Restauraciones excesivas para hacer caja en los museos
Miguel Ángel García Vega
La presión del público, que demanda obras "agradables", y el precio de las piezas llevan a una intervención exagerada
¿Qué muestran los grandes museos? ¿La realidad o un
trampantojo? Una estimación razonable bien podría ser que el 20% de lo que
vemos es restauración. Añadidos y retoques que sustituyen, con mayor o menor
acierto, partes de la obra original. Un relato oculto entre el dinero y la
historia.
A comienzos del
siglo XX, los conservadores del Museo del
Hermitage de San Petersburgo transfirieron sistemáticamente los paneles
renacentistas a lienzo. Un proceso que sacrificó grandes zonas de la pintura
original. Esta información se omite al público. Ya en 1556, el pintor e
historiador del arte Giorgio Vasari (1511-1574) advirtió que La última cena
(1497) de Leonardo
da Vinci estaba “arruinada”. Casi el 80% de lo que hoy resiste en Santa Maria delle Grazie de Milán es ajeno a
la mano del genio. Que miles de personas se empeñen todos los años en verla
representa el triunfo del marketing sobre el arte.
¿Y qué permanece de los colores brillantes, los detalles o las veladuras con los que Leonardo vistió a la Mona Lisa? Pese a su cansancio nadie imagina que deje de exhibirse. El Louvre calcula que el 80 de las visitas que llegan al museo acuden en primer lugar a ver esa dama retratada en una tabla de álamo. A 17 euros por entrada, la Gioconda aporta anualmente unos 100 millones.
¿Y qué permanece de los colores brillantes, los detalles o las veladuras con los que Leonardo vistió a la Mona Lisa? Pese a su cansancio nadie imagina que deje de exhibirse. El Louvre calcula que el 80 de las visitas que llegan al museo acuden en primer lugar a ver esa dama retratada en una tabla de álamo. A 17 euros por entrada, la Gioconda aporta anualmente unos 100 millones.
Desde luego es una
ilusión pensar que las obras deban verse siglos después igual que salieron de
los talleres de los artistas. “El tiempo también pinta”, escribió Goya. Sin
embargo, incluso el genio aragonés tuvo sus cuitas con los retoques. En una
carta dirigida a Pedro Cevallos, Primer Secretario de Estado de Carlos IV, que
conserva el Archivo Histórico Nacional, se queja (“cuanto más se toquen las
pinturas con pretexto de su conservación más se destruyen”).
Pero vivimos en la era del turismo de masas y los museos necesitan atraer visitantes, hacer caja. Y esto se consigue con obras brillantes, limpias, casi como nuevas. Nadie quiere ver barnices oscuros ni pérdidas. Solo hay que fijarse en las vedute de Canaletto: todas, milagrosamente, siguen conservando sus infinitos detalles. “A veces parecen pasadas por un rodillo”, ironiza María José Ruiz-Ozaita, directora del Departamento de Restauración del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Ese sentido de lo perfecto es hoy una urgencia.
“El visitante quiere ver las obras lo más agradables posible, quiere contemplar
los grandes iconos y disfrutarlos al máximo”, reconoce Ubaldo Sedano,
responsable de Restauración del Museo
Thyssen. “Si las piezas están en mal estado el disfrute se reduce bastante
porque las faltas provocan que centremos en ellas la mirada”. ¿Pero dónde está
el límite entre conservar y alterar?
Pero vivimos en la era del turismo de masas y los museos necesitan atraer visitantes, hacer caja. Y esto se consigue con obras brillantes, limpias, casi como nuevas. Nadie quiere ver barnices oscuros ni pérdidas. Solo hay que fijarse en las vedute de Canaletto: todas, milagrosamente, siguen conservando sus infinitos detalles. “A veces parecen pasadas por un rodillo”, ironiza María José Ruiz-Ozaita, directora del Departamento de Restauración del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Canaletto: El Gran Canal, Venecia, (c. 1730).
