Un alto en el camino
Mario Vargas Llosa
Imagen : FERNANDO VICENTE
Cumplir ochenta años no tiene
mérito alguno, en nuestros días cualquiera que no haya maltratado excesivamente
su organismo con alcohol, tabaco y drogas lo consigue. Pero tal vez sea una
buena ocasión para hacer un alto en el camino y, antes de reanudar la
cabalgata, mirar atrás.
Lo que yo veo son historias,
muchísimas, las que me contaron, las que viví, leí, inventé y escribí. Las más
antiguas, sin duda, son aquellas que me contaban en Cochabamba la abuelita
Carmen y la Mamaé para que fuera tomando la sopa y no me volviera tuberculoso.
La tisis era el gran cuco de la época, como lo sería décadas después el sida,
al que, ahora, la medicina también ha conseguido domesticar. Pero de cuando en
cuando se desatan todavía las pestes medievales que asolan el África, como para
recordarnos de vez en cuando que es imposible enterrar del todo el pasado: lo
llevamos a cuestas, nos guste o no.
He conocido en mi larga vida
muchas personas interesantes, pero, la verdad, ninguna está tan viva en mi
memoria como ciertos personajes literarios a los que el tiempo, en vez de
borrar, revitaliza. Por ejemplo, de mi infancia cochabambina recuerdo con más
nitidez a Guillermo y a su abuelito, a los tres mosqueteros que eran cuatro
—D’Artagnan, Athos, Portos y Aramís—, a Nostradamus y a su hijo y a Lagardère
que a mis compañeros del Colegio de la Salle donde, en la clase del hermano
Justiniano, aprendí a leer (maravilla de las maravillas).
Algo parecido me pasa cuando
recuerdo mis años adolescentes de Piura y de Lima, donde no hay ser viviente
que esté tan vivo en mi memoria como el Jean Valjean de Los miserables cuya
trágica peripecia —largos años de cárcel por haber robado un pan— me estremecía
de indignación, así como la generosidad de Gisors, el activista de La
condición humana que regala su arsénico a dos jóvenes muertos de pavor de
que los echen vivos a una caldera y acepta esta muerte atroz, me sigue
conmoviendo como la primera vez que leí esa extraordinaria novela.
Es
difícil decir la inmensa felicidad y riqueza de sentimientos y de fantasía que
me han dado —que me siguen dando— los buenos libros que he leído. Nada me
apacigua más cuando estoy en ascuas o me levanta el espíritu si me siento
deprimido que una buena lectura (o relectura). Todavía recuerdo la fascinación
maravillada con que leí las novelas de Faulkner, los cuentos de Borges y de
Cortázar, el universo chisporroteante de Tolstói, las aventuras y desventuras
del Quijote, los ensayos de Sartre y de Camus, y los de Edmund Wilson, sobre
todo esa obra maestra que es To the Finland Station que he leído de
principio a fin por lo menos tres veces. Lo mismo podría decir de las sagas de
Balzac, de Dickens, de Zola, de Dostoiesvki, y el difícil desafío intelectual
que fue poder llegar a gozar con Proust y con Joyce (aunque nunca conseguí leer
el indescifrable Finnegans Wake).
Quiero dedicar un párrafo aparte
a Flaubert, el más querido de los autores. Nunca olvidaré aquel día, recién
llegado a París en el verano de 1959, en que compré en La Joie de Lire, de la
rue Saint-Séverin, aquel ejemplar de Madame Bovary, que me tuvo hechizado
toda una noche, leyendo sin parar. A Flaubert le debo no sólo el placer que me
depararon sus novelas y cuentos, y su formidable correspondencia. Le debo,
sobre todo, haberme enseñado el escritor que quería ser, el género de
literatura que correspondía a mi sensibilidad, a mis traumas y a mis sueños. Es
decir, una literatura que, siendo realista, sería también obsesivamente
cuidadosa de la forma, de la escritura y la estructura, de la organización de
la trama, de los puntos de vista, de la invención del narrador y del tiempo
narrativo. Y haberme mostrado con su ejemplo que si uno no nacía con el talento
de los genios, podía fabricarse al menos un sucedáneo a base de terquedad,
perseverancia y esfuerzo.
