqueline Kennedy el día del magnicidio que ha elevado aquellos años –falsamente- a la inmensa categoría de la prosperidad y la inocencia. La memoria que todo lo suaviza hace olvidar una época de segregación racial, de amenaza nuclear fruto de la Guerra Fría y la política de bloques, de cazas de brujas y McCarthysmo.
Jacqueline Kennedy eligió a White porque confiaba en que hiciera un retrato de su esposo y su legado alejado del “frío y clínico” resumen que habían hecho de él Arthur Krock y Merriman Smith (respetados periodistas del diario The New York Times y UPI, respectivamente). “Hay algo que le quiero contar”, le dijo la ya exprimera dama –que descubrió que era tal cuando ordenó al servicio secreto que enviara un coche a buscar a Nueva York al redactor debido a que el aeropuerto estaba cerrado por tormenta y le dijeron que ya no estaban a su servicio- al periodista. “No dejo de pensar en una estrofa de ese musical, se ha convertido en una obsesión para mí”, le confesó Kennedy a White. Entonces, la mujer que ha sido referencia de la elegancia por más de medio siglo y que no se lavó la sangre de su rostro hasta estar a bordo del Air Force One y que Johnson jurase el cargo, relató al periodista de Life que cada noche, antes de irse a dormir, a su esposo le gustaba escuchar discos y que su canción favorita era el final del famoso musical de Broadway ‘Camelot’, que concluía así: “No olvidemos/Que una vez existió un lugar/Que durante un breve pero brillante momento fue conocido como Camelot”.
“Nunca volverá a haber otro Camelot”, prosiguió ensimismada la viuda de Kennedy. “Habrá otros grandes presidentes, pero jamás volverá a haber otro Camelot”, insistió en referencia a ese universo de ficción creado por el autor británico T. H. White (nada que ver con el reportero de Life), en el que la gente soñaba con una Mesa Redonda como el mundo, sin esquinas, sin fronteras entre las naciones, que se sentarían alrededor de ella para festejar juntas.
Cuando White dictó su crónica, los editores en la sede de Life en Nueva York hicieron ciertos ajustes. Dejaron fuera el párrafo en el que el periodista describía cómo la señora Kennedy había besado los pies de su marido, “más blancos que la sábana” del hospital que cubría su cuerpo ya cadáver. También recortaron su principio, uno que se alargaba en demasía en una mañana lluviosa.
A continuación, el editor –David Maness- hizo notar a White que la referencia a Camelot era demasiado larga. Según el relato del propio White, en aquel momento entró Jackie en la sala desde la que el periodista hablaba por teléfono y debió intuir de lo que conversaban ambos hombres porque negó con su cabeza. Jacqueline Kennedy quería que la historia se abriese con Camelot. White lo hizo notar educada y sutilmente a su interlocutor en Nueva York, lo que hizo que Maness sospechara de la presencia de la viuda. “¿Está ella ahí?”, inquirió.
La rotativa esperaba. El coste de aguantar las máquinas era muy elevado. Life capituló y dejó las referencias a Camelot en la pieza. La revista entregó a millones y millones de americanos la definición romántica de una era. Acababa de nacer un mito, una leyenda, aquella que equiparaba al rey Arturo y su reina Ginebra con los plebeyos Jack y Jackie. Camelot se acababa de convertir en la moneda de cambio cultural que usarían las generaciones venideras como la idealización de un tiempo en que todo fue mejor. Qué importaba si no era cierto. “Fue una lectura equivocada de la historia”, reconocería tiempo después el propio White. Y sin embargo, 50 años después, el mito sigue vivo.



YOLANDA MONGE Dallas 







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