Juan y yo.
Alejandro Schleh
No hacía demasiado tiempo que había llegado a esta Capital y
venia trayendo algunas anécdotas divertidas sucedidas durante su servicio
militar y algunas noticias internas de cuestiones relativas a Montoneros,
cuestiones domésticas que sólo podían ser conocidas por quienes desde dentro
fueron participes o testigos. Hablaba del Nacho Vélez, de Emilio Maza, de los
hermanos Liprandi, de la misma manera que se puede hablar de un hermano, o de
un amigo. Con total naturalidad y familiaridad. Siempre insinuando, diciendo de
alternativas, sembrando interrogantes y enigmas, hablando de las incomodidades
que en hoteluchos de mala muerte y aguantaderos padecieron los militantes.
Sucedido ya el asunto de La
Calera, sus comentarios acerca de aquel hecho estaban
sembrados de pistas, eso creo, como para que alguien ingenuo como yo, inexperto
adolescente que de ningún modo había vivido lo que él, ni transitado
por las calles como un patrón con un arma –patrón, decía-, lo
supusiese partícipe de aquel acontecimiento subversivo y lo mirase como a un
héroe comprometido con los valores cristianos primigenios, algo así como a un
cruzado. Seguramente, esperaba ser admirado de la misma manera que él admiraba
a sus “soldados” Montoneros. Insistía mucho –ya conocía yo los orígenes
pseudoreligiosos del movimiento- en el tema del cristianismo verdadero y el
sentido heroico de la vida.
No le creí lo de su padre estanciero siendo infantes y no le
creí de grande cuando insinuó haber sido partícipe de aquel hecho terrorista. Y
no sé todavía si me equivoqué o no al no creer esto último, aunque hoy sigo
sin dudas por instinto, no lo fue, porque hubiera aparecido su
nombre en algún diario, pienso, como prueba de lo que hubiera sido mi diagnóstico
desacertado de mitomanía. Siempre ignoré entonces sus fábulas, fantasías, y
actué una y otra vez como si jamás las hubiese escuchado o puesto algo en tela
de juicio. Ni de soslayo demostré curiosidad alguna; no recuerdo haberle
preguntado alguna cosa referente a Montoneros. Sólo me remití alguna vez a
pasarle el dato que yo había conocido a Capuano Martínez, a Ramus y a Abal
Medina, y que había sido compañero de banco de Firmenich por todo un año y su
amigo en los recreos durante dos, en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Me
comentó al pasar que Mario era un boludo; no le pregunté por qué lo decía.
Este comportamiento, ese yo reservado que guardaba para mí, un
poco evasivo y poco comunicativo con respecto de ese y otros temas más, que
motivó acaso que algún día me dijese que yo estaba siempre en guardia - esa es
mi conclusión psicológica retorcida - estoy seguro fue la llave que nos
permitió compartir unos años de amistad y aventura sin peleas. Sus rarezas
jamás me sorprendieron, más bien fueron esperadas.Competíamos en canto
caminando por las calles de San Telmo a cualquier hora de la madrugada, cuando
el silencio era casi absoluto. Cantábamos “Please Release Me Let Me Go” a todo
lo que dábamos, primero uno después el otro, comparándonos. Y las voces
retumbaban en ecos por la noche. Rebotando entre los frentes de las casas de
bajos y los edificios en altura, por entre los pulmones y las troneras de las
manzanas.
Tenía su voz una potencia inusitada. En Córdoba, estando en el
cuartel, debió ser llamado a un costado y debió entender razones por la fuerza.