Había mucho de locura en querer
ser escritor en el Perú de los años cincuenta, en que yo crecí y descubrí mi
vocación. Hubiera sido imposible que lo consiguiera sin la ayuda de algunas
personas generosas, como el tío Lucho y el abuelo Pedro. Y más tarde, en
España, sin el aliento de Carlos Barral, que movió cielo y tierra para poder
publicar La ciudad y los perros, salvando el escollo de la severa censura de
entonces. Y de Carmen Balcells, que hizo esfuerzos denodados para que mis
libros se tradujeran y vendieran a fin de que yo pudiera —algo que siempre creí
imposible— vivir de mi trabajo de escritor. Lo conseguí y todavía me asombra
saber que puedo ganarme la vida haciendo lo que más me gusta, lo que pagaría
por hacer: escribir y leer.
Ya se ha dicho todo sobre esa
misteriosa operación que consiste en inventar historias y fraguarlas de tal
manera valiéndose de las palabras para que parezcan verdaderas y lleguen a los
lectores y los hagan llorar y reír, sufrir gozando y gozar sufriendo, es decir
—resumiendo— vivir más y mejor gracias a la literatura.
Escribí mis primeros cuentos
cuando tenía quince años, hace por lo menos sesenta y cinco. Y sigue
pareciéndome un proceso enigmático, incontrolable, fantástico, de raíces que se
hunden en lo más profundo del inconsciente. ¿Por qué hay ciertas experiencias
—oídas, vividas o leídas— que de pronto me sugieren una historia, algo que poco
a poco se va volviendo obsesivo, urgente, perentorio? Nunca sé por qué hay
algunas vivencias que se vuelven exigencias para fantasear una historia, que me
provocan un desasosiego y ansiedad que sólo se aplacan cuando aquella va
surgiendo, siempre con sorpresas y derivas imprevisibles, como si uno fuera
apenas un intermediario, un correveidile, el transmisor de una fantasía que
viene de alguna ignota región del espíritu y luego se emancipa de su supuesto
autor y se va a vivir su propia vida. Escribir ficciones es una operación
extraña pero apasionante e impagable en la que uno aprende mucho sobre sí mismo
y a veces se asusta descubriendo los fantasmas y aparecidos que emergen de las
catacumbas de su personalidad para convertirse en personajes.
“Escribir es una manera de
vivir”, dijo Flaubert, con muchísima razón. No se escribe para vivir, aunque
uno se gane la vida escribiendo. Se vive para escribir, más bien, porque el
escritor de vocación seguirá escribiendo aunque tenga muy pocos lectores o sea
víctima de injusticias tan monstruosas como las que experimentó Lampedusa, cuya
obra maestra absoluta, El Gatopardo, la mejor novela italiana del
siglo XX y una de las más sutiles y elegantes que se hayan escrito, fuera
rechazada por siete editores y él se muriera creyendo que había fracasado como
escribidor. La historia de la literatura está llena de estas injusticias, como
que el primer premio Nobel de literatura se lo dieron los académicos suecos al
olvidado y olvidable Sully Prudhomme en vez de Tolstói, que era el otro
finalista.
Quizás sea un poco optimista
hablar del futuro cuando se cumplen ochenta años. Me atrevo sin embargo a hacer
un pronóstico sobre mí mismo; no sé qué cosas me puedan ocurrir, pero de una sí
estoy seguro: a menos de volverme totalmente idiota, en lo que me quede de vida
seguiré empecinadamente leyendo y escribiendo hasta el final.
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© Mario Vargas Llosa, 2016.
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