lunes, 4 de enero de 2016

MÍSTER ALLEN





El último genio *

Natalio Grueso 






Llovía. No podía haber sido de otra manera, y es que a él le encanta la lluvia. La primera vez que lo vi llovía. Con el pelo aún mojado y los zapatos calados se produjo el maravilloso ritual en vías de extinción, las luces de la sala que se apagan, las conversaciones que se convierten primero en murmullos y luego en silencio, la gran pantalla que se ilumina, y la música de fanfarrias que anuncian que la película va a empezar. La magia del cine.
Recuerdo que las butacas estaban tapizadas en verde. Eran grandes, cómodas, con suficiente distancia entre las filas para poder estirar las piernas. Amplios pasillos a los lados y un generoso hall de entrada capaz de acoger a cientos de espectadores. El cine tenía un nombre a la medida de su grandiosidad, el Palladium, una sala de esas que entonces se denominaban de arte y ensayo, lo que traducido al lenguaje de los que amábamos el cine significaba que allí se exhibían buenas películas.
Sonó un solo de viento desgarrador, Rhapsody in Blue, de Gershwin, y en la enorme pantalla que ocupaba la pared de lado a lado apareció la imagen en blanco y negro de una ciudad fotografiada con exquisita belleza, y una voz en off que decía que adoraba a la ciudad de Nueva York. Manhattan, esa era la película, y esa fue la primera vez que lo vi. Un tipo delgaducho, con grandes gafas de pasta, tímido y neurótico, pero con un talento y un sentido del humor tan extraordinarios que, al final, era él quien se llevaba a la chica. Y eso cuando eres un adolescente inseguro -disculpen el pleonasmo- se convierte en un balón de oxígeno, o mejor aún, en una lección de vida, en la seguridad de que no todo está perdido, de que se puede triunfar con independencia de las cartas que te hayan tocado en el reparto, porque todo depende de lo inteligente que seas jugando esa mano.

Desde esa película, Manhattan, la imagen de Woody Allen y la de la ciudad de los rascacielos son inseparables, no se puede concebir el uno sin la otra. Cuando algunos años después pisé el suelo de Nueva York por vez primera, no pude evitar la sensación del regreso a casa, a un lugar en el que ya había estado y que conocía perfectamente gracias al cine, sentimiento o percepción que después he podido comprobar que comparto con mucha otra gente. Y, por supuesto, yo también adoraba a esa ciudad que me había cautivado desde que vi el póster de la película, un puente de hierro de color azulado y dos personas de espaldas a la cámara sentadas en un banco. Han pasado cuarenta años desde que se rodara ese plano mítico. Ese banco estaba en la calle Cincuenta y nueve esquina con la Primera Avenida. Lo busco, pero ya no está. Ahora hay un pequeño parque infantil algo destartalado. El puente, además, no es azulado, sino ocre. Woody sonríe cuando se lo cuento:
-No había banco, lo llevaron los de producción.
La vida es más hermosa a través de los ojos de la cámara de míster Allen. Al ritmo frenético que marcaban los tiempos, las grandes salas de cine que vertebraban el corazón cultural de las ciudades fueron dejando paso a otros negocios más lucrativos, grandes almacenes, supermercados, casinos, centros comerciales o, simplemente, sucumbían a la piqueta que los reconvertía en edificios de apartamentos o en hoteles. Los pocos cines que sobrevivieron en el centro urbano se transformaron en multisalas, espacios con aforos mucho más reducidos y pantallas infinitamente más pequeñas. Pero aun así seguían conservando la magia del rito sagrado, la comunión colectiva de unos seres que parecían polillas atrapadas por la luz de la pantalla. Allí, refugiados en la oscuridad de la sala, los problemas desaparecían. 
¿A quién le importaba el examen de matemáticas del día siguiente cuando Sean Connery y Michael Caine luchaban por salvar sus vidas sobre un puente colgante en El hombre que pudo reinar, de John Huston? ¿A quién le importaba que la chica con la que te cruzabas cada mañana en la parada del autobús no te hiciera ni caso si en la pantalla Marlene Dietrich fumaba desafiante sólo para ti? Y cuando soñabas con aventuras imposibles en las sabanas africanas descubrías a un rinoceronte navegando en una barca mientras la nave avanzaba impulsada por la imaginación desbordante del gran Federico Fellini. O a Humphrey Bogart y la Hepburn camino del interior de las tinieblas a bordo de La Reina de África.

