viernes, 16 de noviembre de 2018

PANDEMIAS




Pandemias

 Marta Rebón 

















Hace un siglo, una pandemia de gripe cambió el mundo. Hoy existe una cultura viral donde la estrella son las ‘fake news’, pero disponemos de herramientas para frenar el virus de la mentira


A principios de marzo de 1918 se detectaron los primeros casos de una pandemia que cambió el mundo. Durante los dos años siguientes, en tres oleadas sucesivas, sucumbieron a la denominada gripe española entre cincuenta y cien millones de personas, la mayoría en un lapso de tres meses. El único continente que se salvó fue la Antártida; se registraron casos desde la septentrional Alaska hasta el recóndito archipiélago de Samoa. El virus aprovechó la coyuntura perfecta para mutar a su variante más aniquiladora durante el choque entre imperios, convertido en el escenario ideal para un contagio masivo. 

Aunque la gripe era una conocida visitante cuya sintomatología describió Hipócrates ya en el 412 antes de Cristo, peligrosa por lo general solo para los grupos de riesgo, el subtipo de 1918 pilló a la ciencia de entonces desprevenida, tanto por la rapidez de su difusión como por su elevada mortandad. Según una de las teorías hoy más aceptadas, la calamidad brotó en el corazón de Estados Unidos y luego, desde la Costa Este, viajó a bordo de un barco militar hasta las trincheras del viejo continente. Vía Francia, un ejército de microorganismos de una diezmilésima de milímetro, como si se trataran de los destructivos agentes de una guerra biológica, se propagó por el aire y acabó por infectar a un tercio de la población mundial, cuyo número se vio mermado finalmente en un porcentaje de entre el 2,5% y el 5%. En el futuro, advierte la OMS, azotará otra pandemia gripal, pues es inevitable que así sea en nuestro mundo interconectado, de ciudades superpobladas unidas por tierra, mar y aire. El virus no necesita un gran conflicto bélico para propagarse a gran escala; basta con que un portador se suba a un avión y, en menos de 20 horas, recorra la distancia entre Singapur y Newark o entre Auckland y Doha.

Durante mucho tiempo, los estragos de la gran gripe, la mayor causante de bajas en el beligerante siglo XX, fueron relegados a una nota a pie de página en el relato de la historia reciente, a pesar de estar detrás de algunos giros argumentales decisivos. En El jinetepálido, ensayo de la periodista científica Laura Spinney en el que recopila todo cuanto se sabe sobre “la madre de todas las pandemias”, se señalan varias de esas carambolas: el endurecimiento de las cláusulas del Tratado de Versalles, semilla de la siguiente guerra mundial, debido a la convalecencia del presidente estadounidense; el liderazgo reforzado de Gandhi en la India ante el descontento por la gestión británica de la gripe; la ascensión de Stalin en el escalafón burocrático tras la muerte de un alto cargo atacado por el virus o el origen de la fortuna de Donald Trump, cuya familia invirtió el dinero del seguro de vida del abuelo, también víctima de la enfermedad, en una inmobiliaria.

Gripe y guerra se aliaron, codo con codo, para cebarse especialmente con los jóvenes, que no eran inmunes ni al virus de la primera ni a la idea romántica de la segunda. Sobre la ilusión embriagadora de los soldados de esta contienda, crédulos ante el sueño de un futuro mejor, escribió Stefan Zweig en El mundo de ayer, su autobiografía póstuma. La buena salud depende de la memoria inmunitaria, que permite al cuerpo dar una respuesta mejor cuando se enfrenta de nuevo a un mismo patógeno. Los soldados de 1914, sin anticuerpos contra el belicismo después de casi medio siglo de paz, contagiados del ambiente festivo que reinaba en las calles, cantaban alegres en los trenes que los conducían al matadero. Al temor hacia los extranjeros, que Zweig consideró la primera epidemia de la posguerra, el escritor vienés contrapuso el humanismo paneuropeo y el ideal cosmopolita. De hecho, que la gripe pasara a conocerse como “española” se debe a ese viejo y arraigado prejuicio de que quien viene de fuera es el portador del mal. En la prensa de España, país neutral, se debatieron abiertamente los pormenores de la alerta sanitaria; de ahí que, más allá de sus fronteras, donde los periódicos sí estaban sujetos a la censura, erróneamente se creyera que el paciente cero provenía de la península Ibérica. En nuestro país, en cambio, se le dio el sobrenombre de “el soldado de Nápoles”, entre otros.

En el arte y la literatura, por ejemplo, se ha asignado a la gran gripe un papel casi inexistente; aparece solo entre bambalinas, lo cual también favoreció la amnesia que durante décadas rodeó lo ocurrido en 1918. La memoria colectiva se construye con patrones narrativos esquemáticos, y una pandemia encaja mal en ese modelo de representación. El virus no tiene rostro; viaja de polizón sin que se lo pueda detectar, sus zarpazos son aleatorios. La guerra, por el contrario, se acomoda mejor a la estructura narrativa clásica. Las plagas, escribió en La peste Albert Camus, no están hechas a la medida del hombre, que las entiende como una pesadilla que no tardará en pasar. La gripe española no se deslizó en las grandes novelas, sino en la intimidad de las cartas y de los diarios personales: en El cuaderno gris, de Josep Pla, leemos que las familias se dividían para asistir a funerales simultáneos y que la muerte se había convertido en una “rutina administrativa”, o por una carta de John Dos Passos, que contrajo la enfermedad cruzando el Atlántico en un transporte militar, sabemos de la agonía de los accesos de tos, cuya virulencia era capaz de romper las costillas y la musculatura del estómago.


Hoy, la pandemia se ha convertido en una potente metáfora de nuestra cultura viral, en la que las emociones, las noticias falsas y los prejuicios circulan por las plataformas digitales siguiendo un patrón epidemiológico. Un virus, según la definición del premio Nobel Peter Medawar, es un retazo de malas noticias envuelto en proteína. La primera víctima de la cultura viral, al igual que en la guerra, es la verdad. Hace más de medio siglo, Victor Klemperer, en su diario sobre el uso perverso del lenguaje por parte de los nazis, alertaba de las incontables posibilidades de mezclar mentiras en un átomo de verdad; hoy, Timothy Snyder señala que la posverdad es el prefascismo. Si se desdibujan las fronteras entre hecho y ficción, entre verdadero y falso, en realidad no existe ninguna verdad y, por lo tanto, no hay lugar para la confianza.

Un análisis sobre la difusión de noticias en la Red realizado por el MIT demuestra que una fake new tiene un 70% más de probabilidades de ser retuiteada que una noticia fiable, especialmente si es de contenido político, y que no son los bots los que marcan esta tendencia, sino usuarios reales. Lo más parecido a una vacuna universal para esto pasa por un periodismo responsable que fortalezca nuestro sistema inmunitario contra informaciones sesgadas y datos manipulados, siempre que entendamos el periodismo como el arte de identificar y neutralizar una mentira. Algunos gobernantes y candidatos se han tomado muy en serio la voluntad de quebrar esa línea de defensa y les ha funcionado. Otros replican el método, sirviéndose del caldo de cultivo del descontento. Los científicos de 1918 no disponían de microscopios con una potencia óptica capaz de detectar un virus; hoy tenemos herramientas, como consumidores de información, para frenar la pandemia de las mentiras.







Opinión. El País. España.

















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