Aquí, como en todo,
existen escuelas. La mediterránea (Francia, Italia, España) es menos
intervencionista de lo que fue la anglosajona, “que llegaba hasta el fondo,
casi a la pintura original”, relata Manuela Mena, jefa de conservación de
Pintura del Siglo XVIII y Goya del Prado. Es una
opción entre miradas. “Hay restauradores que prefieren mostrar solo las partes
originales de la pintura y dejar las pérdidas sin tocar. Pero esto a veces
reduce la obra a la condición de reliquia”, advierte Robert Simon, uno de los
propietarios originales del Salvator Mundi (alrededor de 1500), de Leonardo de Vinci. “Es necesario conocer al máximo tanto la pieza
como al artista: si enrollaba los lienzos, si barnizaba”, aconseja María José
Ruiz-Ozaita.
Sin embargo, la
verdadera frontera la tiende la historia y el dinero. Las colecciones dinásticas
(El Prado, Uffizi) conservan con más fidelidad sus obras que aquellas que
proceden del mercado del arte (Getty, National Gallery de Washington, Frick).
“Las instituciones estadounidenses al tener mucho menos patrimonio han comprado
bastantes piezas en el mercado y quieren exhibirlas de forma atractiva, lo que
ha provocado intervenciones innecesarias”, alerta Ubaldo Sedano. Es una ley no
escrita. Cada vez que una pintura cambia de manos, se limpia, se “restaura”; se
altera. Este malabarismo provoca que aumente “el riesgo de dañarla si la
restauración no resulta adecuada en un mundo en el que existen buenos y malos
profesionales”, reflexiona Enrique Quintana, coordinador jefe de Restauración y
Documentación Técnica del Museo del Prado. Y añade: “Si una obra se recupera en
exceso pierde su capacidad de comunicación y también su sentido; el restaurador
no tiene que aportar nada”.
Esa lógica choca contra la perseverancia de los intereses económicos en un momento en el que los Maestros Antiguos regresan a los récords. El Salvator Mundi ha intensificado el debate sobre qué exhiben los museos. La tabla estaba en pésimo estado (repintes, grietas, pérdida de pintura original), pero tras dos años en las manos de la conservadora Dianne Modestini emergió —en cierta manera— radiante. Tanto brillo incendió la suspicacia. Incluso de alguien tan pausado como Thomas Campbell, exdirector del Met de Nueva York: “¡Pulgada por pulgada, Modestini debe de estar entre los artistas vivos más caros del mundo!” ironizó en Instagram.
La restauradora escurrió el debate. “Respecto a los daños de la tabla, Christie’s (la sala que subastó la pintura) ya publicó en el catálogo una imagen del proceso de limpieza”, zanjó por correo electrónico. En principio, el alcance de la intervención depende del tipo de artista y de la vida que ha llevado la obra. “Un leonardo ha trotado mucho, lo lógico es que la conservación no sea la mejor”, admite Enrique Quintana.
Esa lógica choca contra la perseverancia de los intereses económicos en un momento en el que los Maestros Antiguos regresan a los récords. El Salvator Mundi ha intensificado el debate sobre qué exhiben los museos. La tabla estaba en pésimo estado (repintes, grietas, pérdida de pintura original), pero tras dos años en las manos de la conservadora Dianne Modestini emergió —en cierta manera— radiante. Tanto brillo incendió la suspicacia. Incluso de alguien tan pausado como Thomas Campbell, exdirector del Met de Nueva York: “¡Pulgada por pulgada, Modestini debe de estar entre los artistas vivos más caros del mundo!” ironizó en Instagram.
La restauradora escurrió el debate. “Respecto a los daños de la tabla, Christie’s (la sala que subastó la pintura) ya publicó en el catálogo una imagen del proceso de limpieza”, zanjó por correo electrónico. En principio, el alcance de la intervención depende del tipo de artista y de la vida que ha llevado la obra. “Un leonardo ha trotado mucho, lo lógico es que la conservación no sea la mejor”, admite Enrique Quintana.
Salvator Mundi. Reproducción después de la restauración por Dianne Dwyer Modestini, profesora de investigación en la Universidad de Nueva York.
El Prado —resume el
experto— está libre de la tentación de los excesos. “La Romería de San Isidro
(1788) no tiene un punto que no sea de Goya, Las Meninas (1656), cuatro
retoques y en El descendimiento (antes de 1443) de Rogier
van der Weyden solo se han intervenido las juntas de la tabla. Tan poca
restauración resulta algo excepcional”. Imposible contradecirle.
Las meninas: Diego
Velázquez.
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