viernes, 22 de abril de 2016

ROBOTS...




Me niego a ser un robot del culto al "Me gusta"



Bret Easton Ellis*










En un episodio reciente de “South Park”, Cartman y otros personajes fascinados con Yelp, la aplicación que permite a los usuarios calificar y hacer reseñas de restaurantes, les recuerdan a los maîtres y mozos que publicarán críticas de sus platos. Estos yelpers amenazan con darle a los establecimientos solo una estrella de un total de cinco si no los complacen ni hacen exactamente lo que dicen. Los restaurantes sienten que no les queda más remedio que complacer a los yelpers, quienes se aprovechan de su poder para pedir platos gratis y hacer sugerencias, como mejorar la iluminación.
El personal del restaurante lo tolera todo, cada vez con mayor frustración y enojo (incluso, en algún momento, comparan a los críticos de Yelp con el Estado Islámico) hasta que ambas partes hacen una tregua. No obstante, sin que los yelpers lo sepan, los restaurantes deciden vengarse y contaminan los platos que les sirven con todos los fluidos corporales que se puedan imaginar.
La idea central del capítulo es que hoy todo el mundo se cree crítico profesional, aunque no tienen ni idea de lo que escriben. Pero también es un comentario desalentador sobre lo que se conoce como la "economía de la reputación".
Al mostrar cómo los restaurantes se vengan de los yelpers, el episodio hace referencia al hecho de que los servicios también califican a los consumidores, lo cual da pie a preguntas como: ¿qué hacemos con la forma en que nos presentamos en línea y en las redes sociales? y ¿cómo se definen los individuos dentro de una cultura corporativa en expansión?

La idea de que todos nos creemos especialistas con una voz digna de ser escuchada, en realidad, le ha restado significado a nuestra voz. Y todo lo que hacemos es ponernos en la mira para que nos vendan objetos, nos cataloguen y procesen nuestros datos. Pero este es el desenlace lógico de la democratización de la cultura y el temido culto a la inclusión, que insiste en que todos debemos caber en el mismo molde de regulación corporativa: un mandato que dicta cómo debemos expresarnos y comportarnos.
La mayoría de la gente de cierta edad tal vez lo notó la primera vez que se unió a las filas de la corporación Facebook, la cual tiene sus propias reglas sobre la expresión de las opiniones y la sexualidad. Facebook alentó a sus usuarios a que dijeran "Me gusta" y, como era una plataforma donde mucha gente se definía por primera vez en las redes sociales, el impulso fue seguir la máxima de Facebook y presentar un retrato idealizado de sus vidas: más amable, amigable y aburrido.
La expansión del culto al “Me gusta” y la temida idea de poder “identificarse con el otro” nos redujeron a una suerte de Naranja Mecánica esterilizada, atados al statu quo corporativo. Para ser aceptados tenemos que seguir el código moral optimista en el que todo nos debe gustar, se debe respetar la voz de todos y quien emita una opinión negativa (un “No me gusta”) debe ser eliminado de la conversación. Todo aquel que se resiste al pensamiento colectivo es humillado sin misericordia. El presunto trol recibe dosis absurdas de incentivación, a tal grado que la “ofensa” original llega a parecer insulsa.


