Una información sin demasiada precisión, con simpatía a veces y otras no tanto....
Reseña de "Cómo el mundo hizo Occidente" por Josephine Quinn: repensar la 'civilización'
Steven Poole
Una nueva historia radical del mundo antiguo que desafía el chovinismo moderno
Al igual que el ferrocarril y el telégrafo, la civilización occidental se inventó en el siglo XIX. Había situado sus raíces nobles en la Atenas y Roma clásicas y, a partir de entonces, según la historia, los europeos blancos se embarcaron en una suave progresión de sofisticación e ilustración graduales que culminaron, no por coincidencia, en las glorias del imperio británico.
Todo no empezó así, argumenta la profesora de historia antigua Josephine Quinn en este fascinante relato de los acontecimientos culturales y marciales en el Mediterráneo en los dos milenios antes de Cristo, y desde allí hasta la Edad Media. Para ella, el “pensamiento civilizacional” en sí mismo es el enemigo, no sólo en la historiografía sino también en la geopolítica moderna. El choque de civilizaciones (1996), de Samuel Huntington, por ejemplo, predijo notoriamente que las guerras futuras no ocurrirían entre estados sino entre “civilizaciones” monolíticas y homogéneas como la “occidental”, la “islámica”, la “africana” o la “sínica” ( Chino).
Pero la “civilización occidental” no existiría sin sus influencias islámicas, africanas, indias y chinas. Para entender por qué, Quinn nos lleva atrás en el tiempo, comenzando en el bullicioso puerto de Biblos en el Líbano alrededor del año 2000 a.C. Era la mitad de la Edad del Bronce, que “inauguró una nueva era de intercambios regulares a larga distancia”. Las técnicas de datación por carbono aplicadas a hallazgos arqueológicos recientes proporcionan evidencia convincente sobre cuán “globalizado” estaba ya el Mediterráneo hace 4.000 años. El cobre galés llegó a Escandinavia y el estaño de Cornualles hasta Alemania, para forjar armas de bronce. En Gran Bretaña se fabricaron cuentas de ámbar del Báltico, encontradas en las tumbas de los nobles micénicos. Mil años después, el comercio a lo largo de la costa atlántica significó que “los calderos irlandeses se hicieran especialmente populares en el norte de Portugal”.
Con un comercio y viajes tan incesantes surge, naturalmente, una mezcla cultural. “El intercambio en el extranjero significó que los cretenses pudieran elegir entre diferentes opciones culturales, y así lo hicieron”, comenta Quinn. La apropiación cultural aún no era una afrenta; de hecho, podría ser una fortaleza, como aprendemos más tarde del comentario de Polibio sobre los advenedizos romanos: “Están inusualmente dispuestos a sustituir sus propias costumbres por mejores prácticas de otros lugares”.
El libro es rico en detalles maravillosos y logra hacer que el mundo preclásico cobre vida. Hay algo del adolescente engatusador moderno en el menor real quejoso que termina una carta al rey de Egipto con la frase "Envíame mucho oro". Esta es una de las cartas “Amarna” entre los monarcas de Egipto, Chipre, Babilonia y otros, que según Quinn “revela la importancia del contacto y la comunicación entre lo que generalmente se consideran culturas o civilizaciones antiguas separadas”.
Pero ¿alguien pensó alguna vez que las culturas antiguas existían herméticamente separadas, sin contacto entre ellas? Aquí llegamos al meollo de si, si no hay “civilizaciones” monolíticas, todavía hay “culturas” distintas. A veces Quinn parece negar que las haya. "Incluso las nociones liberales de 'multiculturalismo'", se queja, "asumen la existencia, e incluso el valor, de 'culturas' individuales como punto de partida". Pero entonces su propia historia de continuo “intercambio cultural” entre pueblos del Mediterráneo sólo tiene sentido si, para empezar, hay diferentes culturas; de lo contrario, todo es sólo una vasta sopa heterogénea.