La oscuridad de la sala de cine marcaba la frontera entre la felicidad y el dolor, entre la aventura y la rutina, entre la realidad y la ficción. Pero ¿dónde está el límite entre la una y la otra? La vida esforzada y monótona que lleva la mayor parte de la población, ¿es la vida real o, por el contrario, no es más que un espejismo? ¿Y si pudiéramos atravesar la pantalla y vivir las vidas de nuestros héroes de celuloide? O mejor aún, ¿y si fueran ellos los que pudieran salir del negativo y venir a nuestro mundo para hacer más radiantes nuestras vidas? Pues eso ocurrió; ocurrió, como siempre, en la imaginación del último genio.

Nadie se sorprenderá si digo que ese día llovía, a estas alturas el lector ya sabe que a él le encanta la lluvia. Lo cierto es que llovía, y mucho. De nuevo, el pelo mojado y los zapatos calados, pero en el interior del cine todo era calor. La sala, en esta ocasión, era mucho más pequeña; se trataba de uno de esos nuevos multicines. Visto con la perspectiva que da el tiempo hay que reconocer que no podía tener un nombre más idóneo: cines Brooklyn.










La película era La rosa púrpura de El Cairo. En ella Cecilia, una mujer casada con un marido gañán y violento, que se marchita triste y sola, se refugia cada tarde en una sala de cine para escaparse de su vida miserable y soñar que ella también corre las aventuras de los protagonistas de la película, siempre la misma, en la que un atractivo aventurero llamado Tom Baxter recorre lugares exóticos y seduce a damas con clase. Hasta que un día el protagonista se queda mirando fijamente al público presente en la sala y decide cruzar la pantalla para conocer a Cecilia.  Y ahí empieza el conflicto entre la realidad y la ficción, porque como dice uno de los actores, «los vivos quieren tener una vida de ficción, y los personajes de ficción quieren tener una vida real».

Y el milagro ocurrió. Un bendito día, a mediados de los noventa, el genio delgaducho con grandes gafas de pasta, el personaje inseguro e hipocondríaco al que yo admiraba en la soledad de las salas de cine, atravesó la pantalla y me estrechó la mano. «Hola, soy Woody, encantado de conocerte.» Y en ese momento sentí lo mismo que debió de sentir Cecilia cuando Tom Baxter cruzó la delgada línea que separa la realidad de la ficción.
-Mira, es ahí.
El coche que nos traía del aeropuerto de Oviedo pasó por delante del antiguo cine Palladium. Pero aquella mágica sala de mi niñez ya no está, se ha convertido en un centro de belleza, como si quisiera decirnos que lo importante ya no es el alma sino el cuerpo. El signo de los tiempos, supongo, no me extrañaría nada que en unos pocos años ese edificio caiga aún más bajo en la escala del desamparo poético y no sea ya más que una notaría, o peor aún, una sucursal bancaria. Allen esbozó un gesto de resignación, quizás de melancolía, mientras el coche seguía su marcha hacia el hotel. "Mi primer cine tampoco existe ya."
Ahora hacemos la operación inversa. Paseamos por Brooklyn, por el barrio de su infancia. Un lugar tranquilo, de familias humildes que con el paso de los años se convirtieron en clase media. Vemos la casa en que nació, un edificio de ladrillo, estrecho, con sus típicos escalones y una torre de tres pisos a la izquierda. Los Königsberg -que así se apellidaba su padre- vivían en la planta baja, un lugar muy modesto. A la vuelta de la esquina, a apenas unos metros, estaba el cine en que vio sus primeras películas, el Midwood, que tomaba el nombre de la zona en la que estaba ubicado. Pero nuevamente hemos llegado tarde. El cine ya no está, y en cambio nos encontramos con un gran rótulo que dice brooklyn eyes surgery center, o sea, una clínica para operarse de la vista. Pero paradójicamente ya no hay películas que ver.
«Antes había unos veinticinco cines alrededor de mi casa, pero ya no queda prácticamente ninguno. Algunos domingos mis padres me llevaban a Manhattan, era un viaje de una media hora en el metro que nos dejaba en Times Square. Y aquello sí que era impresionante, cines y teatros en cada puerta, en cada esquina. Nunca había visto nada igual.»

Vaya por delante que Woody Allen no está de acuerdo con el título de este libro:
"¿Un genio yo? Entonces qué son Shakespeare, Mozart o Einstein. No, no, yo sólo soy un humorista de Brooklyn que ha tenido mucha suerte en la vida."







Por el 80° cumpleaños de Woody Allen, el español Natalio Grueso escribió un libro cómplice sobre su amigo cineasta. "El último genio ":  Natalio Grueso Editorial: Penguin Random House












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