La Persecución del señor Möller
Alejandro Shleh.
"A los diecinueve años compramos con Gonzalo nuestro
primer auto con plata propia y unos escasos dólares que mi madre nos prestó y
devolvimos en pocos meses.
“La Chata” era el nombre con que uno de mis compañeros de
facultad lo bautizó; un Plymouth 1928 que llamaba la atención de todo el mundo
por su estado impecable. Ya viejo cuando lo adquirimos, hoy es una pieza de
colección que vaya a saber uno por donde anda."
Fuimos al lago Tres de Febrero a la zona del Hostal, en Palermo, a lavar
Terminada la tarea de la limpieza y
luego de impresionar a los remeros, ciclistas, futboleros, maratonistas y
jugadores de paleta, con nuestro deporte noble tirando por un buen rato,
emprendimos el regreso a casa no sin antes revisar nuestras cinturas y
espaldas; pese a las máscaras, guantes y chaquetas reglamentarias, igualmente,
a veces, nos quedaban algunas marcas sangrantes en algunas partes del cuerpo,
especialmente cuello, cintura, y parte alta de los muslos.
Volvíamos con el auto reluciente por Av.
Santa Fe y se hizo evidente que alguien detrás de nosotros estaba algo alterado
e intentaba pasarnos a toda costa.
Tocaba bocina insistentemente, hacia
guiño con las luces y ademanes y gestos guarangos, mientras agitaba su brazo
por fuera de la ventanilla. Desconocíamos el motivo de sus nervios y apuro,
pero la cuestión es que las distintas combinaciones y variaciones de las
posiciones relativas de cada uno de los vehículos en ese enjambre de autos,
sumadas a nuestras pericias y movimientos malintencionados y ajedrecísticos,
conseguían metro a metro, que todos sus intentos de sobrepasarnos fuesen vanos.
Nuestro lento, anticuado armatoste, el Plymouth de 1928, le resultaba
visiblemente molesto y absolutamente inoportunos los espacios que no muy
milagrosamente, íbamos ocupando dentro del flujo.
Doblamos por Cerrito mano al sur
mientras vimos al Falcon hacer lo mismo, tomar la misma calle, oímos bramar
furioso el motor, al tiempo que por una hendija se nos colaba victorioso
tomando la delantera. Desde aquel auto, un conductor algo pasado en años, nos
miró de costado insinuando algún insulto soez. Con una pelada corona en su
cabeza, el hombre pulcro y trajeado demostraba ser lo contrario de un gran
señor pese al disfraz.
Cien metros más allá, en Charcas –hoy
Marcelo T de Alvear- el semáforo acababa de ponerse colorado. Nuestro
desconocido contrincante del asfalto,
que había hecho esa cuadra a toda velocidad, no tuvo más remedio que parar con
nosotros a la zaga. También habíamos recorrido esa cuadra a la velocidad que podíamos,
y debimos frenar detrás de él, con la dudosa suerte que hizo que al detenernos,
tocáramos levemente su paragolpes. Fue un toque extremadamente leve y sólo un
adivino pudo haber conocido nuestra intencionalidad; ese tipo de cosas suelen
suceder permanentemente de manera natural en el tránsito ciudadano. Sólo
nosotros, un adivino, y nuestro amigo del Falcon, compartíamos aquella
información de que el incidente diminuto no era casual. Su respuesta no se hizo
esperar y fue tan rápida como insólita. Puso primera, adelantó su auto unos
cincuenta centímetros, y luego nos chocó con una fuerte marcha atrás. El
semáforo se puso verde y salió picando. Había firmado su acta de defunción.
En ese momento empezó nuestra carrera
encarnizada, a lo largo de la cual, no consiguió alejarse de nosotros durante
el corto tiempo que lo perseguimos. Teníamos la ventaja de lo pesado del
tránsito, de nuestra temeridad inconsciente, y
que tanto autos como peatones hacían espacio para dejarnos pasar.
Nuestro vehículo llamaba la atención, se imponía por su sola presencia, por
altura, rareza y anacronismo. Los espectadores ocasionales, quizá tuviesen
además, la duda nada desdeñable de suponer que los frenos de nuestro móvil no
fuesen eficientes del todo.