Quinn habla en otros lugares de “culturas”; por ejemplo, “culturas alfabéticas tempranas” en Egipto y otros lugares. "La idea de que los micénicos y los minoicos eran civilizaciones separadas tiene menos de un siglo", señala. "Al principio eran sólo nombres rivales para la misma cultura del Egeo de la Edad del Bronce vista desde diferentes perspectivas". Esta “cultura” del Egeo, aclara, no era “una única civilización del Egeo”, sino que estaba compuesta por muchas pequeñas poblaciones que competían e intercambiaban ideas. ¿No es eso cierto, cabría preguntarse, de toda “cultura” o incluso de “civilización” en sentido amplio?
Es claro, en cualquier caso, que la identidad en esa época era fluida y al menos en parte una cuestión de elección. Un fragmento de una obra perdida de Eurípides describe así a Kadmos, el fundador de la ciudad de Tebas: “nacido fenicio, cambió su linaje al griego”. (“Stock” aquí se traduce del griego genos , de donde tenemos la palabra “genes”).
La cultura misma tampoco se crea nunca de novo , sino que surge de una influencia más amplia. “No hay duda”, muestra Quinn en un pasaje fascinante sobre los ecos homéricos de epopeyas anteriores, “de que las primeras obras de la literatura griega conservan huellas de encuentros con un mundo más amplio de canciones en otros idiomas”. Mientras tanto, escribe: “Al igual que el éxodo israelita de Egipto en la Biblia hebrea, la Ilíada es una historia sobre una expedición conjunta en el pasado distante que unió a un pueblo como comunidad, contada en un idioma que comparten”. No parece, entonces, intelectualmente criminal describir como “cultura” a “un pueblo unido como comunidad”, con una lengua compartida. Quizás el argumento no sea que las culturas no existen sino simplemente que hubo que inventarlas; que están socialmente construidos. Bueno, sí: ¿de qué otra manera podrían surgir?
Mientras tanto, no fue necesario esperar hasta el siglo XIX para que llegara la idea de “Occidente”, como señala Quinn. La “versión más antigua conocida de una polaridad binaria que enfrenta a Europa con Asia”, observa, se encuentra ya en los relatos de Heródoto sobre las guerras persas; y los cristianos francos comenzaron a considerarse “europeos” tras la conquista árabe.
Sin embargo, sin duda, aquellos anticuados caballeros historiadores del siglo XIX tenían anteojeras, de la misma manera que nosotros pareceremos ante los historiadores dentro de un siglo. Quinn destaca este punto maravillosamente cuando analiza las “historias de mujeres guerreras en la estepa” del primer milenio a. C., que durante mucho tiempo fueron descartadas como fantasía por los estudiosos. "No había lugar en el pensamiento civilizacional para culturas dirigidas agresiva y exitosamente por mujeres", observa. "Sin embargo, en las últimas décadas han salido a la luz en Rusia y Ucrania más de cien tumbas de mujeres que contienen hachas, espadas y, en ocasiones, armaduras".
Si la versión fuerte de la tesis de Quinn –que las culturas separadas ni siquiera existen– es dudosa, la versión débil, que “nunca ha habido una única cultura occidental o europea pura”, sigue siendo un punto valioso, y su libro está lleno de de pequeños cambios de perspectiva como gemas. Se dice que Constantino, por ejemplo, introdujo “un dios asiático” (el cristiano) en el imperio romano. Sobre la Atenas clásica, escribe: “Al igual que la pederastia y la desnudez pública, la democracia era una práctica local distintiva que sirvió para distinguir a algunas comunidades de habla griega…” Más tarde, las Cruzadas, sostiene, no fueron un “choque de civilizaciones” sino que más bien tomaron lugar en un mundo donde “la cultura no tiene ubicación natural”.
Por encima de todo, este libro triunfa como un desafío brillante y erudito al chovinismo occidental moderno. En la medida en que hemos heredado la cultura clásica, nos recuerda Quinn, es en una forma bastante pervertida. (Ella piensa, y estoy de acuerdo con ella, que deberíamos adoptar algunas prácticas de la democracia ateniense, como la elección por lotería, que “socavaron el populismo cínico”.)
