Mascotas, compañía limitada
Martín Caparrós
Nos gusta suponer incondicionales a los animales, nos gusta suponerlos semejantes a nosotros
Pululan, proliferan, se propagan: hay perros que reencuentran a su dueño perdido y jubilan con explosión de colas, hay gatos que ven un vídeo de su dueño muerto y yacen sobre la imagen y la acunan, hay perros que dedican a la cámara una sonrisa falsa de quinceañera en selfi, hay gatos que nadan en una playa tropical como si el agua no mojara —y todos ellos tienen millones de reproducciones en Twitter. No hay nada —o casi nada— que atraiga más a los 330 millones de usuarios de Twitter, por ejemplo, que ciertos episodios animales.
Alguien, alguna
vez, tendrá que explicar esta invasión de bestias: el
lugar que ahora tienen. Desde que el hombre es hombre debió vivir rodeado
de ellas: le daban leche y carne, calor y tiro, protección y transporte. Eran,
hasta hace poco, herramientas: cuando no se las comían, los hombres las usaban
para sus necesidades. Pero la mayoría fue reemplazada por máquinas —más
eficaces, más fáciles, más limpias— y perdió su trabajo; lo conservan, por
ahora, los que serán comida.
Y, al mismo tiempo,
la mayoría de los hombres empezaron a vivir en ciudades, alejados de presencias
animales. En las ciudades pobres todavía quedan algunos: perros sueltos, gatos
extraviados, ratas, cucarachas, moscas, un burro, una gallina, las vacas de la
India; en las ciudades ricas, solo los pájaros y otros insectos y la enorme
cantidad de perros y gatos cama adentro. Cuyos conchabos evolucionaron igual
que el resto de la economía: su trabajo ya no está en la producción, ahora se
dedican a servicios; en concreto, el de la compañía.
Cuando dejamos de
vivir de los animales nos buscamos animales con los cuales vivir —y son innumerables.
A veces, esa superpoblación crea resquemores, como el de ese escritor
desaforado desalmado que lamenta que Europa se declare incapaz de recibir a un
millón de refugiados pero aloje y alimente a 190 millones de perros y de gatos,
y que la
FAO lleve décadas pidiendo 30.000 millones de euros por año para solucionar
el hambre urgente en todo el mundo cuando el mercado global de las mascotas
mueve el triple; por eso, parece, insiste en que debería estar prohibido
alimentar animales domésticos mientras no se garantice que todos los hombres
del mundo coman lo que deben. Son pamplinas, exageraciones. Pero sí es cierto
que nunca tantos hicieron tan poco: acompañarnos.
Ya no hacen de
animales; hacen, ahora, de personas raras. Son, en principio, seres queridos
que no crean zozobra: dan la ilusión de que dan y no piden nada a cambio. Lo
cual se sostendría mucho mejor si no dependieran absolutamente de sus dueños
para sobrevivir. Pero nos gusta suponerlos incondicionales: el amor verdadero,
sin tanto toma y daca. Y nos gusta creerlos semejantes.
Por eso, supongo,
nos regocija ver hacer a un ser animal lo que sería banal si lo hiciera un ser
más o menos humano. Quizá nos tranquilice imaginar que los animales también
piensan y quieren y saben y nos engañan y se aprenden la tabla del siete y, por
lo tanto, todo ese tiempo que nos pasamos con ellos, todo ese dinero que nos
gastamos en ellos, todas esas cosas que les contamos, todo ese amor que les
facilitamos no caen en saco roto —que es un saco que ya pasó de moda.
Y los miramos y los
admiramos y nos babeamos y nos alborozamos. En Twitter, decía, nada nos llama
tanto la atención como esos animales; quizá me equivocaba. Hay un par que sí;
uno se llama Bergoglio y
reina sobre un reino chiquito pretencioso; otro se llama Trump y preside un país
de cierta envergadura. Y, cuando tuitean, tienen casi tanto impacto como un
perro que le ladra a un espejo, digamos, o un gato panza arriba.
El País Semanal
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