Fueron tres cuadras en las cuales,
mientras yo manejaba, un auto pegado al otro, alguien sentado detrás de mí
gesticulaba incoherencias mientras agitaba las manos aparatosamente con medio
torso por fuera de la ventanilla, en que, por la misma abertura de atrás,
asomaba un gran plumero de unos ochenta centímetros de largo y un brazo
hacendoso se dedicaba a plumerear techo y capot del Falcon del ahora
sorprendido contrincante. En que un arma asomaba amenazante. Un torso, una
cabeza enmascarada y un brazo blandiendo un sable. Todo, sucedía con ambos
autos en movimiento.
Al llegar a Viamonte dio un golpe de
volante y tomó por esa calle cruzando la Av. Nueve de Julio a velocidad considerable,
siguió derecho con nosotros pisándole los talones. Cruzó Suipacha, y una vez en
Esmeralda, dobló nuevamente, esta vez hacia el norte, hasta mitad de cuadra en
que decidió literalmente zambullirse en un garage, al que también fuimos a
parar detrás de él. Quedamos con ambos autos estacionados en la entrada del
establecimiento. El Falcon frente a la rampa que llevaba al piso superior, La Chata a un metro de su baúl
con su parte trasera casi pisando la vereda, pero bajo techo.
El encargado del garage no alcanzó a
reaccionar. Salió de su pequeña oficina y caminó dando vueltas sin rumbo. Iba y
venía de un lado a otro.
El hombre de traje bajó amenazante de su
auto con un matafuegos en la mano al tiempo que yo, al ver que bajaba con
semejante arma, descendía empuñando mi sable. Se plantó a un metro y medio
apuntándome. Sin inmutarme y dirigiéndome a mis amigos les dije: “el hombre me
está amenazando, -y ahora mirándolo a la cara- lo reto a duelo”…”Por favor, un
sable para el señor”.
Mientras sucedía todo esto, una enorme ronda de curiosos
se formaba vertiginosamente, mientras Marcelo –siempre el mismo- aprovechaba para perderse entre la multitud.
Así, nuestro grupo de seis quedaba reducido a cinco al tiempo que tres
motociclistas de la policía con sus cascos blancos arribaban al lugar.
Aparecieron como por arte de magia.
Los pasajeros de los colectivos que pasaban por Esmeralda
asomaban sus cabezas por las ventanillas para mirar. La gente se agolpaba. El
tránsito se hacía cada vez más lento, todos querían ver lo que pasaba. Pronto
llegaron dos patrulleros de la Policía Federal como refuerzo.
En ese momento estuvimos todos en el
acuerdo tácito de minimizar la situación,
pero tanto las explicaciones dadas por un hombre grande y buena
presencia, como las nuestras, no convencieron a los agentes.
Las motos adelante con sus motociclistas
corpulentos de cascos blancos, seguidas de un patrullero con cuatro policías,
dos sentados en el asiento trasero que flanqueaban a un empequeñecido,
humillado Sr. Möller ya sin matafuegos ni Falcon, avanzaron por la estrecha
calle Esmeralda seguidos por La
Chata. En su interior, nosotros, sonrientes. Ahora manejaba
uno de mis hermanos: nos dimos cuenta que yo había conducido sin registro hasta
Palermo y durante toda la persecución; lo había olvidado en casa.
Otro patrullero, algún metro por detrás
de nosotros, remataba la caravana con sendas motos en sus flancos. Así
partimos. Ese fue el tándem que desde aquel garage céntrico emprendió viaje
rumbo a la comisaría ubicada a una cuadra de la Iglesia del Socorro. Nos
despedimos de los curiosos agitando las manos mientras los más exaltados
proferían vítores a los mosqueteros.
Parecía la delegación de la embajada de
algún país lejano y exótico, porque en realidad, solo nos faltaban las
banderitas en los guardabarros.
“Y esto?” Preguntó el comisario mirando el
objeto que los agentes habían apoyado sobre el escritorio de su oficina, junto
al matafuegos del agresor.
“Un sable deportivo sin punta ni filo”, contestó mi
hermano, quien debió asumir la responsabilidad de declarar como conductor de La Chata y siguió declarando a
puerta cerrada.
También lo hizo la otra parte, el Sr.
Möller, quien aparecía como el iniciador de las agresiones. Era difícil para él
explicar el hecho de haber puesto la primera velocidad, haber avanzado, haber
chocado a nuestro auto con una marcha atrás. Casi insostenible.