Al final, los lectores podrían estar de acuerdo en que probablemente sea mejor no hablar de “civilizaciones”, ya sean en conflicto o no. Usemos la palabra sólo en singular, para describir algo que, como dijo una vez Gandhi, sería una buena idea.
Cómo el mundo hizo Occidente de Josephine Quinn es una publicación de Bloomsbury (£ 30).
El director y guionista español se encuentra con el cineasta en Nueva York en una entrevista especial que estrena este sábado Movistar Plus+
En Un final Made in Hollywood (2002), Woody Allen fantaseaba con la idea de un neurótico director en horas bajas que ocultaba su reciente pérdida de visión para que nadie le impidiera completar un nuevo largometraje. Con mucha retranca, mostraba cómo se convertía en el favorito de la temporada para la crítica especializada a pesar de haber sido rodado a ciegas.
David Trueba pregunta al estadounidense por la buena acogida que sus películas han tenido siempre en Europa en la entrevista que le ha hecho para Movistar Plus+ y que la plataforma estrenó el viernes 23 de febrero. Recibe de Allen una frase propia de sus comedias: “Quizá, al traducirlas, las mejoren”.
Durante el encuentro, condensado en algo más de 40 minutos, hay destellos de ese sentido del humor autodespreciativo tan característico de las películas y ensayos del neoyorquino. Se intuye en esa respuesta irónica la poca fe que el autor de Annie Hall tiene en el futuro del que ha sido su arte. Es algo que deja de manifiesto al final de la charla. El cansancio general es evidente en un hombre casi nonagenario; esa fatiga agrava su cáustica mirada a la industria en la que ha reinado durante varias décadas. En aquel vodevil del cineasta ciego que él mismo interpretaba hace 20 años, esa desesperanza le dio muy buenos resultados cómicos.
El especial se titula Un día en Nueva York con Woody Allen. Por razones obvias, no tiene la complicidad con la que Martin Scorsese escudriñó a su amiga Fran Lebowitz, que es otra neoyorquina ilustre, ácida, atea y nacida en la fe judía.
Trueba y Allen no son amigos, pero de algún modo están conectados. Y no solo por sus melenas canas y la espesa montura de sus gafas. Hasta coinciden en que La rosa púrpura de El Cairo (1985), ese relato sobre cómo el enorme poder redentor del arte frente a lo decepcionante que suele ser la vida, es uno de los momentos más inspirados de su más de medio siglo de cine. Cuando su primera película, Toma el dinero y corre (1969), se estrenó en las salas estadounidenses, David Trueba todavía no había nacido. A las pantallas españolas llegó unos años después y su hermano Fernando, que también entrevistó al director en 2019, sí que tuvo oportunidad de verla en una sala. Influyó en el entonces estudiante de cine, contaba él mismo en su artículo y quizá, por herencia filial, lo hiciera en el menor de los Trueba.
En este especial, el español pasea por los escenarios de Nueva York en los que se han rodado algunas de las escenas de las películas más representativas de Allen. Los rascacielos de Manhattan acompañan a ambos en los constantes planos-contraplanos de su conversación. Sin llegar a las profundidades del mítico encuentro entre Truffaut y Hitchcock, el tiempo de charla permite al estadounidense desvelar cómo es su proceso creativo, de la financiación al trabajo con los actores.
El director de Hannah y sus hermanas rodó en Barcelona, Oviedo y San Sebastián, ya en el tramo final de su trayectoria. Acrecentó a su paso por España una fama de director con escaso gusto a repetir tomas. Algunas de las preguntas de David Trueba dan la oportunidad al espectador de concluir si lo hace porque controla a la perfección su oficio o por mera abulia.
Ya en 2002, el crítico de cine Ángel Fernández Santos exponía en su análisis sobre Un final made in Hollywood su propia conclusión al respecto: “No es la primera vez que el mal hacer, el desaliño, la falta de esmero, la sensación de apresuramiento y la indiferencia ante el mal acabamiento de escenas e incluso de secuencias se adueña de una película de Allen y, pese a ello, funciona”, decía.
