La mujer del subte *
Alejandro Insaurralde
El repiqueteo discontinuo de
una llovizna gélida convierte a la estación Congreso en pista de aterrizaje para
torpes y atolondrados. En esos días, la boca de acceso parece convocar a los
transeúntes a una caída libre o deporte extremo donde las escaleras - con su
barro achocolatado e insuficientes barandas - se suman a la lista de trampas
urbanas que se activan siempre con los días lluviosos.
La húmeda tarde, de
infinitos grises y encanto suicida, sorprendió al inefable Miguel en la estación Congreso, que subía a toda prisa con el tino de no resbalar los peldaños mortales
que conducen a la calle. No le gustaba perder el tren de las dieciséis porque
más tarde, en horas pico, se viaja incómodo y no llegaría a tiempo para dar de
comer a sus mascotas.
A su regreso lo esperaban el
sofá junto al hogar, el excremento de los perros y unas horas de zápping. Los efectos de una soltería
monótona comenzaban a hacer estragos y en tardes así, soltaban una avalancha de
añoranzas viejas que corroían como el ácido, tristezas arrumbadas en algún
tugurio de la mente que se resistía al olvido.
Miguel era un tío primerizo
que no sembraba méritos para contentar a su único sobrino, el pequeño Tomi.
Trataba de evitar las salidas que demandaba el niño, por ejemplo, a los
peloteros o parque de diversiones, allí donde los párvulos descargan su
adrenalina y despliegan toda esa psicopatía inocente. Para la frágil tolerancia
de Miguel esto era un Pandemónium de griterío y agitación, con madres que
corren alocadas por algún brazo golpeado o labio sangrante. Demasiado para un
solterón apacible.
Por la mañana, los primeros
azotes de la rutina lo desolaban con su vuelta a la oficina del piso diez. Era
un tedioso itinerario que une, subte mediante, su departamento de Congreso con
el casco céntrico, un periplo que contaba sólo con un breve interludio: la
parada de diarios. Compraba su matutino habitual en Corrientes y Florida y, si
había tiempo, un café demoraba el ingreso al enfermizo claustro.
No bien cruzaba la puerta,
el mal humor de su jefe y el humo de la cuarentona que fumaba sin parar ya
advertían que el estrés acechaba. Con el tiempo, Miguel había desarrollado
cierta inmunidad contra estos males y con la ayuda del tilo, el control en las
dietas y un chequeo periódico mantenía a raya cualquier enfermedad. Con el
único mal que no había podido, esa enemiga silenciosa y manipuladora, era con
la melancolía. Ella le cincelaba su endurecido temple y lo empujaba hacia
estados de permanente duelo, que hacían de él una frágil lámina a punto de
resquebrajar.
El retraimiento lo protegía
de ese entorno agobiante y aislarse era una opción práctica para que nadie lo
invadiera. Pero una ilusión reverberaba en la cóncava soledad, como un antiguo
reclamo; en ese vacío oscuro y distante, repiqueteaba una y otra vez la ilusión
de una compañía que se embriagaba en un rincón del corazón y que, de tanto en
tanto, le renovaba los suspiros; era una ilusión vaga y errante, como un
holgazán que se emborracha en una esquina a la espera de otro que se sume a la
velada.
La mujer que vio aquella
tarde a la vuelta del trabajo, en la estación habitual, pareció renovar ese
mundo ausente, ese mundo carente de expectativas. ¿Qué tenía de especial esa
mujer? ¿Qué tenía para capturar la atención de un hombre abstraído en aquel
vacío?
Era la sonrisa, la fresca
sonrisa de aquella dama fue el artilugio seductor que lo atrapó de inmediato.
Resultó ser un arma eficaz para un hombre que había olvidado cómo era sentirse
feliz. La atracción era mutua, ella le
sonreía desde el andén opuesto y él le correspondía. Sólo el balasto y las
durmientes los separaban de un romance inaugural que, sin embargo, parecía de
toda la vida.
Se oyó un bramido desde la
curva oscura. Era el subte que se aproximaba en dirección contraria. La dama
tomó el tren y desapareció entre la multitud y los metales, como fundida en un
tanque de mercurio. Ese maldito subte le arrebataba a Miguel la sonrisa que
había iluminado su tarde más que el mismo sol.
Miguel era un hombre
perseverante, virtud con la que a veces lograba apuntalar sus aflicciones. Cada
tarde, como un ritual, la esperaba en el mismo punto y con el mismo entusiasmo.
Allí estaba ella, con la sonrisa de siempre. Miguel no se animaba a hablarle,
contemplaba aquella sonrisa hasta que el subte se la raptaba de nuevo. Durante
varios días continuó este idilio, sólo interrumpido por esa máquina y noches de
recuerdos.
Una tarde, la desazón se
apoderó de él y volvía todo al punto de partida. Por algún motivo la mujer dejó
de acudir a la estación Congreso y no se volvieron a ver. Otra desilusión le
robaba el sosiego. Una nueva pena le agrietaba el dique que contenía esas
lágrimas humectantes de su soledad. A partir de allí, sólo lágrimas se dieron
cita, sólo lágrimas se encontraban ahora con Miguel en la “solitaria estación
llena de gente”. De la situación buscó sacar algún aprendizaje, Miguel sabía
que una lágrima atascada en la tristeza no lo mortificaría para siempre. Una
lágrima cautiva en cuevas de resignación aquieta su curso, deja de agitarse, se
enfría, y el tiempo la cristaliza en un diamante llamado madurez. Sólo necesitaba tiempo para pulir aquel
diamante.
En la semana siguiente, para
sorpresa de Miguel, volvió la mujer con su sonrisa encantadora, volvía por
aquella alma trémula que ansiaba ser rescatada. La mujer esta vez le sonreía
con insistencia y le indicó con un gesto que bajara hasta las vías. Ella lucía
un vestido negro transparente y arrastraba su larga cola, mientras meneaba su
figura con suma gracia. Giraba el rostro y volvía a sonreír, una y otra vez. A
Miguel le preocupó una súbita aparición del subte, y que una tragedia le
arrancara a su tesoro preciado. Pero la mujer continuaba intrépida su caminata
por las vías, como si nada le preocupase.
Decidido y sin más
dilaciones, Miguel brincó por el andén y meditó la buena fortuna. Caminó por
las gravas con una extraña mezcla de temor y ansiedad. Se acercó hasta ella
para contemplarla mejor. Para Miguel era tan hermosa como en sus sueños, era
como un ángel, como un ente idealizado, tan luminoso y perfecto que lo
extasiaba de emoción. Pero cuando la tuvo cerca, tan cerca que sólo cabía una
mano entre ambos, un olor pestífero lo invadió y una dentición prominente le
sonrió más que nunca. Aquella terrible mujer venía a rescatarlo de sus pesares,
a liberarlo de una vida sin mañanas, de una existencia sin ilusiones. Esa mujer
venía a cumplir su labor y a confirmar los delirios tanáticos de Miguel,
aquella tarde, en la estación Congreso.
Al instante, una luz blanca
envolvió a Miguel. La potente locomotora puso fin al idilio y selló su destino.
* Cuento Mención de honor de la Unión Hispanomundial de escritores, sede Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario