Encuentro.
Alejandro Insaurralde
Cae la tarde en el cielo de Núñez. En unas horas más, otro viernes de enero se habrá despedido del calendario y se llevará consigo las congestiones, el estrés de la semana, los bocinazos y las mufas, elementos nunca ausentes en el mundanal tráfago de la metrópoli. El sol, apenas perceptible desde su madriguera de nubarrones, se va muriendo tras una cortina de smog que junto al cielo gris, ofrece un marco sombrío e inusitado para la tormenta que se avecina.
Mientras aguardo la lluvia, observo a través de los ventanales del living a la muchedumbre en sus psicóticos ajetreos. Estoy ubicado en un decimoquinto piso y desde esta altura, me resulta una imagen similar a la de un hormiguero cuando se lo pisa; sus habitantes se entrechocan, se estrujan, se desesperan y la jungla los recibe para devorarlos. Un panorama muy usual en estos días. Corrupción y desenfreno parecen condiciones esenciales para que esta selva subsista con sus leyes propias.
Mi jornada de hoy no ha tenido percances ni sobresaltos. Para los psiquiatras, no lidiar con nuestros pacientes en situaciones embarazosas o de riesgo, ya es motivo de júbilo. Pero un repentino estado de abulia me invade al regresar del consultorio. Me recuesto en el sillón, junto a los ventanales y vuelco la mirada hacia el vidrio, entre el desgano y la curiosidad. Veo nuevamente a las siluetas que van y vienen, confusas, como celebrando la monotonía. Hoy el ajetreo es aún mayor porque la tormenta acecha. Todos corren en busca de un refugio, el ventarrón enfurece flameando chapas y carteles y todo el panorama se muestra como una lámina en sepia, mortecina, plagada de formas vagas y caprichosas. Detesto ser un fisgón, pero sin propósito alguno, estoy invadiendo la privacidad ajena. Alcanzo a apreciar a una vecina de la torre de enfrente que se encuentra en su living vestida con ropa de gimnasia. Es la primera vez que veo a esta muchacha en los dos años que llevo aquí. Me mantendré ocupado observándola y me ayudará para recrearme y doblegar esta pereza que me embarga el ánimo.
Voy en busca de mis binoculares para apreciarla mejor. La mujer es bonita, de figura escultural, sofisticada y está a punto de comenzar una sesión de ejercicios; lentamente, balancea su cuerpo tras los ventanales del living y con cada movimiento mis ojos se recrean en un clima de fruición y deseo; la magnífica vista del Plata parece estamparse en su mirada y juraría que hasta pueden reflejarse las ondinas del río en sus vivaces ojos verdes; el maillot que la viste, de un color turquesa profundo, comienza a mancharse por el implacable sudor; en su rostro aparecen también algunas gotas delatoras, aunque no alteran en nada su figura delicada.
Voy en busca de mis binoculares para apreciarla mejor. La mujer es bonita, de figura escultural, sofisticada y está a punto de comenzar una sesión de ejercicios; lentamente, balancea su cuerpo tras los ventanales del living y con cada movimiento mis ojos se recrean en un clima de fruición y deseo; la magnífica vista del Plata parece estamparse en su mirada y juraría que hasta pueden reflejarse las ondinas del río en sus vivaces ojos verdes; el maillot que la viste, de un color turquesa profundo, comienza a mancharse por el implacable sudor; en su rostro aparecen también algunas gotas delatoras, aunque no alteran en nada su figura delicada.
Ella ignora que la observo, aunque por el carisma que emplea en sus movimientos parece ofrecerme un espectáculo personal; inicia un paréntesis para tomar un descanso, todo parece indicar que una nueva sesión de ejercicios reanudará tras el intervalo. Sumida en una profunda relajación, se dispone a sentarse en flor de loto sobre una mullida alfombra carmesí; luego de colgar una toalla alrededor de su cuello, enciende un cigarrillo; un clima especial se crea en medio del humo mientras moviliza suavemente los músculos del cuello dibujando círculos con su mentón.