La charla es un aliciente extra al canal efímero Woody Allen por M+ que la plataforma ha creado. Cuenta con una selección de 29 de sus películas —todas las mencionadas en este texto están incluidas en esa selección— y estará disponible hasta el 3 de marzo en emisión lineal y bajo demanda. Entre esos títulos se incluye el estreno de su último trabajo, Golpe de suerte. Está ambientado en París y cuenta con estrellas del cine francés, como Melvil Popaud y Niels Schneider (protagonista de la serie de la temporada en la televisión gala, Sangre y dinero, disponible en Filmin).
Las ficciones de Allen están tan conectadas con su vida, o al menos con un trasunto de su existencia, que un buen editor podría construir una autobiografía visual a través de extractos salidos de ellas. Trueba usa algunos momentos como planos recursos que acompañan sus palabras o la del estadounidense. “La vida es estúpida... estúpida y trágica”, decía el cineasta en 2022. Por eso lleva medio siglo riéndose de ella.
Cuando Camilo José Cela apuñaló un cuadro de Miró (y todo lo que pasó después)
El 25 de diciembre de 1983, Joan Miró falleció en Palma de Mallorca. Nacido en Barcelona, el pintor siempre mantuvo una relación muy estrecha con la isla, de la cual eran naturales su madre y abuelos. De hecho, después de residir en la Ciudad Condal, París y Normandía –en muchos casos no por gusto, sino obligado por la coyuntura histórica y bélica de la primera mitad del siglo XX—, Miró decidió establecerse en Mallorca junto a su esposa, Pilar Juncosa, porque allí no era más que "el marido de la Pilar".
Esa situación no tardaría en cambiar. El éxito internacional del pintor hizo que la presencia de Miró no pasase desapercibida a los lugareños. Además de periodistas, curiosos y equipos de televisión que visitaban al artista, en 1954 comenzó a erigirse en la isla un nuevo taller para Miró proyectado por Josep Lluís Sert, amigo del pintor y que, por cuestiones políticas, llevaba veinte años inhabilitado para ejercer en España. Cinco años más tarde, aprovechando el dinero del Guggenheim International Award, Miró compraría también Son Boter, una antigua casa Mallorquina aneja a su residencia, Son Abrines.
En definitiva, a principios de los años 60, la presencia de Miró en Mallorca no pasaba desapercibida y muchos de los que por allí iban hacían lo posible por frecuentar la compañía del artista. Entre ellos, Camilo José Cela que, en 1954 se había afincado junto a su esposa e hijo en Mallorca, isla en la que había puesto en marcha Papeles de son Armadans, revista literaria en la que dio espacio a muchos de los escritores españoles exiliados tras la guerra como Max Aub, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre.
Durante años, Cela había insistido a Miró para que lo fuera a visitar a su casa del barrio de Bonanova, pero no sería hasta 1972 cuando el pintor aceptase finalmente la invitación. El día del encuentro, Cela llevó a Miró a su despacho y le mostró un cuadro, supuestamente del artista y que, decía, había comprado.
Nada más ver la tela, el pintor declaró que era falsa. Entonces, el escritor “se levantó bruscamente y agarró un cuchillo de encima de la mesa. Miró se sobresaltó, quizás temiendo por su vida, y casi ni se atrevió a abrir los ojos mientras el escritor, con gesto decidido y a grandes pasos, se iba hasta el cuadro, hendía de arriba abajo, lenta y dramáticamente, hasta dejarlo completamente mutilado”, recordaba Camilo Cela Conde en su libro "Cela, mi padre."
Según escribía Manuel Vicent desde el primer momento Cela sabía que el Miró era falso. Entre otras cosas, porque en los años 50, junto a González Ruano y Manuel Viola, Cela había tenido la ocurrencia de vender a algunos incautos cuadros falsos pintados al estilo de otros autores. Una de esas telas que se habían quedado sin colocar, la conservó Cela y fue esa la que le mostró al pintor catalán.
