Me niego a ser un robot del culto al "Me gusta"
Bret Easton Ellis*
En un episodio reciente de “South
Park”, Cartman y otros personajes fascinados con Yelp, la aplicación que
permite a los usuarios calificar y hacer reseñas de restaurantes, les recuerdan
a los maîtres y mozos que publicarán críticas de sus platos. Estos yelpers
amenazan con darle a los establecimientos solo una estrella de un total de
cinco si no los complacen ni hacen exactamente lo que dicen. Los restaurantes
sienten que no les queda más remedio que complacer a los yelpers, quienes se
aprovechan de su poder para pedir platos gratis y hacer sugerencias, como
mejorar la iluminación.
El personal del restaurante lo
tolera todo, cada vez con mayor frustración y enojo (incluso, en algún momento,
comparan a los críticos de Yelp con el Estado Islámico) hasta que ambas partes
hacen una tregua. No obstante, sin que los yelpers lo sepan, los restaurantes
deciden vengarse y contaminan los platos que les sirven con todos los fluidos
corporales que se puedan imaginar.
La idea central del capítulo es
que hoy todo el mundo se cree crítico profesional, aunque no tienen ni idea de
lo que escriben. Pero también es un comentario desalentador sobre lo que
se conoce como la "economía de la reputación".
Al mostrar cómo los restaurantes
se vengan de los yelpers, el episodio hace referencia al hecho de que los
servicios también califican a los consumidores, lo cual da pie a preguntas
como: ¿qué hacemos con la forma en que nos presentamos en línea y en las redes
sociales? y ¿cómo se definen los individuos dentro de una cultura corporativa
en expansión?
La idea de que todos nos creemos
especialistas con una voz digna de ser escuchada, en realidad, le ha restado
significado a nuestra voz. Y todo lo que hacemos es ponernos en la mira para
que nos vendan objetos, nos cataloguen y procesen nuestros datos. Pero este es
el desenlace lógico de la democratización de la cultura y el temido culto a la
inclusión, que insiste en que todos debemos caber en el mismo molde de
regulación corporativa: un mandato que dicta cómo debemos expresarnos y
comportarnos.
La mayoría de la gente de cierta
edad tal vez lo notó la primera vez que se unió a las filas de la corporación
Facebook, la cual tiene sus propias reglas sobre la expresión de las opiniones
y la sexualidad. Facebook alentó a sus usuarios a que dijeran "Me gusta" y,
como era una plataforma donde mucha gente se definía por primera vez en las
redes sociales, el impulso fue seguir la máxima de Facebook y presentar un
retrato idealizado de sus vidas: más amable, amigable y aburrido.
La expansión del culto al “Me
gusta” y la temida idea de poder “identificarse con el otro” nos redujeron a
una suerte de Naranja Mecánica esterilizada, atados al statu quo corporativo. Para ser aceptados tenemos que seguir el código moral
optimista en el que todo nos debe gustar, se debe respetar la voz de todos y
quien emita una opinión negativa (un “No me gusta”) debe ser eliminado de la
conversación. Todo aquel que se resiste al pensamiento colectivo es humillado
sin misericordia. El presunto trol recibe dosis absurdas de incentivación, a
tal grado que la “ofensa” original llega a parecer insulsa.
Desde que me publicaron, a los 21
años, he sido calificado y reseñado, así que este entorno me resulta natural.
Mi reputación se basa en el número de críticos a los que les gustó o les
disgustó mi libro. Así son las cosas y está bien… creo. He recibido tantos “Me
gusta” como “No me gusta” y todo ha estado bien porque no me lo tomo como algo
personal.
Una crítica negativa nunca ha
cambiado mi manera de escribir ni los temas que quiero explorar, sin
importar cuán ofendidos puedan sentirse los lectores por mis descripciones de
la violencia o la sexualidad. Eso no me costó trabajo porque pertenezco a la
Generación X que rechaza (o más bien ignora) el statu quo.
Fui blanco del pensamiento
corporativo cuando la compañía propietaria de mi casa editorial decidió que no
le gustaba una novela que me habían encargado y se negó a publicarla al alegar
cuestiones de “gusto” (pude haberlos demandado, pero a otro editor le gustó mi
libro y lo publicó). Fue una época siniestra para las artes: un conglomerado
decidía qué se publicaba y qué no; además, había fuertes protestas y peleas de
cada lado de la trinchera.
