jueves, 21 de abril de 2016

MI CORAZÓN, TU CORAZÓN




Corazones que piensan

Rosa Montero







Imagen:  Istvan Sandorfi 




El físico argentino Alberto Rojo publicó hace un tiempo un interesante artículo en el periódico La Nación sobre ciencia y religión. Aunque Alberto es agnóstico, firma el escrito con el teólogo Ignacio Silva. Es un texto sin complejos ni prejuicios que bucea en los confines del conocimiento y en el enorme misterio de lo que somos. Por cierto que ofrecen un dato espeluznante: según una encuesta Gallup de 2012, el 42% de los estadounidenses están convencidos de que Dios creó al ser humano tal y como viene en la Biblia, de golpe y de la nada, ya saben, el cuento del barro y de la costillita, y que todo esto sucedió hace exactamente 10.000 años. Con lo cual se pasan por el forro de las neuronas (deben de tener pocas, de todas maneras) las irrefutables y numerosísimas pruebas científicas.
La historia del ser humano es la historia del conflicto entre ese hálito intangible y la prisión del cuerpo.

De modo que estos necios no sólo niegan los cientos de miles de años de evolución de los homínidos, sino que además ni siquiera tienen en cuenta que hay pinturas rupestres con cerca de 40.000 años de antigüedad. Y los seres humanos que hicieron esos dibujos ya eran exactamente iguales a nosotros. Más sucios y sin teléfonos móviles, pero iguales. Tanta estulticia a estas alturas del siglo XXI no está demasiado lejos del fanatismo de los talibanes, y sin embargo son casi la mitad de la población de Estados Unidos: asusta un poco. Los católicos lo tienen un poco mejor. Juan Pablo II, explican en el artículo, reconoció en 1996 que la teoría de la evolución no era una hipótesis sino algo plenamente aceptado por la ciencia, y resolvió el conflicto para los creyentes diciendo que el cuerpo fue cambiando por medio de procesos naturales, hasta que llegó Dios y le dio el alma.
Y aquí abandono el texto de Rojo y Silva porque nos hemos topado con algo enorme y esencial: ese aliento de consciencia que nos anima. 

Los humanos nos hemos preguntado desde el principio de los tiempos qué es lo que de verdad nos hace humanos, qué nos convierte en individuos, dónde reside el yo dentro de nuestro cuerpo. Más o menos entendemos cómo es nuestra realidad física, el mapa de los huesos, el laberinto de los tendones, el flujo de la circulación, el funcionamiento del sistema digestivo. Nuestro cuerpo es un gran mecano, maravilloso, espectacular y mágico, pero de alguna manera podemos asumirlo. La cuestión verdaderamente peliaguda es: dentro de ese maremágnum de células afanosas, en medio de ese prodigioso tinglado de carne y sangre y huesos, ¿dónde demonios estamos nosotros? ¿Dónde reside y qué es eso que algunos llaman alma, o espíritu, o conciencia, o… qué?
La historia del ser humano es la historia del conflicto entre ese hálito intangible y la prisión del cuerpo. Las religiones han usado cilicios, ayunos, sacrificios para domar la carne; o, por el contrario, han mitificado la carnalidad para llegar al alma, como en el tantrismo y su uso litúrgico del sexo. En cualquier caso, nos es muy difícil no experimentar cierta sensación de extrañamiento con el cuerpo. Nuestro organismo es el misterioso universo dentro del que nos ha tocado vivir toda nuestra vida.
Tradicionalmente se creía que el yo, el alma, la conciencia, estaba en el corazón; eso pensaban en el Antiguo Egipto; eso decía Aristóteles. Así se creyó también en la Edad Media. La clásica imagen de Jesús mostrando su corazón revela el papel central que se le adjudicaba a esta víscera dentro de la construcción de lo que somos. De hecho, en épocas modernas hemos seguido sintiéndolo así, especialmente en lo que se refiere a nuestros sentimientos, a nuestras emociones, al amor. Hablamos de que nos duele el corazón cuando sentimos pena, o nos tocamos el pecho para indicar afecto o si algo nos hiere repentinamente. Como si el centro de nuestra intimidad, de nuestro yo, estuviera ahí. Pero, con el tiempo, la ciencia fue otorgando al cerebro el predominio absoluto dentro de nuestro cuerpo. En esa masa gelatinosa y grasienta, en sus reacciones eléctricas y en su sopa bioquímica residía todo, nos dijeron. La inteligencia, las emociones, la razón, el yo. Todo lo demás no era sino un mito.

Sin embargo, diversos estudios realizados en los últimos años han descubierto algo extraordinario: el corazón tiene neuronas, decenas de miles de neuronas idénticas a las del cerebro. De hecho, del 60% al 65% de las células del corazón son células nerviosas, y funcionan exactamente igual que las cerebrales, supervisando y controlando los procesos de nuestro organismo e influyendo en las estructuras cognitivas del cerebro. O sea que pensamos también con el corazón; y parte de nuestro yo esquivo reside ahí, como siempre supimos intuitivamente. Todo esto demuestra, una vez más, cuántas veces podemos equivocarnos y cuantísimo nos falta por saber. Lo cual es estremecedor pero fascinante.








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