Tras esa espectacular e impostada reacción, Rosario Conde remendó la tela y el pintor se la llevó consigo a su taller. Allí la retocó añadiendo motivos de su propia creación y escribió una dedicatoria en el reverso que decía: “En memoria de una falsa tela apuñalada que dio nacimiento a una tela auténtica. A C.J.C. Su amigo Miró. 23-VIII-1972”.De esta forma, el falso Miró pasó de no tener ningún valor a ser una pieza cotizada por su rareza y peculiar historia que, sin alcanzar los precios de las obras convencionales del catalán, fue tasado en 120 o 150 millones de pesetas (700.000 y 900.000 euros, respectivamente).
En todo caso, el verdadero valor del Miró era el sentimental. Por eso, cuando Camilo José Cela se divorció de Rosario Conde para casarse con Marina Castaño, el matrimonio decidió donar el Miró a su hijo, entendiendo que era el objeto más relevante de la que había sido su vida en común. Poco después de recibirlo, Cela Conde acudió a las galería de arte mallorquinas para que tasasen la obra y tener así una base cierta sobre la que negociar la venta del cuadro.
Bien por tener conocimiento de estos intentos de venta, bien por los enfrentamientos que Cela tuvo con su hijo tras el divorcio de su esposa, lo cierto es que el escritor revocó la donación y, en 1995, exigió la devolución del cuadro alegando “ingratitud”, lo que fue desestimado por un juzgado de Palma de Mallorca en 1996.
El fallo no mejoró la relación entre Cela y su hijo, por lo que ya el por entonces Premio Nobel decidió sacar de su herencia a Cela Conde en la medida de lo posible. Habida cuenta de que no había razones para desheredarlo, consideró que con la entrega del Miró rasgado ya estaba suficientemente pagado en lo que a la legítima se refiere, algo con lo que Cela Conde no estaba de acuerdo.
Tras el fallecimiento del escritor y la lectura de su testamento, Cela Conde mostró su desacuerdo e intentó iniciar una ronda de negociaciones; pero “No hay nada que negociar. ¿Que no están de acuerdo? Cuando uno no está de acuerdo con el testamento de su padre, tiene varias vías: o aguantarse o emprender acciones legales. No podemos decir otra cosa. ¿Negociar nosotros sobre una cosa que es la voluntad del testador? Sería un insulto al propio Camilo”, declaraba un abogado a principios de 2002.
En febrero de 2002, la Agencia EFE informaba que el famoso Miró estaba colgado en la galería italiana Cortina d’Ampezzo a la espera de comprador.
Una vez metidos en juicios, Cela Conde entre aguantarse o emprender acciones legales sobre el testamento de su padre, optó por lo segundo e impugnó el testamento, argumentando que el Miró rasgado no cubría la parte de legítima herencia porque el patrimonio del Nobel era mucho mayor de lo declarado.
Después de varios años de pleitos, en 2014 la Audiencia de Madrid ratificó la resolución de Primera instancia favorable a Cela Conde. En ella se establecía que la cantidad que le correspondía ascendía a más de cinco millones de euros.
Del Miró rasgado, sin embargo, nunca más se ha sabido.
Estos son los artistas más cotizados actualmente
Caroline Appert
Hockney, Hirst, Banksy, Saville... Los nombres más influyentes del arte contemporáneo se reparten el mercado y alcanzan precios sin precedentes.
1. David Hockney
Inspirado por su entorno y los paisajes que le siguieron, el octogenario artista británico se entusiasmó, a su llegada a California, por las grandes avenidas, las palmeras y las villas. Famoso por su mítica serie sobre piscinas, su obra maestra Retrato de un artista (piscina con dos figuras), pintada en 1972, se vendió en 2018 en Christie's por la suma récord de 79,8 millones de euros, lo que convirtió a David Hockney en el artista más caro de la historia. La obra del pintor, que ahora vive en Normandía, atrae sumas astronómicas de dinero, convirtiéndose en el artista vivo más cotizado, por delante de Jeff Koons.