El reloj marca las diecinueve treinta; la puerta de su departamento se abre, e irrumpe un hombre envuelto en cólera; presumo que es el esposo de la dama, un sujeto iracundo, salvaje en sus gestos y expresiones, una bestia tomada por la ira que al parecer desaprueba la actividad de la muchacha; tal vez la sorprendió desde abajo aunque, con quince pisos de altura, o debió contar con una aguda perspicacia o bien la vio desde algún punto estratégico; la boca del hombre se contorsiona exageradamente e intuyo que estará ululando en el más variado repertorio de insultos; la dama, en su condición de víctima, se abstiene de responder observando con inocente mansedumbre; no conforme con los agravios, el sujeto decide ir a los hechos; tomándola del pelo, despide a la mujer hacia un rincón golpeando su cabeza contra el canto de una mesita fumador; ella convulsa a causa del impacto, se arrastra miserablemente buscando escapar de las garras del bruto; el agresor dispara bruscos puntapiés, aguarda que su juguete humano tome un respiro para continuar así con su alarde de violencia; la víctima, que ahora muestra señales de un sufrimiento agudo, derrama sangre por todo el living a causa de un corte en su parietal izquierdo; su cuerpo se retuerce sobre la alfombra y levanta la vista hacia él como implorando misericordia; el inicuo prosigue con el ataque y mientras circunda el cuerpo de la dama, le envía pisotones en la boca del estómago; ante el aluvión de patadas, puñetazos e insultos, la mujer sólo atina a lanzar patadas al agresor, en procura de apaciguar esa lluvia de golpes; un puntapié llega a destino y esto hace que el verdugo extienda su sadismo por un rato más. Mis ojos se resisten a creer lo que están viendo. Toda esta situación me produce una enorme impotencia.
El malvado se dirige ahora hacia el dormitorio; la dama aún puede moverse y por milagro no fui testigo de un salvaje asesinato; a su regreso, el sujeto trae un portafolio bajo el brazo; lo abre y extrae una carpeta transparente con la cual refriega el rostro a su esposa, como si contuviera algún trámite de importancia; los papeles son depositados sobre la mesa y despojados de su carpeta portadora; del grueso de aquellos papeles, alcanzo a apreciar que el hombre tiene separados con unos clips varios paquetes de trámites de los cuales sólo uno restituye al portafolio, probablemente, el menos significativo; la naturaleza de esos trámites me intriga; me es difícil precisar qué es lo que trama el sujeto porque no alcanzo a ver las letras de los encabezados; extrae ahora unas fotos ampliadas – como de veinte centímetros por veinte – y las adjunta con un clip a lo anterior; del bolsillo interior de su saco extrae una libreta, similar a un pasaporte, y una especie de chequera; esto último tampoco puedo precisarlo ya que el sujeto lo guardó con rapidez.
El malvado se dirige ahora hacia el dormitorio; la dama aún puede moverse y por milagro no fui testigo de un salvaje asesinato; a su regreso, el sujeto trae un portafolio bajo el brazo; lo abre y extrae una carpeta transparente con la cual refriega el rostro a su esposa, como si contuviera algún trámite de importancia; los papeles son depositados sobre la mesa y despojados de su carpeta portadora; del grueso de aquellos papeles, alcanzo a apreciar que el hombre tiene separados con unos clips varios paquetes de trámites de los cuales sólo uno restituye al portafolio, probablemente, el menos significativo; la naturaleza de esos trámites me intriga; me es difícil precisar qué es lo que trama el sujeto porque no alcanzo a ver las letras de los encabezados; extrae ahora unas fotos ampliadas – como de veinte centímetros por veinte – y las adjunta con un clip a lo anterior; del bolsillo interior de su saco extrae una libreta, similar a un pasaporte, y una especie de chequera; esto último tampoco puedo precisarlo ya que el sujeto lo guardó con rapidez.
Tras una odiosa carcajada, se retira armándose de un impermeable para resguardo de la lluvia que comienza. La dama es abandonada en un estado patético, con su cuerpo y dignidad arrojados a los más infaustos peldaños de la condición humana. La víctima se arrima como puede a los ventanales y llora sin consuelo, mientras sus lágrimas se confunden con las gotas de lluvia que salpican el cristal.
Sábado por la mañana. Una noche de tensión y desvelo después de lo ocurrido. Algo me dice que asumir el deber de denunciar el hecho es algo impostergable y que omitirlo sería un cargo para mi conciencia. No obstante, creo que a la policía le sonaría risible – por no decir ridículo o sospechoso – que previo al hecho tuve la mera intención de espiar a la dama y que el ataque fue una circunstancia fortuita.
La violencia desplegada anoche por este sujeto merece un análisis. La tendencia indica que un individuo capaz de cometer estos actos los puede reproducir con cierta asiduidad, en forma crónica y ante la menor incidencia. Estas deducciones me llevan – aunque con mesura – a seguir el caso de cerca, desde mi departamento y con la sola ayuda de mis binoculares. No puedo ocultar mi deseo de que la violencia no se propague y se convierta en una constante en la vida de esta dama.