Pero de eso se trataba la
cultura: la gente podía tener opiniones diferentes y debatir con racionalidad. Podías
estar en desacuerdo y aquello no sólo era la norma, sino que además era
interesante. Se trataba de un debate. Eran tiempos en los que uno podía ser
dogmático -y sí, un crítico inquisitivo y razonable- sin ser considerado un
trol.
Ahora todos estamos acostumbrados
a calificar películas, restaurantes, libros, incluso médicos, y solemos hacer
reseñas positivas porque, en serio, ¿quién quiere parecer un hater? Pero en
estos tiempos los servicios también nos califican, cada vez con mayor
frecuencia. Las empresas de economía compartida, como Uber y Airbnb, califican
a sus clientes y evitan a los que no pasan la prueba. Las opiniones y críticas
son bidireccionales y hacen que a mucha gente le preocupe no estar a la altura.
¿La economía de la reputación le
pondrá fin a la cultura de la humillación? ¿O la blandengue cultura corporativa
de protegerse dando “Me gusta” a todo (de fingir ser amable sólo para ser
aceptado en la manada) crecerá más fuerte que nunca? ¿Hay que hacer más
críticas positivas para recibir una a cambio? En lugar de aceptar la verdadera
naturaleza contradictoria de los seres humanos, con todos sus sesgos e
imperfecciones, continúa el proceso que busca transformarnos en virtuosos
robots. A su vez, esto nos ha llevado a concebir la espantosa idea de la
gestión de la reputación, que es un floreciente negocio en el que se
contrata a una compañía para darle forma a una versión nuestra que le guste a
la gente con la que puedan identificarse.
La gestión de la reputación
tiene que ver con engañar al sistema. Es una forma de engaño, un intento de
borrar la subjetividad y la evaluación mediante la intuición, y basta con pagar
por ello. En última instancia, la economía de la reputación consiste en hacer
dinero. Nos insta a conformarnos con la tibieza de la cultura corporativa y nos
hace estar a la defensiva cuando retocamos nuestro imperfecto ser para
vendernos y para que nos vendan cosas.
¿Quién quiere compartir un viaje
en auto, una casa o un médico con alguien que no tiene una buena reputación on
line? La economía de la reputación depende de que todos mantengamos una
actitud conservadora y práctica a todas luces: mantén la boca cerrada y la
falda larga, sé modesto y guárdate tu opinión. Este es un ejemplo más del
ablandamiento de la cultura y, sin embargo, la imposición del pensamiento
colectivo sólo ha aumentado nuestra ansiedad y paranoia, porque la gente que acepta
la economía de la reputación es, por supuesto, la más temerosa.
¿Qué tal si pierden lo que se ha
convertido en su activo más valioso? La aceptación de esto es un ominoso
recordatorio de la desesperada situación económica de las personas. Al parecer,
las únicas herramientas que existen para remontar la escalera económica son sus
reputaciones optimistas que brillan de limpias, lo cual sólo hace que se
preocupen más por su necesidad de gustarle a los demás.
El empoderamiento no viene de que
nos guste esto o aquello, sino de ser fieles a nuestra caótica naturaleza
contradictoria. La exhibición de nuestros activos más halagadores tiene
límites porque sin importar lo genuinos y auténticos que seamos no hacemos más
que seguir fabricando un constructo, sin importar lo inexacto que pueda ser. Lo
que se elimina en la economía de la reputación son las contradicciones
inherentes a todos nosotros. Quienes exponemos nuestros defectos e
inconsistencias nos volvemos aterradores para los demás; somos aquellos a los
que hay que evitar. Y así surge un mundo como el del filme “Invasion of
the Body Snatchers” (1956), repleto de conformidad y censura, que borra a los
obstinados y dogmáticos para encasillar a la gente en un ideal. Ni qué decir de
los negativos o los difíciles. ¿Quién quiere sólo eso? Pero, ¿qué pasa si los
negativos y los difíciles vienen unidos a los genuinamente interesantes, los
convincentes, los extraordinarios? Este es el verdadero delito que comete la
cultura de la reputación: aplastar la pasión y acabar con el individuo.
*Bret Easton Ellis, autor de "Psicópata americano", reflexiona sobre la economía de la reputación en las redes sociales.
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