2. Peter Doig
Aunque los años 90 fueron una época de efervescencia artística para el arte conceptual y la provocación, Peter Doig tuvo éxito con los paisajes figurativos. El artista, que se inspira en los grandes nombres del arte moderno como Cézanne, Gauguin y Otto Dix, juega con los efectos del color y los materiales para producir una narrativa principalmente simbólica: se aburre de trabajar de forma idéntica el motivo. Peter Doig, de fama internacional, ha colaborado en la colección otoño-invierno 2021-2022 de Dior, por petición de Kim Jones, directora artística de la casa. Vendido a finales de 2021 en Christie's por la suma récord de 39 millones de dólares (34,5 millones de euros), el óleo sobre lienzo Swamped (1990) muestra una barca blanca flotando en la superficie de un estanque.
3. Jasper Johns
Junto con su amigo Robert Rauschenberg, desempeñó un papel decisivo en el nacimiento del Pop Art, en oposición al elitismo del arte y al expresionismo abstracto. El pintor estadounidense Jasper Johns utilizó desde el principio objetos y motivos comunes para dar un vuelco a las nociones convencionales del arte. Una de sus técnicas clave es el llamado proceso de encáustica, que consiste en una mezcla de pigmento y cera líquida que da transparencia a la superficie pintada. En 2014, su American Flag (1983) se vendió por 36 millones de dólares (31,8 millones de euros) en Sotheby's.
Expuesto por primera vez en la famosa galería de arte emergente Ferus de Los Ángeles, el artista Ed Ruscha se convirtió rápidamente en protagonista de la joven escena artística californiana. A partir de la década de 1960, su nombre fue conocido por sus pinturas de letras reaccionarias y sus eslóganes sobre la vida moderna estadounidense. A menudo comparado con el Pop Art, su obra gráfica en torno a la tipografía y la llamativa disposición denuncia y genera nuevos significados. En 2019, el óleo sobre lienzo Hurting the Word Radio #2 (1964) se vendió en Christie's por 52,5 millones de dólares (46,4 millones de euros). En cinco años, la cotización de este artista casi se ha duplicado, ya que en que en 2014 el cuadro Smash (1963) se vendió por 30,4 millones de dólares (o 26,9 millones de euros) en la misma casa de subastas.
5. Brice Marden
El pintor neoyorquino Brice Marden combina minimalismo y lirismo. Influido por las ricas enseñanzas de sus viajes al extranjero y su interés en la caligrafía china, sus cuadros presentan significativas y sinuosas líneas. En particular, explora el color y el gesto intuitivo de la mano. En 2006 se celebró una exposición retrospectiva de su obra en el MoMA. En 2020, su óleo sobre lienzo Complements (2004) se vendió por 30 millones de dólares (26,5 millones de euros) en Christie's.
6. Christopher Wool
En sus inicios en la escena artística de los años 80, el pintor estadounidense Christopher Wool se inspiró en el metro urbano de Nueva York en el que vivía. Famoso por sus palabras estarcidas sobre lienzos blancos y sus composiciones abstractas, combina la pintura en aerosol, la pintura a mano y la serigrafía en una paleta cromática limitada al blanco, gris y negro con algún que otro toque de color. Mientras que en 2013, la Solomon R. Guggengeim le dedicó una retrospectiva, en el año 2015 consiguió su venta récord con Untitled (Riot) de 1990, su esmalte sobre aluminio vendido por 29,9 millones de dólares (26,4 millones de euros) en Sotheby's.
7. Yoshitomo Nara
El artista japonés saltó a la fama en la década de los 90 por sus coloridos retratos de niños de tipo manga. Este consumado artista combina la cultura japonesa del cómic y las máscaras de teatro tradicionales japonesas con la cultura occidental desde sus estudios de arte en Alemania. A lo largo de los años, sus personajes se han armado para defenderse de las fuerzas del mal. Con la venta en 2019 de Knife Behing Back (2000) por 25 millones de dólares (22 millones de euros) en Sotheby's, Yoshitomo Nara se ha consolidado como uno de los artistas asiáticos más cotizados y valorados del mundo.
