Pandemias
Hace un siglo, una pandemia de gripe cambió el mundo. Hoy
existe una cultura viral donde la estrella son las ‘fake news’, pero disponemos
de herramientas para frenar el virus de la mentira
A principios de
marzo de 1918 se detectaron los primeros casos de una pandemia que cambió el
mundo. Durante los dos años siguientes, en tres oleadas sucesivas, sucumbieron
a la denominada gripe española entre cincuenta y cien millones de personas, la
mayoría en un lapso de tres meses. El único continente que se salvó fue la
Antártida; se registraron casos desde la septentrional Alaska hasta el
recóndito archipiélago de Samoa. El virus aprovechó la coyuntura perfecta para
mutar a su variante más aniquiladora durante el choque entre imperios,
convertido en el escenario ideal para un contagio masivo.
Aunque la gripe era
una conocida visitante cuya sintomatología describió Hipócrates ya en el 412
antes de Cristo, peligrosa por lo general solo para los grupos de riesgo, el
subtipo de 1918 pilló a la ciencia de entonces desprevenida, tanto por la
rapidez de su difusión como por su elevada mortandad. Según una de las teorías
hoy más aceptadas, la calamidad brotó en el corazón de Estados Unidos y luego,
desde la Costa Este, viajó a bordo de un barco militar hasta las trincheras del
viejo continente. Vía Francia, un ejército de microorganismos de una
diezmilésima de milímetro, como si se trataran de los destructivos agentes de
una guerra biológica, se propagó por el aire y acabó por infectar a un tercio
de la población mundial, cuyo número se vio mermado finalmente en un porcentaje
de entre el 2,5% y el 5%. En el futuro, advierte la OMS, azotará otra pandemia
gripal, pues es inevitable que así sea en nuestro mundo interconectado, de
ciudades superpobladas unidas por tierra, mar y aire. El virus no necesita un
gran conflicto bélico para propagarse a gran escala; basta con que un portador
se suba a un avión y, en menos de 20 horas, recorra la distancia entre Singapur
y Newark o entre Auckland y Doha.
Durante mucho tiempo, los estragos de la gran gripe, la mayor causante
de bajas en el beligerante siglo XX, fueron relegados a una nota a pie de
página en el relato de la historia reciente, a pesar de estar detrás de algunos
giros argumentales decisivos. En El jinetepálido, ensayo de la
periodista científica Laura Spinney en el que recopila todo cuanto se sabe
sobre “la madre de todas las pandemias”, se señalan varias de esas carambolas:
el endurecimiento de las cláusulas del Tratado de Versalles, semilla de la
siguiente guerra mundial, debido a la convalecencia del presidente
estadounidense; el liderazgo reforzado de Gandhi en la India ante el
descontento por la gestión británica de la gripe; la ascensión de Stalin en el
escalafón burocrático tras la muerte de un alto cargo atacado por el virus o el
origen de la fortuna de Donald Trump, cuya familia invirtió el dinero del
seguro de vida del abuelo, también víctima de la enfermedad, en una
inmobiliaria.
Gripe y guerra se aliaron, codo con codo, para cebarse especialmente
con los jóvenes, que no eran inmunes ni al virus de la primera ni a la idea
romántica de la segunda. Sobre la ilusión embriagadora de los soldados de esta
contienda, crédulos ante el sueño de un futuro mejor, escribió Stefan Zweig
en El mundo de ayer, su autobiografía póstuma. La buena salud
depende de la memoria inmunitaria, que permite al cuerpo dar una respuesta
mejor cuando se enfrenta de nuevo a un mismo patógeno. Los soldados de 1914,
sin anticuerpos contra el belicismo después de casi medio siglo de paz,
contagiados del ambiente festivo que reinaba en las calles, cantaban alegres en
los trenes que los conducían al matadero. Al temor hacia los extranjeros, que
Zweig consideró la primera epidemia de la posguerra, el escritor vienés
contrapuso el humanismo paneuropeo y el ideal cosmopolita. De hecho, que la
gripe pasara a conocerse como “española” se debe a ese viejo y arraigado
prejuicio de que quien viene de fuera es el portador del mal. En la prensa de
España, país neutral, se debatieron abiertamente los pormenores de la alerta
sanitaria; de ahí que, más allá de sus fronteras, donde los periódicos sí
estaban sujetos a la censura, erróneamente se creyera que el paciente cero
provenía de la península Ibérica. En nuestro país, en cambio, se le dio el
sobrenombre de “el soldado de Nápoles”, entre otros.
En el arte y la
literatura, por ejemplo, se ha asignado a la gran gripe un papel casi
inexistente; aparece solo entre bambalinas, lo cual también favoreció la
amnesia que durante décadas rodeó lo ocurrido en 1918. La memoria colectiva se
construye con patrones narrativos esquemáticos, y una pandemia encaja mal en
ese modelo de representación. El virus no tiene rostro; viaja de polizón sin
que se lo pueda detectar, sus zarpazos son aleatorios. La guerra, por el
contrario, se acomoda mejor a la estructura narrativa clásica. Las plagas,
escribió en La peste Albert Camus, no están hechas a la medida del hombre,
que las entiende como una pesadilla que no tardará en pasar. La gripe española
no se deslizó en las grandes novelas, sino en la intimidad de las cartas y de
los diarios personales: en El cuaderno gris, de Josep Pla, leemos que
las familias se dividían para asistir a funerales simultáneos y que la muerte
se había convertido en una “rutina administrativa”, o por una carta de John Dos
Passos, que contrajo la enfermedad cruzando el Atlántico en un transporte
militar, sabemos de la agonía de los accesos de tos, cuya virulencia era capaz
de romper las costillas y la musculatura del estómago.
Hoy, la pandemia se ha convertido en una potente metáfora de nuestra
cultura viral, en la que las emociones, las noticias falsas y los prejuicios
circulan por las plataformas digitales siguiendo un patrón epidemiológico. Un
virus, según la definición del premio Nobel Peter Medawar, es un retazo de
malas noticias envuelto en proteína. La primera víctima de la cultura viral, al
igual que en la guerra, es la verdad. Hace más de medio siglo, Victor
Klemperer, en su diario sobre el uso perverso del lenguaje por parte de los
nazis, alertaba de las incontables posibilidades de mezclar mentiras en un
átomo de verdad; hoy, Timothy Snyder señala que la posverdad es el prefascismo.
Si se desdibujan las fronteras entre hecho y ficción, entre verdadero y falso,
en realidad no existe ninguna verdad y, por lo tanto, no hay lugar para la
confianza.
Un análisis sobre
la difusión de noticias en la Red realizado por el MIT demuestra que una fake
new tiene un 70% más de probabilidades de ser retuiteada que una noticia
fiable, especialmente si es de contenido político, y que no son los bots los
que marcan esta tendencia, sino usuarios reales. Lo más parecido a una vacuna
universal para esto pasa por un periodismo responsable que fortalezca nuestro
sistema inmunitario contra informaciones sesgadas y datos manipulados, siempre
que entendamos el periodismo como el arte de identificar y neutralizar una
mentira. Algunos gobernantes y candidatos se han tomado muy en serio la
voluntad de quebrar esa línea de defensa y les ha funcionado. Otros replican el
método, sirviéndose del caldo de cultivo del descontento. Los científicos de
1918 no disponían de microscopios con una potencia óptica capaz de detectar un
virus; hoy tenemos herramientas, como consumidores de información, para frenar
la pandemia de las mentiras.
Opinión. El País. España.
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