martes, 17 de diciembre de 2019

EL ALMA DE SOROLLA



El alma de Sorolla no tiene luz ni color

Peio H. Riaño  










Clotilde, esposa de Sorolla, en el lecho, en un dibujo de 1888.






El museo del pintor inaugura una exposición con un centenar de piezas, que descubren los dibujos en cuadernos que sacaba como si fueran una cámara fotográfica para inmortalizar la escena


Nunca dejó de dibujar. Allá donde estuviera, allá donde fuera, con lo que tuviera a mano, dibujaba. En los tiempos muertos entre lienzo y lienzo, dibujaba. Si en el teatro le colocaban en primera fila se molestaba porque no podía “entretenerse” haciendo bocetos en su cuaderno. Si se encontraba con una escena que le interesaba sacaba su cuadernillo del bolsillo; mientras comía, en la hoja del menú del restaurante. Incapaz de detenerse, ni de aspirar a nada que no fueran estampas de la vida moderna que jamás llevará a sus cuadros, porque él era un pintor de la vida burguesa. El dibujo es como el tono de voz, cada cual tiene el suyo. El de Joaquín Sorolla (1863-1923) es eléctrico y vibrante.

El pintor valenciano no dejó de producir hasta que dio su última pincelada, en julio de 1920, mientras pintaba el retrato de Mabel Rick, mujer de Pérez de Ayala, director del Museo del Prado, cuando sufrió un derrame cerebral que lo condenó a la hemiplejia hasta su muerte, tres años después. También fue un “dibujante sin descanso” y así se titula la exposición en el Museo Sorolla de Madrid. “Dibuja lo que pasa constantemente delante de sus ojos”, comenta Mónica Rodríguez, comisaria de la muestra junto a Inés Abril. “Es muy fácil cogerle cariño y ver el mundo como lo vio él”, añade.

Clotilde leyendo


Mujer con sombrero

En un café

Han cribado un centenar de piezas -entre los 5.000 dibujos que conserva la institución- para componer un friso biográfico dibujado, con sus viajes a París, sus estancias en Nueva York o Chicago y su descubrimiento de Velázquez, entre otros acontecimientos vitales. “El dibujo como canal de experimentación y disfrute parece alcanzar su máxima expresión en 1911, durante el segundo viaje del pintor a EEUU, en la serie de vistas de la ciudad de Nueva York, que realiza al gouache o en las escenas que recoge en los restaurantes de los hoteles en los que se hospeda”, explican las comisarias, que mostrarán por primera vez los 12 gouaches que conserva el museo de aquellas vistas a Manhattan desde la habitación de su hotel. El acontecimiento urbano es uno de sus asuntos favoritos para los dibujos, que no exploró en sus lienzos. Los interiores de su vida íntima con su familia fueron otro de los motivos que más trabajó con papel y lápiz. Y los colgaba en las habitaciones de cada uno.

















Apuntes en la arena



Pintura Vs. dibujo

En la exposición se exhibe uno de sus cuadernos, más pequeños que nuestros smartphones, en el que es imposible apoyar la mano y con el que practica la destreza y la seguridad del trazo. No son dibujos académicos, son escenas de un mundo flotante. Trazos leves sin intención de trascender o ser enmarcados, simples destellos en los que vive cuando vive fuera del lienzo. Basta ver el retrato de María Figueroa vestida de Menina (1901), escondido en los almacenes del Prado, para comprender que el dibujo es un calentamiento ajeno al cuadro. Tenía suficiente con el pigmento casi líquido para descubrir lo inmediato y construir los volúmenes sólidos de sus figuras, sin atender tanto al contorno o los perfiles.
Hace de la pintura su dibujo, fiel a la tradición española. Goya, Velázquez y Sorolla demostraron que lo más verdadero no tiene que ver con los cimientos de la arquitectura pictórica, sino con el desbordamiento del color. La tradición italiana dicta lo contrario, el dibujo es irrenunciable. Pero en Sorolla, como explican las comisaras, convivieron las dos caras, la del pintor y la del dibujante. “Son complementarias”, asegura Rodríguez. En la exposición queda patente como el pintor necesita al dibujante, pero también cómo uno termina por rechazar al otro, como si fueran dos seres autónomos. Cuando lleva el lienzo al aire libre tantea y tienta a ciegas, a base de mancha y gesto, rematados en una sesión. A ese ritmo de producción el dibujo es un estorbo.


Hombre y mujer sentados en un sofá, dibujado por Josaquín Sorolla sobre una cartulina, en 1911. 


“A las ocho de la mañana entrábamos en clase; pues bien, a esa hora, Sorolla venía ya de recorrer las afueras de Valencia, donde pintaba paisajes. Su actividad era extraordinaria; nos asustaba a todos”, cuenta Cecilio Plá en sus memorias. El paseante que caza impresiones es un pintor portátil, que junto a su caja de apuntes con pinceles y tubos de pintura, carga sus cuadernillos de dibujo, el lápiz y el carboncillo. “En esa “rivalidad” entre color y dibujo, Sorolla mostró desde muy temprano amplias aptitudes para ambos, siempre dentro del naturalismo”, escribe Inés Abril en el catálogo de la muestra. “Papel y lápiz le permitieron una aproximación más directa al natural que la propia pintura, captar el instante con mayor rapidez, sin lo engorroso de preparar las pinturas en la paleta o las tablillas en las que iba a pintar”, añade la especialista. Un pintor menos conocido, más íntimo, un alma sin luz ni color.


El Sorolla que dibuja es el pintor que observa. Incansable. “Como si fueran solo recuerdos de calles o rincones que le llaman la atención: enseguida saca su cuaderno, como si fuera una cámara fotográfica, e inmortaliza de manera rápida la escena”, dice Abril. Se conservan bastantes cuadernos de diferentes épocas y tamaños, pero el que más llama la atención de las comisaras es el fechado en 1891, que contiene un viaje dibujado a Alemania, con escenas de Berlín y Colonia. 

Son bocetos alejados de todo clasicismo, hechos a pluma, aguada en tinta negra y manchas de las que emergen formas y reflejos. Si el Sorolla en lienzo no necesita dibujo para su color, el Sorolla en papel no requiere color para su dibujo.






El País.  España








































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