8. Banksy
Figura clave del arte callejero, el artista británico Banksy y aclamado por sus mensajes contundentes y humorísticos, sigue cultivando el anonimato, y continúa, después de unos cuantos años de fructífera trayectoria, siendo el protagonista de las mayores especulaciones. En muros de todo el mundo, con la ayuda de plantillas, denuncia los principales problemas políticos y sociales, como el capitalismo consumista o la privación de libertad. En 2021, Banksy batió un récord convirtiéndose en en el primer artista en crear una obra de arte en una venta, produciendo una sorpresa general en Sotheby's cuando La chica del globo se autodestruyó ante los ojos atónitos del público tras su subasta por la suma de 21,8 millones de euros.
9. Pierre Soulages.(1919-2022)
Rara vez los artistas hacen una retrospectiva de su centenario. El pintor francés Pierre Soulages, que cumplió 100 en 2019, celebró el acontecimiento más excepcional e inédito de todos: una exposición en el Louvre. El artista de los famosos monocromos fue el primero en celebrar el inusual acontecimiento. Maestro del arte abstracto desde los años 40, Pierre Soulages fue fascinado por el negro, su gama cromática preferida, a la que llamó "outrenoir", por sus infinitas posibilidades y sus complejos reflejos de luz. En raras ocasiones, combinó el negro con colores como el rojo, como en su obra Peinture 195 x 130 cm, 4 de agosto de 1961, que se vendió por 20,2 millones de euros en Sotheby's Nueva York en 2021, todo un récord para el pintor, que le situó entre los artistas vivos más cotizados del mundo.
10. Jenny Saville
La pintora británica Jenny Saville es la artista viva más aclamada internacionalmente. Especialista en pintura de desnudo figurativo, representa casi exclusivamente temas femeninos utilizando gruesas capas de pintura al óleo. Artista práctica, se formó observando cuerpos inertes y sumergiéndose en el trabajo de un cirujano plástico en su consulta de Nueva York. Fascinada por la carne y la imperfección, Jenny Saville representa cuerpos que se niegan a esconderse y cuestiona los tabúes y la percepción que la sociedad tiene del cuerpo. Su cuadro Proped, expuesto en 1997 en la Saatchi Gallery para el evento Sensation: Young British Artists, se vendió en 2018 en Sotheby's por 12,4 millones de euros.
La realeza alguna vez fue hábil para deshacerse de parientes no deseados, pero esa ya no es una opción
Se supone que la familia real se ha despojado del príncipe Andrés. Pero no ha terminado el trabajo. Han pasado más de dos años desde que fue despojado, con gran ceremonia, de sus deberes públicos, de sus dos docenas de títulos militares, de los patrocinios benéficos que le quedaban y, más o menos, de la abreviatura HRH, que aparentemente todavía puede utilizar, aunque no "oficialmente". Lo que sea que eso signifique.El príncipe permanece en propiedad real pero en una especie de exilio interior, alejado de balcones y ventanas. Ha sido parcialmente digerido pero no expulsado del todo.
Sin embargo, el estatus no oficial de Andrés –la responsabilidad real– no ha cambiado. La revelación de 900 páginas de documentos judiciales en Estados Unidos expuso nuevos detalles de su amistad con Jeffrey Epstein, debilitando aún más su argumento de que no tenía la menor idea de lo que el financiero pedófilo estaba haciendo con todas esas jóvenes. Y dañando aún más la reputación de la realeza en general.
Las nuevas revelaciones son más condenatorias que incriminatorias, pero han vuelto a poner al príncipe en los titulares. Lo mismo, probablemente, continuarán los procedimientos legales en los EE.UU. contra los asociados de Epstein. Y también lo hará una próxima película de Netflix, Scoop, una dramatización de la histórica entrevista de Newsnight con Emily Maitlis.
Cada vez que surgen estos recordatorios, hay llamados para que el rey Carlos “haga algo” con respecto a su hermano menor. Pero el palacio se está quedando sin cosas a las que Andrew pueda renunciar en desgracia. La siguiente idea, según los rumores, es que Carlos lo expulse de la Logia Real y de allí a Frogmore Cottage, una residencia de gracia y favor ciertamente más pequeña, sobre la base de que él debería financiar su propia seguridad. Pero el plan parece haber fracasado. Como dijo un “asociado” de Andrew al Times la semana pasada: “Es una propuesta muy poco atractiva retirar la seguridad para echar a tu hermano” y “en esa familia, la sangre es más espesa que el agua”.
