Partido Revancha *
Mateo Sörenson
Tardó un rato en comprender que lo llamaban, hacía años que nadie usaba su nombre de pila.
-¡Euclides!- volvió a insistir una voz familiar desde la vereda de enfrente. -¿Euclides, sos vos?-.
“Negro”, “loco”, “garoto”, así lo apodaban en la Isla Maciel hacía ya tiempo. Ningún apodo le gustaba, pero la resignación había ganado y ya no rezongaba cuando así se referían a él, simplemente los ignoraba. Pero ahora alguien llamaba a Euclides y la curiosidad lo invadió. Desvió la mirada del tacho de basura que ocupaba su atención y buscó a su interlocutor.
-¿Osvaldo?- pronunció y hasta él mismo se sorprendió de lo ronca que sonó su voz áspera de vino tibio, cigarro y noches heladas durmiendo en la calle. -¿Osvaldito?- repitió, esta vez tratando de disimular sus miserias y contener sus emociones. Reconoció la cara al instante pero lo sorprendió la vestimenta. El Osvaldito Badaracco que él recordaba solía vestir una campera de San Telmo (siempre la misma) y algún jogging desteñido; este Osvaldito andaba de traje y había reemplazado sus lentes de sol de la salada por unos Ray Ban que si no eran originales al menos hacían un muy buen trabajo disimulándolo. Osvaldito pareció notar su intriga de inmediato porque se explicó antes de que Euclides llegase a preguntarle algo:
-¿Es por la política, vistes? Tengo que andar pintón para la foto- dijo –voy de candidato a concejal- agregó notando que su respuesta no había sido del todo esclarecedora.
-¿Y vos como has estado?- preguntó el flamante político.
“¿Qué derecho tiene a preguntarme eso ahora?” pensó Euclides y empezó a sentir la rabia bullendo en sus venas. Pero se contuvo. La oportunidad que llevaba esperando casi quince años se le presentaba y no la iba a desperdiciar por atolondrado.
Cuando se conocieron, hacía ya 15 o 14 años, en la terminal de Retiro, Euclides intuyó que algo andaba mal. Pero recién llegado de Brasil, casi sin dinero y algo sobrecogido por la situación decidió confiar en ese dirigente argentino que le proponía la gloria aunque no le mostraba ningún contrato. Jugó la promoción con San Telmo, marcó el gol que los salvó del descenso y se fue de la cancha oyendo el “olé, olé, olé, negro, negro” que coreaban al unísono todos los hinchas del “candombero”. Y ese fue el fin de su carrera como futbolista profesional. El contrato nunca apareció, ni un peso, ni un real, ni un dólar. Ni un techo. Cuando se acercó a San Telmo a reclamar le contestaron con evasivas en portuñol: que el club estaba fundido, que estaban todos en la misma, que si De La Rúa se iba en helicóptero que podía esperar de un club humilde, que sepa comprender.Osvaldito nunca apareció por el club ni le respondió el teléfono. El único dispuesto a compartir lo poco que tenía fue el viejito que lo había cruzado en bote por el riachuelo aquella tarde en que jugó su último partido de fútbol, esa suerte de Caronte que no cobraba con monedas de plata pero por cuyo viaje Euclides había pagado un costo mucho más alto. Vivió un tiempo en el ranchito de chapa del anciano y se ganó el poco pan que pudo dándole una mano en sus tareas. La mañana en la que encontró a su humilde anfitrión sin vida lo agarró de imprevisto y pronto se vio de nuevo en la calle. Los vecinos del lugar lo desalojaron a patadas y por poco lo linchan acusándolo de brujo.
-¿Che, Negro, como andás? Te estoy hablando- insistió Osvaldito sin comprender la catarata de emociones que esas frases en apariencia inocentes estaban despertando. Haciendo un enorme esfuerzo por recordar lo que se conocía como “buenos modales”, Euclides puso en marcha un plan improvisado:
-Bien, bien, acá andamos. Se hace lo que se puede.- empezó con un acento brasileño aún muy marcado. Llevaba años viviendo en Argentina pero casi no se relacionaba con nadie. – Alguna changa, algún vecino que ayuda con lo que puede, pero se viene el invierno y sin un lugar se hace muy difícil- siguió.
-¿Cómo sin un lugar?- cayó de inmediato Osvaldo en la carnada –No che, con la agrupación te vamos a dar una mano-.
-Va, lugar tengo… Lo que no tengo es ni gas, ni luz, ni agua- prosiguió Euclides procurando mantener la calma y ocultar sus intenciones, aunque el corazón le galopaba como aquellos días en los que se jugaba la vida pero dentro de una cancha de fútbol. –Es acá nomás, si querés te muestro y ves que podés hacer-.
-Vamos, dale- dijo Osvaldito cegado por su ambición de proselitismo.
Euclides lo guió por unas calles angostas que Osvaldito hubiese reconocido si realmente estuviese comprometido con la realidad del barrio. Pero el pobre idiota recién desconfiócuándo llegaron al riachuelo y no divisó nada que se le pareciera a un rancho.
. -¿Y, Negro?- preguntó intranquilo. -¿No era acá a la vuelta?-.
-Tudobem, Osvaldito, tudobem- dijo Euclides mientras con la mirada buscaba algún cascote de buen tamaño.
-No, tudobem, las pelotas, ¿para qué me trajiste acá?- gritó Osvaldo ya presa del pánico.
Los años habían hecho estragos en la piel, el hígado, la voz y todo cuanto pudiera deteriorarse en aquel brasileño que había venido en busca de un sueño y había descendido en la peor de sus pesadillas, pero su fuerza se mantenía intacta. Osvaldo no pudo hacer más que forcejear un poco, pero trastabilló y cayó de espaldas. El primer golpe con el cascote le hizo un tajo en la frente y regó con sangre la orilla fétida, pero no fue suficiente. Hasta el humano más cobarde encuentra fuerzas cuando sabe que nadie va ayudarlo y que la muerte es inminente. Tomó él también un cascote y lo estrelló contra la sien de Euclides, que estaba encima suyo, y rodaron ambos orilla abajo. Chapoteando en la mierda del riachuelo intercambiaron algunos golpes hasta que Euclides escuchó un fuerte “crack” y supo que había partido el cráneo de su rival. El cuerpo de Osvaldito nunca fue encontrado, flotó inerte hacia el Rio de La Plata y se perdió en su inmensidad. El de Euclides apareció por ahí cerca a los pocos días. Se había cortado un tobillo con un fierro del riachuelo y no hizo nada para impedir que la infección se propagase. En el docke se dijo que el negro estaba perdido y que no se había dado cuenta, pero nada más lejos de la realidad. Ese fue su mayor momento de lucidez, cuando comprendió que era tan simple como dejarse morir.
* Inspirado en "Un Santo para Telmo " Corto. Dirección: Gabriel Stagnaro Dirección de Sonido: Leandro Mogni / Agustín Alzueta