El último genio *
Natalio Grueso
Llovía.
No podía haber sido de otra manera, y es que a él le encanta la lluvia. La
primera vez que lo vi llovía. Con el pelo aún mojado y los zapatos calados se
produjo el maravilloso ritual en vías de extinción, las luces de la sala que se
apagan, las conversaciones que se convierten primero en murmullos y luego en
silencio, la gran pantalla que se ilumina, y la música de fanfarrias que
anuncian que la película va a empezar. La magia del cine.
Recuerdo
que las butacas estaban tapizadas en verde. Eran grandes, cómodas, con
suficiente distancia entre las filas para poder estirar las piernas. Amplios
pasillos a los lados y un generoso hall de entrada capaz de acoger a cientos de
espectadores. El cine tenía un nombre a la medida de su grandiosidad, el
Palladium, una sala de esas que entonces se denominaban de arte y ensayo, lo
que traducido al lenguaje de los que amábamos el cine significaba que allí se
exhibían buenas películas.
Sonó
un solo de viento desgarrador, Rhapsody in Blue, de Gershwin, y en la enorme pantalla
que ocupaba la pared de lado a lado apareció la imagen en blanco y negro de una
ciudad fotografiada con exquisita belleza, y una voz en off que decía que
adoraba a la ciudad de Nueva York. Manhattan, esa era la película, y esa fue la
primera vez que lo vi. Un tipo delgaducho, con grandes gafas de pasta, tímido y
neurótico, pero con un talento y un sentido del humor tan extraordinarios que,
al final, era él quien se llevaba a la chica. Y eso cuando eres un adolescente
inseguro -disculpen el pleonasmo- se convierte en un balón de oxígeno, o mejor
aún, en una lección de vida, en la seguridad de que no todo está perdido, de
que se puede triunfar con independencia de las cartas que te hayan tocado en el
reparto, porque todo depende de lo inteligente que seas jugando esa mano.
Desde
esa película, Manhattan, la imagen de Woody Allen y la de la ciudad de los
rascacielos son inseparables, no se puede concebir el uno sin la otra. Cuando
algunos años después pisé el suelo de Nueva York por vez primera, no pude evitar
la sensación del regreso a casa, a un lugar en el que ya había estado y que
conocía perfectamente gracias al cine, sentimiento o percepción que después he
podido comprobar que comparto con mucha otra gente. Y, por supuesto, yo también
adoraba a esa ciudad que me había cautivado desde que vi el póster de la
película, un puente de hierro de color azulado y dos personas de espaldas a la
cámara sentadas en un banco. Han pasado cuarenta años desde que se rodara ese
plano mítico. Ese banco estaba en la calle Cincuenta y nueve esquina con la
Primera Avenida. Lo busco, pero ya no está. Ahora hay un pequeño parque
infantil algo destartalado. El puente, además, no es azulado, sino ocre. Woody
sonríe cuando se lo cuento:
-No había banco, lo llevaron los de producción.
-No había banco, lo llevaron los de producción.
La
vida es más hermosa a través de los ojos de la cámara de míster Allen. Al ritmo frenético que marcaban los tiempos, las grandes salas de cine que vertebraban
el corazón cultural de las ciudades fueron dejando paso a otros negocios más
lucrativos, grandes almacenes, supermercados, casinos, centros comerciales o,
simplemente, sucumbían a la piqueta que los reconvertía en edificios de
apartamentos o en hoteles. Los pocos cines que sobrevivieron en el centro
urbano se transformaron en multisalas, espacios con aforos mucho más reducidos
y pantallas infinitamente más pequeñas. Pero aun así seguían conservando la
magia del rito sagrado, la comunión colectiva de unos seres que parecían
polillas atrapadas por la luz de la pantalla. Allí, refugiados en la oscuridad
de la sala, los problemas desaparecían.
¿A quién le importaba el examen de matemáticas del día siguiente cuando Sean Connery y Michael Caine luchaban por salvar sus vidas sobre un puente colgante en El hombre que pudo reinar, de John Huston? ¿A quién le importaba que la chica con la que te cruzabas cada mañana en la parada del autobús no te hiciera ni caso si en la pantalla Marlene Dietrich fumaba desafiante sólo para ti? Y cuando soñabas con aventuras imposibles en las sabanas africanas descubrías a un rinoceronte navegando en una barca mientras la nave avanzaba impulsada por la imaginación desbordante del gran Federico Fellini. O a Humphrey Bogart y la Hepburn camino del interior de las tinieblas a bordo de La Reina de África.
¿A quién le importaba el examen de matemáticas del día siguiente cuando Sean Connery y Michael Caine luchaban por salvar sus vidas sobre un puente colgante en El hombre que pudo reinar, de John Huston? ¿A quién le importaba que la chica con la que te cruzabas cada mañana en la parada del autobús no te hiciera ni caso si en la pantalla Marlene Dietrich fumaba desafiante sólo para ti? Y cuando soñabas con aventuras imposibles en las sabanas africanas descubrías a un rinoceronte navegando en una barca mientras la nave avanzaba impulsada por la imaginación desbordante del gran Federico Fellini. O a Humphrey Bogart y la Hepburn camino del interior de las tinieblas a bordo de La Reina de África.
