No fue Lee Harvey Oswald
Patricio Pron
Jack Ruby disparó a Lee Harvey Oswald dos días después de que este abatiera al Presidente Kennedy.
Todo el mundo sabe que los
atentados en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fueron perpetrados por
los servicios secretos estadounidenses, pero resulta difícil averiguar quién es
ese “todo el mundo” y, más aún, a qué se denomina aquí “saber”. En un libro
publicado recientemente, el filósofo alemán Karl Hepfer se
pregunta ambas cosas en relación al auge de las teorías conspirativas en
Europa, y responde que se trata de “modelos de interpretación de la realidad
simplificados”, intentos de regresar a un estadio anterior de nuestra cultura
en el que la realidad supuestamente era sencilla de comprender, y los actores,
buenos o malos. Así, el presidente norteamericano John F. Kennedy (bueno) no
habría sido asesinado por un paranoico llamado Lee Harvey Oswald, sino en
realidad por la mafia, por el Gobierno cubano o por el vicepresidente Lyndon B.
Johnson (malos), según las versiones.
El libro
de Hepfer, Teorías conspirativas: Una crítica filosófica de la sinrazón (Transcript),
presenta, sin embargo, algunos problemas. Uno es que soslaya el hecho de que la
nostalgia de un mundo más “simple” de comprender y el consiguiente auge de las
teorías conspirativas, no son algo reciente. En el año 64, por ejemplo, un gran
incendio en Roma fue atribuido a los cristianos para justificar su persecución.
En 1312, el rey francés Felipe IV acusó de prácticas heréticas y sodomía a los
templarios para eximirse del pago de una importante deuda económica que había
contraído con ellos.
Durante la Edad Media, se acusó a los judíos de beber la
sangre de niños cristianos y de envenenar las fuentes para desatar la peste.
Más adelante casi todo acontecimiento político de relevancia fue atribuido a
una conspiración de alguna índole. Así, la disolución de la orden jesuitica
habría sido la respuesta a un supuesto intento de asesinato de la reina de
Inglaterra para reinstaurar el catolicismo; detrás de la Revolución Francesa y el auge de los nacionalismos
habrían estado masones e Illuminati; y la derrota alemana en la I Guerra
Mundial habría sido producto una conspiración de socialdemócratas y judíos.
También la Revolución Rusa, la propagación del VIH-Sida y la crisis de los refugiados
tendrían una trama secreta. Para el historiador alemán Dieter Groh las teorías
conspirativas serían, en ese sentido, una “constante antropológica” a lo largo
de la Historia.
El otro problema del libro de
Hepfer es que sostiene que las teorías conspirativas serían un modelo
simplificado de interpretación de la realidad, un argumento que la complejidad
de ciertas teorías parece desmentir. Piénsese, por ejemplo, en las del
británico David Icke, quien afirma
que el mundo estaría siendo controlado por una alianza de judíos e Illuminati,
los cuales serían extraterrestres “reptiloides” dirigidos por la familia
Rothschild. Esta teoría no sólo es absurda —una afirmación que se enfrenta a la
popularidad de su autor y de los foros dedicados a su trabajo—, sino también
extremadamente complicada. ¿No es más sencillo pensar que son la desigualdad
económica y política y la concentración de poder los responsables de las
catástrofes del presente?
Naturalmente, la respuesta es que
no. Las teorías conspirativas proponen (a pesar de su complejidad) un modelo de
interpretación más simple y más atractivo de la realidad para ciertas personas
porque articulan procesos económicos, políticos y demográficos simultáneos y de
gran complejidad en un relato coherente. Vivimos, sostiene Hepfner, en el mundo
del “Logos destruido”. Y esto equivale a decir, como hace el británico John
Higgs en su excelente Historia
alternativa del siglo XX: "Más extraño de lo que cabe imaginar" (Taurus), que
vivimos en una realidad desasosegante en la que —al menos desde la Teoría de la
Relatividad— debemos aceptar que estamos imposibilitados para ofrecer una
explicación racional, absoluta y libre de paradojas de cómo funciona el mundo.
En ese sentido, el auge de las
teorías conspirativas no sólo se apoyaría en una intencionalidad deliberada
—como la que llevó recientemente a que, en el marco de las elecciones
españolas, regresasen las teorías conspirativas acerca de los hechos trágicos
del 11 de marzo de 2004 en ciertas televisiones—, sino en la necesidad humana
—la “constante antropológica” de Groh— de articular los hechos en series y
estas series en relatos, como pondría también de manifiesto la popularidad de
las ucronías literarias en las que se especula con la pregunta acerca de qué
habría pasado si, por ejemplo, Alemania hubiese ganado la II Guerra Mundial.
Existe, por supuesto, una
diferencia entre especular literariamente con la posibilidad de un triunfo
nacionalsocialista en 1945 —lo hicieron Philip K. Dick y Philip
Roth, entre muchos otros— y creer que ese triunfo tuvo lugar, efectivamente
y de forma secreta, por ejemplo, a través de la influencia que las empresas
alemanas ejercen en la economía mundial. Pero esa diferencia sólo existe en
relación con lo que hacemos con ambos tipos de relatos. Los dos comparten, sin
embargo, un fondo de miedo y de perplejidad.
Si las teorías conspirativas
funcionan, lo hacen debido a ese fondo común, como prueban la popularización
tímida pero constante en la Red de versiones conspirativas de lo sucedido en París el 13 de noviembre de
este año. Son la dificultad de comprender que alguien pueda desplazarse armado
por una ciudad como París y el miedo a que todo ello se repita, en la capital
francesa o en cualquier otra parte, los que impulsan la creación anónima de
explicaciones que a muchos no les parecen más implausibles que las que ofrecen
la prensa y el Gobierno.
Bajo la
impresión de hechos conmovedores —el asesinato de un presidente, por ejemplo—
es más fácil creer en una conspiración antes que en la acción individual. Lo
que las teorías de este tipo evidencian es que lo primero que se pierde bajo
esa impresión es la capacidad del individuo de formarse un juicio crítico: es
bueno pensar que ese juicio podría ser estimulado con más y mejor educación.
Pero esto también es discutible, como pone de manifiesto la proliferación de
teorías conspirativas durante el siglo XX.
A ese siglo, nos recuerda Higgs, le
debemos dos neologismos que lo describen bien, “racismo” y “genocidio”, y es
nuestra responsabilidad individual en relación con ambos lo que explica el auge
de la teoría conspirativa, que permite que los “malos” sean, por una vez, los
otros.
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