Se obligaba a los soldados a gritar “presente” a pulmón lleno y a no andar
diciéndolo como mariquitas. Se ve que en la milicia se mide la hombría según el
método de la potencia de la voz. Los “presente mi teniente” de Juan recorrían
las hectáreas del regimiento provocando hilaridad en la tropa; y él, muy serio
y plantado. Se lo hizo en los oídos a Corniccelli – quien años más tarde fuera
enviado por Lanusse a Madrid para entrevistarse con Perón en misión especial de
acercamiento y que regresó a Buenos Aires con las manos vacías de aquella
reunión, pero con la humillación de haber sido el hazme reír del General debido
a la onomatopeya del apellido. Este simulaba confundirse al nombrarlo, y
comentaba por radio o declaraba a los diarios o a la televisión, que Lanusse le
había enviado a un “no recuerdo bien, un tal” y ahí nomás soltaba el nombre de
la pasta, “vermicelli”; era ocurrente el General- un “presente mi
Coronel”, que lo dejó con los oídos zumbando. Se le impuso un
castigo grave por impertinente. También debió soportar calabozo cuando con
otros dos compañeros salió por la mañana hacia la capital de Córdoba en
comisión, para hacer revisar unas baterías en un taller, y regresaron al
regimiento pasada la medianoche con cuentos que explicaban aquel retraso y que
no fueron creídos por nadie. Habían estado recorriendo distintas
confiterías, bares y boliches bailables, de moda en aquella época, con aquel
Jeep camuflado y luciendo sus uniformes de dragoneantes y sus boinas coloradas
ladeadas de paracaidistas, haciendo facha.
Con todo, por sus aptitudes como paracaidista, terminó el
servicio militar con el grado de subteniente.
Pese a no haber sospechado ni un poco su participación en el
copamiento de La Calera debí aceptar
que tenía algunas vinculaciones dentro del movimiento.
Me dijo que era peronista el día siguiente de habernos reunido
por primera vez después de no vernos por unos cuantos años desde que terminamos
el colegio primario. Pasó a ser la primera persona peronista que conocí de
cerca, hija de una por demás típica clase media, que no perteneciese a los
sectores postergados de la población de piel oscura. Me causó mucha impresión
aquella confesión, llamémosle, declaración de principios. Contra toda la
estructura que por años formara en mi cabeza, propia de quien solo oyó
desde chico hablar pestes de Perón, de Eva Perón y de la CGT, venía a remover
la estantería y dejarla sin patas. Yo sabía que existía gente así, de
clase media y leída que había abrazado el peronismo. Sin
ir muy lejos, algunos de mis ex compañeros del Nacional Buenos Aires de los que
no tuve más noticias desde que dejé el colegio hasta que aparecieron en los
diarios. Sabía que a veces iban a Plaza Once a las reuniones populares y
que comenzaron su formación en los grupos cristianos a los que por agnóstico
dejé de ir. Pero nunca había visto o conversado con alguno de ellos cuando
estaban ya entregados a la militancia. Salvo con Fimenich, con quien tuve en
corto encuentro en un bar, de pura casualidad, muy poco antes del asunto de
Aramburu. Y con Juan, que hablaba del sentido heroico de la vida, y que en
realidad fue un peronista que habiendo empezado romántico terminó siéndolo
deportivo y luego nada.
Él tenía vinculación en Buenos Aires con un grupo pequeño
de muchachos, cuadros del interior –no sé por qué habrían de llamarse de ese
modo si no tenían nada que ver lo pictórico -, que vivían en un reducido
departamento alquilado de dos o tres ambientes sobre la calle Chile, entre Perú
y Bolívar. Allí me llevo un día por la tarde. Sin muebles, se las arreglaban
como podían y dormían tirados por el piso envueltos en frazadas. Había, contra
las paredes del living, algunas pilas de panfletos que decían algo de Perón, y
unas cajas con jeringas vaya uno a saber para qué. Se rieron de mí durante un
simulacro que duró algo más de un minuto. Dijeron que me iban a inyectar alguna
cosa y que no podía negarme; que si me negaba lo harían por la fuerza. Me
sorprendieron con ese chiste y por segundos dudé si no sería verdad aquel
cuento que me hacían esos desconocidos compañeros de un Juan enigmático. Dónde
me habría metido.