La
oscuridad de la sala de cine marcaba la frontera entre la felicidad y el dolor,
entre la aventura y la rutina, entre la realidad y la ficción. Pero ¿dónde está
el límite entre la una y la otra? La vida esforzada y monótona que lleva la
mayor parte de la población, ¿es la vida real o, por el contrario, no es más
que un espejismo? ¿Y si pudiéramos atravesar la pantalla y vivir las vidas de
nuestros héroes de celuloide? O mejor aún, ¿y si fueran ellos los que pudieran
salir del negativo y venir a nuestro mundo para hacer más radiantes nuestras
vidas? Pues eso ocurrió; ocurrió, como siempre, en la imaginación del último
genio.
Nadie
se sorprenderá si digo que ese día llovía, a estas alturas el lector ya sabe
que a él le encanta la lluvia. Lo cierto es que llovía, y mucho. De nuevo, el
pelo mojado y los zapatos calados, pero en el interior del cine todo era calor.
La sala, en esta ocasión, era mucho más pequeña; se trataba de uno de esos
nuevos multicines. Visto con la perspectiva que da el tiempo hay que reconocer
que no podía tener un nombre más idóneo: cines Brooklyn.
La
película era La rosa púrpura de El Cairo. En ella Cecilia, una mujer casada con
un marido gañán y violento, que se marchita triste y sola, se refugia cada
tarde en una sala de cine para escaparse de su vida miserable y soñar que ella
también corre las aventuras de los protagonistas de la película, siempre la
misma, en la que un atractivo aventurero llamado Tom Baxter recorre lugares
exóticos y seduce a damas con clase. Hasta que un día el protagonista se queda
mirando fijamente al público presente en la sala y decide cruzar la pantalla
para conocer a Cecilia. Y ahí empieza el conflicto entre la realidad y la
ficción, porque como dice uno de los actores, «los vivos quieren tener una vida
de ficción, y los personajes de ficción quieren tener una vida real».
Y
el milagro ocurrió. Un bendito día, a mediados de los noventa, el genio
delgaducho con grandes gafas de pasta, el personaje inseguro e hipocondríaco al
que yo admiraba en la soledad de las salas de cine, atravesó la pantalla y me
estrechó la mano. «Hola, soy Woody, encantado de conocerte.» Y en ese momento
sentí lo mismo que debió de sentir Cecilia cuando Tom Baxter cruzó la delgada
línea que separa la realidad de la ficción.
-Mira,
es ahí.
El
coche que nos traía del aeropuerto de Oviedo pasó por delante del antiguo cine
Palladium. Pero aquella mágica sala de mi niñez ya no está, se ha convertido en
un centro de belleza, como si quisiera decirnos que lo importante ya no es el
alma sino el cuerpo. El signo de los tiempos, supongo, no me extrañaría nada
que en unos pocos años ese edificio caiga aún más bajo en la escala del
desamparo poético y no sea ya más que una notaría, o peor aún, una sucursal
bancaria. Allen esbozó un gesto de resignación, quizás de melancolía, mientras
el coche seguía su marcha hacia el hotel. "Mi
primer cine tampoco existe ya."
Ahora
hacemos la operación inversa. Paseamos por Brooklyn, por el barrio de su
infancia. Un lugar tranquilo, de familias humildes que con el paso de los años
se convirtieron en clase media. Vemos la casa en que nació, un edificio de
ladrillo, estrecho, con sus típicos escalones y una torre de tres pisos a la
izquierda. Los Königsberg -que así se apellidaba su padre- vivían en la planta
baja, un lugar muy modesto. A la vuelta de la esquina, a apenas unos metros,
estaba el cine en que vio sus primeras películas, el Midwood, que tomaba el
nombre de la zona en la que estaba ubicado. Pero nuevamente hemos llegado
tarde. El cine ya no está, y en cambio nos encontramos con un gran rótulo que
dice brooklyn eyes surgery center, o sea, una clínica para operarse de la
vista. Pero paradójicamente ya no hay películas que ver.
«Antes
había unos veinticinco cines alrededor de mi casa, pero ya no queda
prácticamente ninguno. Algunos domingos mis padres me llevaban a Manhattan, era
un viaje de una media hora en el metro que nos dejaba en Times Square. Y
aquello sí que era impresionante, cines y teatros en cada puerta, en cada
esquina. Nunca había visto nada igual.»
Vaya
por delante que Woody Allen no está de acuerdo con el título de este libro:
"¿Un
genio yo? Entonces qué son Shakespeare, Mozart o Einstein. No, no, yo sólo soy
un humorista de Brooklyn que ha tenido mucha suerte en la vida."
Por el 80° cumpleaños de Woody Allen, el español
Natalio Grueso escribió un libro cómplice sobre su amigo cineasta. "El
último genio ": Natalio Grueso Editorial: Penguin Random House
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