Mis encuentros con ella continúan, una y otra vez, en el mismo horario, como un habitué vespertino. Por alguna razón, el perfil de esta muchacha me despierta un interés personal, más allá de mi profesión. Gracias a esta cita de los atardeceres, puedo conocer algunas facetas de su vida privada y con el tiempo, me convertí en testigo a toda hora de lo que ocurría en su departamento. Me consta – y ya no son simples conjeturas – que lleva un matrimonio deplorable y que a menudo es víctima de las golpizas a mansalva que le propina su esposo. La pareja no tiene hijos (desconozco las causas) y el despiadado sujeto, además de golpeador, es un promiscuo que vive aventuras secretas con la vecina contigua y con la mucama. La primera, una esbelta rubia de ojos azules, supuesta “amiga” de la dama y de belleza comparable con ésta, es quien asume el papel de amante legítima. La segunda, una morena nada despreciable que sueña a su príncipe azul tolerando la soberbia y humillaciones del sujeto. Cabe pensar que a ésta última, el malvado sólo la utiliza como un amorío pasatista.
En ocasiones veo a la dama con hematomas en diversas partes del cuerpo, señales que corroboran el perpetuo sadismo del individuo. Las escenas de violencia se repiten en horarios variados – a veces fuera de mi alcance – y se desarrollan en formas múltiples. Intuyo que en esta mujer habrá un factor coercitivo que le impida denunciarlo. Además, hay aspectos en ella que como psiquiatra no puedo dejar de advertir. Se autoflagela con elementos cortantes, consume drogas, se irrita con facilidad y despilfarra dinero cuando va de shopping. Compra cosas, por lo común innecesarias, con una actitud acorde a una niña frívola y con caprichos. En abierto contraste con sus sesiones de gimnasia, a menudo se la ve perturbada, cabizbaja, como invadida por un sentimiento de vacío.
Se acerca la noche y aún me inquieta pensar que no cuento con elementos suficientes para salvaguardar a esta mujer.
Sábado por la mañana. Una noche de tensión y desvelo después de lo ocurrido. Algo me dice que asumir el deber de denunciar el hecho es algo impostergable y que omitirlo sería un cargo para mi conciencia. No obstante, creo que a la policía le sonaría risible – por no decir ridículo o sospechoso – que previo al hecho tuve la mera intención de espiar a la dama y que el ataque fue una circunstancia fortuita.
La violencia desplegada anoche por este sujeto merece un análisis. La tendencia indica que un individuo capaz de cometer estos actos los puede reproducir con cierta asiduidad, en forma crónica y ante la menor incidencia. Estas deducciones me llevan – aunque con mesura – a seguir el caso de cerca, desde mi departamento y con la sola ayuda de mis binoculares. No puedo ocultar mi deseo de que la violencia no se propague y se convierta en una constante en la vida de esta dama.
Mis encuentros con ella continúan, una y otra vez, en el mismo horario, como un habitué vespertino. Por alguna razón, el perfil de esta muchacha me despierta un interés personal, más allá de mi profesión. Gracias a esta cita de los atardeceres, puedo conocer algunas facetas de su vida privada y con el tiempo, me convertí en testigo a toda hora de lo que ocurría en su departamento. Me consta – y ya no son simples conjeturas – que lleva un matrimonio deplorable y que a menudo es víctima de las golpizas a mansalva que le propina su esposo. La pareja no tiene hijos (desconozco las causas) y el despiadado sujeto, además de golpeador, es un promiscuo que vive aventuras secretas con la vecina contigua y con la mucama. La primera, una esbelta rubia de ojos azules, supuesta “amiga” de la dama y de belleza comparable con ésta, es quien asume el papel de amante legítima. La segunda, una morena nada despreciable que sueña a su príncipe azul tolerando la soberbia y humillaciones del sujeto. Cabe pensar que a ésta última, el malvado sólo la utiliza como un amorío pasatista.
En ocasiones veo a la dama con hematomas en diversas partes del cuerpo, señales que corroboran el perpetuo sadismo del individuo. Las escenas de violencia se repiten en horarios variados – a veces fuera de mi alcance – y se desarrollan en formas múltiples. Intuyo que en esta mujer habrá un factor coercitivo que le impida denunciarlo. Además, hay aspectos en ella que como psiquiatra no puedo dejar de advertir. Se autoflagela con elementos cortantes, consume drogas, se irrita con facilidad y despilfarra dinero cuando va de shopping. Compra cosas, por lo común innecesarias, con una actitud acorde a una niña frívola y con caprichos. En abierto contraste con sus sesiones de gimnasia, a menudo se la ve perturbada, cabizbaja, como invadida por un sentimiento de vacío.
Se acerca la noche y aún me inquieta pensar que no cuento con elementos suficientes para salvaguardar a esta mujer.
Fragmento ( Continuará )
Adaptación del cuento del mismo nombre de 'De Entre vivencias y visiones' (cuentos, Marzo 2003) Ediciones AQL.
2da Edición (Abril 2013). Sabor Artístico.
2da Edición (Abril 2013). Sabor Artístico.
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