Nunca volvimos a ese lugar; yo no hubiera vuelto por otra parte,
ya que no me interesaba para nada aquella gente que me atemorizaba, no me
sentía afín ni cómodo en absoluto con ellos y sus metodologías violentas.
Porque una cosa es decir la violencia de arriba engendra la de abajo y
escribirlo en los libros –cosa que creo sólo parcialmente porque también hay
violencia por abajo y por los costados, y dentro de cada uno de nosotros- y muy
otra empuñar un arma y salir a la calle y no saber si se vuelve. Yo no podría.
Nos dedicamos a recorrer algunas unidades básicas del barrio.
En un corto período de tiempo aprendimos –Juan era tan ingenuo como yo en ese
aspecto- cómo funcionaban, al menos las que conocimos. Sacamos en limpio que
muy lejos estaban de ser democráticas pues tenían dueño, así como se dice y
suena, dueño, y era por lo tanto imposible sobre la base de discusiones
genuinas imponer alguna idea. En las reuniones era siempre problemático
conseguir el favor de los presentes en base a razonamientos lógicos, retórica o
carisma, sin temor de producir tensiones o una escena de celos de parte de los
patrones de la unidad. En todas se hacía visible una cabeza y una corriente de
voluntad contra la cual era imposible remar y se producían enfrentamientos que
podían terminar mal si alguna de las partes no renunciaba a sus inquietudes
respecto de captar la voluntad de la masa. Pasaba que debíamos renunciar a
algunas de nuestras mociones. Entonces, era el "dueño" quien decidía
en qué actos políticos estar presentes y en cuáles no. Dónde pegar afiches y
qué debían decir las pancartas y pasacalles. Evidentemente se bajaba línea y
nada era producto de un consenso; la mayoría de las unidades de la zona
pertenecían al grupo autodenominado "Guardia de hierro" y ya se sabía
muy bien de antemano, cuales serían las conclusiones de las reuniones. Es de
imaginar que, con seguridad, el conjunto de las unidades básicas del
movimiento, pertenecieran al grupo que pertenecieran, funcionasen de la misma
manera. Así pasaría seguro con las de la "Tendencia", con las de
"Trasvasamiento Generacional" y con todas.
Renunciamos a exponer nuestros puntos de vista ante esa gente
impermeable, a veces prejuiciosa que eran los jefes; bajadores de líneas que a
su vez les eran bajadas. No seríamos simpáticos y convincentes ni ganaríamos el
favor de las masas que solían estar formadas por puñados de entre veinte y
cincuenta, sesenta afiliados por Unidad Básica. Nunca vimos reuniones de más de
esa cantidad de gente, al menos en las de San Telmo. Militaríamos como chicos
buenos y acataríamos las consignas hasta tanto no se salieran con alguna cosa
demasiado rara o tediosa. Haríamos chistes o comentarios intrascendentes.
Eran comunes y corrientes los mitines donde confluían varias
unidades básicas.
Fuimos a una de esas convenciones parlamentarias como
representantes de la nuestra, una que elegimos casi por azar, la de la esquina
de Cochabamba y Perú, integrada por un grupo más o menos agradable de gente de
nuestra edad.
Llegamos al cuarto o quinto nivel de un edificio ubicado sobre Paseo Colón a
bordo de un ascensor de casi el tamaño de un montacargas. El inmueble estaba
ubicado en las cercanías de la
Cámara de la Construcción, quizá
contiguo, y poseía un estilo parecido. Un gran piso moderno de la década del
cincuenta, de techos bajos, solado de parquet ordinario y rojizo cubierto de
polvo. Una importante superficie poblada de columnas de sección cuadrada que se
repetían cada tanto, una de las paredes rematada por sucios ventanales de
blindex, un lugar abandonado y despojado. Alguna mesita de esas para
apoyar máquinas de escribir, una que otra silla, nada más, agregaban sensación
de dejadez a la que naturalmente remitían las hojas tamaño oficio tiradas por
el piso y pisoteadas y selladas con dibujos de suelas y tacos diseminadas aquí
y allá. La luz blanca de los tubos fluorescentes aportaba lo suyo; aunque nunca
podría funcionar un quirófano en un lugar con tanto polvo.