¿Cómo se resuelve un problema como el de Andrew? La solución de Carlos reside en su ambición de "adelgazar" la monarquía ; aliviar a tías, hermanos y primos de títulos, deberes y dinero públicos. Aquí se persiguen dos objetivos: primero, hacer que la familia sea más barata y, por tanto, más popular; y segundo, reducir la superficie de la que pueden surgir parientes problemáticos. Lo primero está bien pero lo segundo fallará. De hecho, ya está fracasando.
¿Es necesario deletrearlo? Una monarquía hereditaria no puede elegir a sus miembros. Un pariente cercano del monarca siempre será considerado miembro de la realeza. No importa cuánta burocracia se elimine o con qué cuidado se modifiquen sus títulos, el príncipe Andrés –al igual que el duque y la duquesa de Sussex– seguirá siendo un miembro de la familia y, por lo tanto, siempre será capaz de desacreditarla. Cuando se trata de Andrew, la responsabilidad no es su título sino su fama, y eso no va a desaparecer. A la familia le gusta llamarse a sí misma “la empresa”, como si fuera un negocio. Pero es el tipo de negocio en el que no se puede despedir a nadie, sin importar cuántas víctimas de agresión sexual de 17 años se quejen ante Recursos Humanos.
De hecho, el plan para reducir la grasa real puede resultar contraproducente. Quitar los deberes y protecciones reales a los parientes que se portan mal más bien les quita las cadenas, dándoles tiempo, libertad y, lo que es más importante, el incentivo financiero para abrirse camino en el mundo por otros medios. Harry y Meghan no necesitarían construir carreras vergonzosas en la radiodifusión si dedicaran su tiempo a visitar fábricas de mermelada y abrir centros comerciales provinciales. ¿Es realmente la solución permitir que miembros menores de la realeza vivan como celebridades ricas (incluso sin estipendios públicos, su riqueza heredada es enorme)? Dado que Andrew siempre será rico, famoso y deshonrado, tal vez un castigo más apropiado sería llenar su calendario con actividades aburridas pero valiosas, el equivalente a un largo período de servicio comunitario, como se supone que es la vida real. Quizás recogiendo basura. O asistir a espectáculos de variedades reales.
Si Charles estuviera realmente comprometido con la tradición, tendría otro tipo de respuesta al problema de Andrew. En los últimos doscientos años, la monarquía se ha vuelto bastante blanda: pensemos en Jorge VI, quien permitió que su hermano mayor, el duque de Windsor, que simpatizaba con los nazis, pasara la Segunda Guerra Mundial como gobernador de las Bahamas. ¿Cómo deshacerse de los hermanos problemáticos? En la larga historia de la que la familia sirve ahora como talismán nostálgico, la respuesta fue a menudo más sencilla.
Hay demasiados ejemplos para mencionarlos todos. Ricardo III encarceló a sus sobrinos, donde fueron asesinados; Enrique VII mató a más de un primo. Isabel I hizo ejecutar a su prima María, reina de Escocia. Eduardo IV mató a su hermano pequeño. Al igual que la mafia, la realeza tiene métodos tradicionales para “reducir la plantilla” en una empresa familiar. El sinsentido hereditario se encuentra con la lógica darwiniana.
Por supuesto, “el problema de Andrés” es en realidad “el problema de la familia real”. Cada generación de la realeza tiene su oveja negra y sus santos: ¿quién sabe dónde podría aparecer el próximo Andrés? La próxima vez puede que sea el primogénito. Es una convención moderna hablar de la realeza como si de alguna manera se hubieran ganado su estatus (trabajan duro, cumplen con su deber), pero no es así. Puede que no tengan mucho poder hoy en día, pero aún así nos representan. Nos gusta pensar en la realeza como un consuelo, un símbolo tranquilizador de tiempos pasados, pero son un riesgo.