Y los relojes se sincronizaron con los palacios
La medición de las horas comenzó a unificarse en la Edad Media. Hasta entonces, la vida cotidiana estaba marcada por el tañir de las campanas
"En el verano 5199
desde la creación del mundo, en el 2957 desde el diluvio, 2015 del nacimiento
de Abraham, 1510 desde Moisés y el éxodo de los judíos de Egipto, 1032 desde la
coronación del rey David, en la semana 65 de la profecía de Daniel, en la Olimpiada
194, en el verano 752 desde la fundación de la ciudad de Roma, en el verano 42
del reinado de Octavio Augusto, cuando por toda la tierra reinaba la paz,
Jesucristo, Dios eterno e hijo del Padre eterno, nació hombre de la virgen
María”: esta retahila de tiempos sagrados y tiempos históricos permitía a un
martirologio romano de los primeros siglos medievales enmarcar el
acontecimiento, el nacimiento de Cristo, que sería el gozne temporal de la
tradición occidental hasta nuestros días.
El cristianismo implicó una profunda reestructuración de la medida del
tiempo en la Edad Media. Pronto se escribieron tratados de cronología para
adaptar a las necesidades cristianas los sistemas de datación antiguos y crear
otros nuevos. La fecha de la indicción —ciclos de quince años de origen
probablemente egipcio— o los años de reinado de los emperadores, convivieron
con el Anno Domini, el del nacimiento de Cristo que se iniciaba el 25
de marzo, fecha de la encarnación, que se difundió en el siglo VIII gracias a
los escritos de Beda el Venerable.
Reloj de sol de la Catedral de Chartres
Un cálculo afinado
de las fechas litúrgicas permitió resolver situaciones incómodas del pasado: la
discrepancia en el siglo VII entre las iglesias romana y celta sobre cómo
calcular la Pascua provocó que el rey Oswiu de Northumbria celebrara la fiesta
siguiendo la práctica celta, mientras que su esposa aún ayunaba ya que era
domingo de Ramos según la práctica romana.
Diferentes maneras
de datar los documentos emitidos por las cancillerías regias y pontificia se
mantuvieron a lo largo de toda la Edad Media. El Anno Domini se
generalizó en la curia pontificia y en la mayoría de los reinos cristianos.
Algunos reinos de la Península Ibérica, sin embargo, mantuvieron hasta casi
época moderna la datación propia del reino visigodo de Toledo, la Era
Hispánica, cuyo inicio en el año 38 a.c. indicaba la conversión de Hispania en
provincia tributaria del Imperio Romano. No era un cómputo utilizado más allá
de los límites peninsulares. El documento solemne que sellaba en 1170 el
matrimonio entre Leonor de Inglaterra y el rey Alfonso VIII de Castilla se
fechaba de dos maneras, con la Era Hispánica y el año de la Encarnación de
Cristo, prueba de que el diploma estaba pensado para una audiencia más amplia,
que no entendería los usos de la corte castellana.
Clepsidra, o reloj de agua, inventado por los egipcios.
Reloj de sol
Hasta el siglo XIII, los instrumentos de medida del tiempo eran objetos de lujo. La hora estaba al alcance de pocos
El medieval, sin
embargo, no era un tiempo unificado. El tiempo eclesiástico se correspondía con
el de los oficios religiosos; el tiempo campesino estaba sometido a los ciclos
agrarios y a la imprevisibilidad de las intemperies y de los cataclismos
naturales; el tiempo urbano era el de los mercaderes y artesanos, marcado por
la expansión de las ciudades y nuevas prácticas económicas; el tiempo guerrero
se regía por las estaciones que permitían llevar a cabo las campañas militares;
el tiempo de los reyes y gobernantes intentaba someter a todos los demás bajo
su control.
Campanile de Giotto, torre campanario de la iglesia Santa
María del Fiore, catedral de Florencia
El principal punto
de referencia de la vida cotidiana medieval era el tañido de las campanas. Las
horas canónicas —maitines, primas, tercias, sextas, nonas, vísperas y
completas— se convocaban a su toque y regían un tiempo de la iglesia cada vez
más uniformizado por la liturgia. Las campanas también marcaban la hora del
campesino, aunque ésta refería a un tiempo local, variable de unas regiones a
otras. Jean de Garlande, a comienzos del siglo XIII, hacía proceder la
etimología de campana del trabajo en el campo del campesino, quien sólo sabía
guiarse en el tiempo por el sonido de las campanas.
Hasta el siglo XIII
los instrumentos de medida del tiempo —relojes de sol, de arena, de agua o
clepsidras— eran objetos de lujo y calcular la hora no estaba al alcance de
todos. En Hainault, a finales del siglo XII, a un duelo judicial solo se
presentó uno de los duelistas; tras una larga espera, exigió que los jueces
declararan su victoria. Pero para eso debían establecer que era ya la hora
nona, lo que los jueces no supieron hacer a pesar de que lo intentaron mirando
al sol. Al final, acabaron preguntando a los clérigos. Cuando no se podía
determinar la hora aproximada por la posición solar, se utilizaban teas, velas
o lamparillas de aceite. Era una práctica extendida, que los reyes llevaran en
sus viajes velas de igual tamaño, que se encendían una tras otra para calcular
el paso del tiempo.
Reloj Astronómico de Praga
En las ciudades bajomedievales las campanas llamaban al trabajo artesano. Un campanario en Artois, construido en 1335, regulaba las transacciones comerciales y el trabajo de los pañeros. Poco después el reloj mecánico sustituyó a la campana —clock procede de clocca, campana— en las torres de las iglesias. Con la difusión de los relojes comunales, los mercaderes y artesanos introdujeron una nueva idea de un tiempo laico. En Florencia, la vieja campana cedió su lugar al reloj en 1354. En los reinos hispanos, se menciona en 1378 un acuerdo entre el cabildo de Valencia y un relojero alemán para instalar un reloj en la catedral. Gracias al reloj mecánico, cada ciudad tuvo su propio tiempo. También los gobernantes descubrieron que el tiempo era un instrumento de poder. En 1370 Carlos V de Francia ordenó que todas las campanas de París se sincronizasen con el reloj del Palacio Real. Nacía el tiempo del Estado.
A comienzos del
siglo XIV la Iglesia condenaba a los usureros porque su ganancia era una hipoteca
sobre el tiempo, y el tiempo sólo pertenecía a Dios. Cien años después Leon
Battista Alberti anunciaba un cambio de propietario: “Hay tres cosas que el
hombre puede decir que le pertenecen en propiedad: la fortuna, el cuerpo y el
tiempo”. Perder el tiempo se había convertido ya en un vicio intolerable. La
esposa de un mercader de Prato escribió a su esposo en 1399: “En vistas a todo
lo que hay que hacer, cuando pierdes una hora, me parecen mil… Pero considero
que no hay nada tan precioso, tanto para el cuerpo como para el alma, como el
tiempo, y me parece que lo valoras poco”. Lo decía de Francesco de Marco
Datini, de quien se conserva una correspondencia comercial de más de 150.000
cartas.
Ana Rodríguez es
investigadora científica en el Instituto de Historia del Centro de Ciencias
Humanas y Sociales-CSIC
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