Una sorpresa encontrar allí al gordo Castells Blanco
ensimismado. Mi viejo compañero del Buenos Aires bajando línea como coordinador
de un grupo de unos cuarenta militantes, todos sentados sobre el
polvo gris del piso formando ronda a su alrededor, mientras mantenía su cuerpo
depositado sobre una hoja abierta de papel de diario a manera de alfombra.
Lo recordé en primer año, y sobre todo en segundo, gritando ser
conservador a un Illanes socialista y a un Firmenich indeciso todavía,
nazi-fachista o vaya a saber uno qué, admirador de Tacuara. Llevaba una camisa
celeste -de esas para usar con corbata- arremangada hasta los codos, un simple
y viejo cinturón de cuero color suela oscurecido por la transpiración en la
zona de la espalda sobre un pantalón de poplin beige, medias azules, unos
mocasines gastados de caquero nostálgico. Admiré su gran cabeza de nariz
aguileña, su notable tez blanca, y su pelo castaño entre lacio y enrulado y su
naturalidad para llevarlo despeinado con distinción; no era de esos que andan
mirándose al espejo: si su camisa se salía fuera del pantalón en algún momento,
ahí quedaba por el resto del día.
En posición de loto, el gordo Castells Blanco, ilustrado y tipo
bien, resuelto a ser dirigente de la jotape adoctrinando con su
labia convincente. Lo habrá sido. Nunca más supe de él salvo alguna vez que leí
su nombre en el diario en algún pequeño artículo referido a la juventud
partidaria, antes del último, uno de noticias fúnebres encabezado con su
nombre. No hace tanto, un ex compañero común que encontré por la calle, me dijo
que estaba muerto de muerte natural, alguna enfermedad o algún ataque. Nada que
haya tenido que ver con alguna represión mal ejecutada por dictadura alguna.
Eran varios los grupos diseminados y sentados sobre la
superficie pulverulenta. Fuimos hasta el nuestro con Juan y estuvimos un rato
no muy largo. Como si fuésemos veedores o inspectores, auditores de alguna
compañía, pronto nos fuimos aburridos. Siempre las mismas palabras, el meloneo
permanente y las contradicciones lógicas. El convencimiento de estar presentes
nadando en un mar de mediocridad donde callar resignado y mirar el suelo
pensativo era la mejor opción; estar ausente. Esto no cambia
más. Una mirada retrospectiva en cada braceo de aquella travesía me llevó a
imaginar que siempre debe haber sido esa la manera de ir construyendo la historia.
Que se escribe sumando y restando intereses personales y colectivos,
entendidos, malentendidos, encuentros y desencuentros, en un singular revuelto
temporal. Y debe ser por eso mismo que tanto nos cuesta organizarnos y escapar
de la animalidad y eso nos carga con la culpa a algunos más a otros menos. La
capacidad de darnos cuenta, intuir la irracionalidad de nuestras conductas en
las que incurrimos nos juega en contra. A mayor animalidad menos culpa por esa
causa, y al revés. Son inocentes los animales por más que muerdan o piquen. Se
me ocurrió pensar que la idea de apoyar los déspotas ilustrados no debe ser tan
descabellada en algunos momentos del decurso humano, de la travesía, cuando las
soluciones urgen salir a flote. Idea no como una conclusión de aquella
experiencia ganada en la convención de las unidades básicas en aquel salón
moderno iluminado por los tubos fluorescentes de luz blanca de mortaja. Idea
simplemente porque sí. Porque se me vino de pronto a la cabeza, y porque la
paso rumiando bajo el impulso de un arbitrio sin control. Cual albedrío. Y se
piensa eso de la misma manera que se opta por un bombón determinado y no por el
de al lado. Estos son mis principios, si no gustan busco otros, decía Marx.
Groucho, digo.
De Remonta y Veterinaria ( Fragmento)