Todo terminó en una agradable reunión en
que varios policías, un nunca del todo cómodo Sr. Möller y nosotros,
conversamos animadamente sobre la esgrima y temas variados.
Juan fue quien con sarcasmo contestó:
Juan Elorriaga Elizondo Turano von Schultz -poniéndose los cuatro apellidos de
sus cuatro abuelos- cuando fue inquirido por un oficial a decir su nombre
delante de Möller. Había detectado que este último tenía debilidad por los
apellidos. Aunque los suyos no eran ni patricios, ni conocidos ni nada, el
snobismo de Möller consiguió sacarlo por unos segundos de su sopor y
dirigiéndose a Juan, y habiendo encontrado un tema de conversación acorde a su
inteligencia, le preguntó con la cara iluminada: ¿Elizondo? ¡Ah!
¿Los de Catamarca? A lo que Juan respondió lo que primero le vino a la
cabeza: ¡No! ¡Los de La Rioja !... Möller no entendió
el motivo de nuestras carcajadas dentro de la comisaría; los policías se
miraron entre ellos. Sin solución de continuidad, Juan, llevándolo de las
narices, lo hizo hablar de los Elizondo con ‘S” y de los con “Z”. De los de
Tandil, de los de Buenos Aires, para terminar en los de Catamarca; también de
los vascos y su hidalguía, en fin. Se ve que era un tema que le apasionaba a
nuestro amigo agresor.
Los policías cortaron la conversación de
cuajo en cuanto se aburrieron de toda esa tilinguearía.
Para terminar, antes de despedirnos, el
comisario nos explicó que hay autos que tienen la marcha atrás en el punto
donde otros tienen la primera o la segunda. Que Möller se había equivocado con
los cambios y que no había sido su intención chocarnos.
Todos entendimos que quedaba así salvado
el honor de un señor que nunca hubiera hecho algo como lo que nos hizo. Nos
conformaron con esa explicación que nadie creía y nos despedimos amigablemente
saliendo de la comisaría con las máscaras y los sables en la mano.
Ya en la vereda, en la puerta de la comisaría, delante del
guardia y algunos policías que charlaban allí, con La Chata como fondo estacionada
contra el cordón de la vereda, le hicimos a Möller el clásico saludo que se
hace antes del combate blandiendo los sables, y una leve inclinación de respeto
al estilo oriental. Nos devolvió una sonrisa de compromiso y nos quedamos unos
segundos mirando cómo, este hombre grande sólo por su tamaño, se iba caminando
pequeño y se perdía entre la gente.
En realidad, los más viejos del grupo, Juan y yo, ya
estábamos un poco crecidos para esas cosas. Si para ellas hay una edad.
Foto del autor: "Con un primo, Fernando y La Chata yendo
al campo de Lobería, está revelada por nosotros mismos, mal revelada, y se
va borrando con los años. Ya no debe existir más en papel, ha quedado
digitalizada antes de su desaparición física ".
Está buena la historia, contada como si hubiera sido real. La veo en el límite entre lo veridico y lo ficcional. UN VERDADERO CUENTO dice arriba; será. R.U,
ResponderEliminarEs una buena historia o un cuento verdadero jugando con las palabras. Le creo al autor aunque " La verdad, como poco, lleva una doble vida. " dicen. Sea como sea es un buen relato. Gracias R. U. por su comentario
EliminarDivertida historia o cuento interesante ...¿ Qué importa ?
ResponderEliminarCris.
La historia de la persecución del Sr Moller es absolutamente verídica...tanto como el auto usado para perseguirlo por las calles céntricas de Bs As. Algunos apellidos y nombres fueron cambiados y eso es lo único, que de la realidad,no hemos respetado. Aún sonrío cuando recuerdo el episodio y al atribulado Sr Moller.
ResponderEliminarAlejandro Schleh (autor)
Los lectores agradecidos y yo también. Gracias por comentarlo aunque para el caso ese cuento verdadero con sus protagonistas, incluida La Chata, nos hace sonreír a todos... lejanos en tiempo y espacio.
ResponderEliminarMuchas gracias Alejandro.
fue un placer para mí verlo editado en tu blog.A.S.
ResponderEliminar¿ Cómo? ¿ Editado ? Ese cuento no tiene de mi parte edición alguna...!
EliminarGracias A. S, siempre es grato leer tus comentarios
bueno, quise decir PUBLICADO...gracias. A.S.
ResponderEliminarAclarado entonces. Gracias !
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