Desde que me publicaron, a los 21 años, he sido calificado y reseñado, así que este entorno me resulta natural. Mi reputación se basa en el número de críticos a los que les gustó o les disgustó mi libro. Así son las cosas y está bien… creo. He recibido tantos “Me gusta” como “No me gusta” y todo ha estado bien porque no me lo tomo como algo personal.
Una crítica negativa nunca ha cambiado mi manera de escribir ni los temas que quiero explorar, sin importar cuán ofendidos puedan sentirse los lectores por mis descripciones de la violencia o la sexualidad. Eso no me costó trabajo porque pertenezco a la Generación X que rechaza (o más bien ignora) el statu quo.
Fui blanco del pensamiento corporativo cuando la compañía propietaria de mi casa editorial decidió que no le gustaba una novela que me habían encargado y se negó a publicarla al alegar cuestiones de “gusto” (pude haberlos demandado, pero a otro editor le gustó mi libro y lo publicó). Fue una época siniestra para las artes: un conglomerado decidía qué se publicaba y qué no; además, había fuertes protestas y peleas de cada lado de la trinchera.
Pero de eso se trataba la cultura: la gente podía tener opiniones diferentes y debatir con racionalidad. Podías estar en desacuerdo y aquello no sólo era la norma, sino que además era interesante. Se trataba de un debate. Eran tiempos en los que uno podía ser dogmático -y sí, un crítico inquisitivo y razonable- sin ser considerado un trol.
Ahora todos estamos acostumbrados a calificar películas, restaurantes, libros, incluso médicos, y solemos hacer reseñas positivas porque, en serio, ¿quién quiere parecer un hater? Pero en estos tiempos los servicios también nos califican, cada vez con mayor frecuencia. Las empresas de economía compartida, como Uber y Airbnb, califican a sus clientes y evitan a los que no pasan la prueba. Las opiniones y críticas son bidireccionales y hacen que a mucha gente le preocupe no estar a la altura.
¿La economía de la reputación le pondrá fin a la cultura de la humillación? ¿O la blandengue cultura corporativa de protegerse dando “Me gusta” a todo (de fingir ser amable sólo para ser aceptado en la manada) crecerá más fuerte que nunca? ¿Hay que hacer más críticas positivas para recibir una a cambio? En lugar de aceptar la verdadera naturaleza contradictoria de los seres humanos, con todos sus sesgos e imperfecciones, continúa el proceso que busca transformarnos en virtuosos robots. A su vez, esto nos ha llevado a concebir la espantosa idea de la gestión de la reputación, que es un floreciente negocio en el que se contrata a una compañía para darle forma a una versión nuestra que le guste a la gente con la que puedan identificarse.
​La gestión de la reputación tiene que ver con engañar al sistema. Es una forma de engaño, un intento de borrar la subjetividad y la evaluación mediante la intuición, y basta con pagar por ello. En última instancia, la economía de la reputación consiste en hacer dinero. Nos insta a conformarnos con la tibieza de la cultura corporativa y nos hace estar a la defensiva cuando retocamos nuestro imperfecto ser para vendernos y para que nos vendan cosas.
¿Quién quiere compartir un viaje en auto, una casa o un médico con alguien que no tiene una buena reputación on line? La economía de la reputación depende de que todos mantengamos una actitud conservadora y práctica a todas luces: mantén la boca cerrada y la falda larga, sé modesto y guárdate tu opinión. Este es un ejemplo más del ablandamiento de la cultura y, sin embargo, la imposición del pensamiento colectivo sólo ha aumentado nuestra ansiedad y paranoia, porque la gente que acepta la economía de la reputación es, por supuesto, la más temerosa.
¿Qué tal si pierden lo que se ha convertido en su activo más valioso? La aceptación de esto es un ominoso recordatorio de la desesperada situación económica de las personas. Al parecer, las únicas herramientas que existen para remontar la escalera económica son sus reputaciones optimistas que brillan de limpias, lo cual sólo hace que se preocupen más por su necesidad de gustarle a los demás.
El empoderamiento no viene de que nos guste esto o aquello,  sino de ser fieles a nuestra caótica naturaleza contradictoria. La exhibición de nuestros activos más halagadores tiene límites porque sin importar lo genuinos y auténticos que seamos no hacemos más que seguir fabricando un constructo, sin importar lo inexacto que pueda ser. Lo que se elimina en la economía de la reputación son las contradicciones inherentes a todos nosotros. Quienes exponemos nuestros defectos e inconsistencias nos volvemos aterradores para los demás; somos aquellos a los que hay que evitar. Y así surge un mundo como el del filme “Invasion of the Body Snatchers” (1956), repleto de conformidad y censura, que borra a los obstinados y dogmáticos para encasillar a la gente en un ideal. Ni qué decir de los negativos o los difíciles. ¿Quién quiere sólo eso? Pero, ¿qué pasa si los negativos y los difíciles vienen unidos a los genuinamente interesantes, los convincentes, los extraordinarios? Este es el verdadero delito que comete la cultura de la reputación: aplastar la pasión y acabar con el individuo.





*Bret Easton Ellis, autor de "Psicópata americano", reflexiona sobre la economía de la reputación en las redes sociales.








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