El alma de Sorolla no tiene luz ni color
Peio H. Riaño
El museo del pintor
inaugura una exposición con un centenar de piezas, que descubren los dibujos en
cuadernos que sacaba como si fueran una cámara fotográfica para inmortalizar la
escena
Nunca dejó de
dibujar. Allá donde estuviera, allá donde fuera, con lo que tuviera a mano,
dibujaba. En los tiempos muertos entre lienzo y lienzo, dibujaba. Si en el
teatro le colocaban en primera fila se molestaba porque no podía “entretenerse”
haciendo bocetos en su cuaderno. Si se encontraba con una escena que le
interesaba sacaba su cuadernillo del bolsillo; mientras comía, en la hoja del
menú del restaurante. Incapaz de detenerse, ni de aspirar a nada que no fueran
estampas de la vida moderna que jamás llevará a sus cuadros, porque él era un
pintor de la vida burguesa. El dibujo es como el tono de voz, cada cual tiene
el suyo. El de Joaquín Sorolla (1863-1923) es eléctrico y vibrante.
El pintor
valenciano no dejó de producir hasta que dio su última pincelada, en julio de
1920, mientras pintaba el retrato de Mabel Rick, mujer de Pérez de Ayala, director
del Museo del Prado, cuando sufrió un derrame cerebral que lo condenó a la
hemiplejia hasta su muerte, tres años después. También fue un “dibujante sin
descanso” y así se titula la exposición en el Museo
Sorolla de Madrid. “Dibuja lo que pasa constantemente delante de sus ojos”,
comenta Mónica Rodríguez, comisaria de la muestra junto a Inés Abril. “Es muy
fácil cogerle cariño y ver el mundo como lo vio él”, añade.
Clotilde leyendo
En un café
Apuntes en la arena
Pintura Vs. dibujo
En la exposición se
exhibe uno de sus cuadernos, más pequeños que nuestros smartphones, en el
que es imposible apoyar la mano y con el que practica la destreza y la
seguridad del trazo. No son dibujos académicos, son escenas de un mundo
flotante. Trazos leves sin intención de trascender o ser enmarcados, simples
destellos en los que vive cuando vive fuera del lienzo. Basta ver el retrato de María
Figueroa vestida de Menina (1901), escondido en los almacenes del Prado, para comprender que
el dibujo es un calentamiento ajeno al cuadro. Tenía suficiente con el pigmento
casi líquido para descubrir lo inmediato y construir los volúmenes sólidos de
sus figuras, sin atender tanto al contorno o los perfiles.
Hace de la pintura
su dibujo, fiel a la tradición española. Goya, Velázquez y Sorolla demostraron
que lo más verdadero no tiene que ver con los cimientos de la arquitectura
pictórica, sino con el desbordamiento del color. La tradición italiana dicta lo
contrario, el dibujo es irrenunciable. Pero en Sorolla, como explican las
comisaras, convivieron las dos caras, la del pintor y la del dibujante. “Son
complementarias”, asegura Rodríguez. En la exposición queda patente como el
pintor necesita al dibujante, pero también cómo uno termina por rechazar al
otro, como si fueran dos seres autónomos. Cuando lleva el lienzo al aire libre
tantea y tienta a ciegas, a base de mancha y gesto, rematados en una sesión. A
ese ritmo de producción el dibujo es un estorbo.
Hombre y mujer sentados en un sofá, dibujado por Josaquín Sorolla sobre una cartulina, en 1911.
“A las ocho de la
mañana entrábamos en clase; pues bien, a esa hora, Sorolla venía ya de recorrer
las afueras de Valencia, donde pintaba paisajes. Su actividad era
extraordinaria; nos asustaba a todos”, cuenta Cecilio Plá en sus memorias. El
paseante que caza impresiones es un pintor portátil, que junto a su caja de
apuntes con pinceles y tubos de pintura, carga sus cuadernillos de dibujo, el
lápiz y el carboncillo. “En esa “rivalidad” entre color y dibujo, Sorolla
mostró desde muy temprano amplias aptitudes para ambos, siempre dentro del
naturalismo”, escribe Inés Abril en el catálogo de la muestra. “Papel y lápiz
le permitieron una aproximación más directa al natural que la propia pintura,
captar el instante con mayor rapidez, sin lo engorroso de preparar las pinturas
en la paleta o las tablillas en las que iba a pintar”, añade la especialista.
Un pintor menos conocido, más íntimo, un alma sin luz ni color.
El Sorolla que
dibuja es el pintor que observa. Incansable. “Como si fueran solo recuerdos de
calles o rincones que le llaman la atención: enseguida saca su cuaderno, como
si fuera una cámara fotográfica, e inmortaliza de manera rápida la escena”,
dice Abril. Se conservan bastantes cuadernos de diferentes épocas y tamaños,
pero el que más llama la atención de las comisaras es el fechado en 1891, que
contiene un viaje dibujado a Alemania, con escenas de Berlín y Colonia.
Son bocetos alejados de todo clasicismo, hechos a pluma, aguada en tinta negra y manchas de las que emergen formas y reflejos. Si el Sorolla en lienzo no necesita dibujo para su color, el Sorolla en papel no requiere color para su dibujo.
Son bocetos alejados de todo clasicismo, hechos a pluma, aguada en tinta negra y manchas de las que emergen formas y reflejos. Si el Sorolla en lienzo no necesita dibujo para su color, el Sorolla en papel no requiere color para su dibujo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario