Hiperconectados
José Ángel Plaza López
Domingo, diez de la
mañana. Un chico de once años despierta tras pasar la noche en casa de un amigo
y se reencuentra con su familia, que ha ido a buscarlo. Su madre, Belén Alvite, aún no sale de su asombro:
“Traía la misma cara que si viniese de una rave. No quería saber nada de
nosotros y lo único que deseaba era dormir porque había estado jugando con el
móvil y chateando por WhatsApp con compañeros de clase hasta las cinco de la
mañana”. El niño no tardó en confesar, consciente de que sería una misión
imposible ocultar ese insomnio tecnológico a su progenitora, que
además de pedagoga es la directora del Centro
de Estudio y Prevención de Conductas Adictivas (CEPCA) del Consejo
Insular de Ibiza, un departamento que de manera regular realiza investigaciones
sobre el uso del smartphone por parte de adolescentes.
Alvite señala que casi el 30% de los chicos de diez años ya tiene teléfono, lo cual puede dificultar las relaciones en los contextos familiares si no se establecen unos límites claros desde el primer momento: “A veces presuponemos que con esa edad son demasiado pequeños para meterse en líos y les damos una libertad que podría conducir a un uso abusivo en la adolescencia, cuando poner unas normas genera mayores conflictos porque ya lo ven como un derecho adquirido al que no quieren renunciar”. Por eso es importante que los programas de formación sobre el tiempo de exposición a estos dispositivos y la concienciación en torno a un uso responsable comiencen a una edad temprana. Y cada vez más, según Alvite: “Nuestras actividades para los más pequeños van dirigidas a alumnos de quinto y sexto de primaria pero la mayoría de estos centros nos advierte de que ya llegamos tarde y que deberíamos empezar a trabajar en cuarto, es decir, con niños de nueve años”.
Andrés Chamarro,
profesor de psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona y coautor del
estudio Uso
del móvil en padres, niños y adolescentes: Creencias acerca de sus riesgos y
beneficios, coincide en la necesidad de esta educación. En su opinión, la
edad de penetración del móvil está bajando, son una especie de “pequeños veteranos” que no pueden ser
calificados de expertos, sino de “usuarios que han aprendido a partir de una
experiencia poco guiada”, así que es fundamental que alguien les ayude a hacer
ese proceso “de manera más eficiente y menos peligrosa”.
Aun así, Chamarro
recalca que los menores están evolucionando desde el uso principalmente lúdico
al comunicativo, algo facilitado por la eclosión de las redes
sociales, lo que indica que integran la tecnología en sus hábitos de vida y
la utilizan de una forma positiva. En cuanto a la parte negativa, este profesor
apunta que es mayor en secundaria y bachillerato y a que a nivel europeo entre
el 3 y el 10% de los adolescentes se encuentra en situación de riesgo por un
uso indebido que sobre todo se relaciona con los videojuegos. “Hay más alarma
social que problemática real, por lo que el mensaje que debería calar es que la
solución no es prohibir, sino enseñar”, apunta Chamarro.
Para Alvite, este aprendizaje pasa por una negociación que comienza con un uso muy restringido que se va revisando a medida que los niños cumplen años: “se debe trabajar con su autonomía e irles dando cada vez más libertad, aunque habrá normas que siempre permanecerán”. Por ejemplo, esta pedagoga tiene una hija de 17 años que recibió su primer móvil a los 13 y que hoy en día aún debe respetar estas reglas para conservar su teléfono: no puede usarlo mientras estudia ni en las horas de las comidas y cada día tiene que apagarlo y entregárselo a sus padres a las 22:00 horas. ¿Y cuando cumpla 18? “Cuando llegue ese momento espero haber hecho todo el trabajo que me compete para que mi hija haga un uso responsable de la tecnología, aunque tendré muy claro que mientras yo pague el teléfono seguirá siendo mío y aún podré establecer las normas de uso en casa. Eso sí, habrá una parte de intimidad personal y libertad que no gestionaré porque ya le concierne solo a ella y ahí no queda otra que tirar de confianza”.
Para Alvite, este aprendizaje pasa por una negociación que comienza con un uso muy restringido que se va revisando a medida que los niños cumplen años: “se debe trabajar con su autonomía e irles dando cada vez más libertad, aunque habrá normas que siempre permanecerán”. Por ejemplo, esta pedagoga tiene una hija de 17 años que recibió su primer móvil a los 13 y que hoy en día aún debe respetar estas reglas para conservar su teléfono: no puede usarlo mientras estudia ni en las horas de las comidas y cada día tiene que apagarlo y entregárselo a sus padres a las 22:00 horas. ¿Y cuando cumpla 18? “Cuando llegue ese momento espero haber hecho todo el trabajo que me compete para que mi hija haga un uso responsable de la tecnología, aunque tendré muy claro que mientras yo pague el teléfono seguirá siendo mío y aún podré establecer las normas de uso en casa. Eso sí, habrá una parte de intimidad personal y libertad que no gestionaré porque ya le concierne solo a ella y ahí no queda otra que tirar de confianza”.
Aunque defiende que
es exagerado hablar de una generación perdida, Belén Alvite tiene identificados
algunos rasgos de los adolescentes que viven hiperconectados a través del móvil
y que los diferencian de los jóvenes de otras épocas.
Son menos resolutos.
Teniendo unos medios con los que es posible comunicarse más y mejor, toman
peores decisiones o ni las toman. “Pueden pasarse horas en WhatsApp
planificando una quedada para finalmente no llegar a verse porque no se ponen
de acuerdo”.
Su atención
sostenida es menor. Aunque lleguen a quedar con los amigos, mientras están con
ellos chatean con terceros o se dedican a mirar los perfiles de las redes
sociales de otros, con lo cual no fortalecen el vínculo con los que tienen
delante.
Son más impacientes.
No entienden la espera y les crea frustración que alguien no conteste sus
mensajes en un breve periodo de tiempo.
Relativizan la
privacidad. Le dan menos importancia a la gestión de su imagen y a su
exposición en las redes. “Mientras sus padres se escandalizan si comparten
fotos en ropa interior, ellos lo ven algo normal porque lo comparan con el
atuendo que llevan en la playa o la piscina”.
Son más volubles.
Al estar en una conexión permanente con diversas personas, si quedan con
alguien y una vez allí se aburren, inmediatamente cambian de plan.
Tienen menos
tolerancia a la frustración. En relación con el punto anterior, si algo no les
gusta o no les apetece, no lo hacen porque tienen a su alcance otras muchas
alternativas.
Son más
individualistas. “Lo de consensuar, tomar decisiones conjuntas o ceder en algo
se da muy pocas veces por todo el universo de opciones al que acceden desde el
dispositivo de forma individual”, afirma Alvite.
Retina.E. P.
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