jueves, 4 de octubre de 2012

UN VERDADERO CUENTO







La Persecución del señor Möller

Alejandro Shleh.








"A los diecinueve años compramos con Gonzalo nuestro primer auto con plata propia y unos escasos dólares que mi madre nos prestó y devolvimos en pocos meses.
“La Chata” era el nombre con que uno de mis compañeros de facultad lo bautizó; un Plymouth 1928 que llamaba la atención de todo el mundo por su estado impecable. Ya viejo cuando lo adquirimos, hoy es una pieza de colección que vaya a saber uno por donde anda."

















Fuimos al lago Tres de Febrero a la zona del Hostal, en Palermo, a lavar La Chata usando el agua del lago. Llevamos trapos, cepillos, un balde, y detergente de cocina. Además, los sables y las máscaras  para practicar esgrima cuando hubiésemos terminado el trabajo. Éramos seis. Seis para lavar un auto. Juan Elorriaga,Marcelo Centena,mi primo,mis dos hermanos menores, y yo. Una distractiva actividad limpiar el auto y practicar deporte en un día soleado de invierno. Necesitábamos un descanso reparador; éramos todos aplicados estudiantes.
Terminada la tarea de la limpieza y luego de impresionar a los remeros, ciclistas, futboleros, maratonistas y jugadores de paleta, con nuestro deporte noble tirando por un buen rato, emprendimos el regreso a casa no sin antes revisar nuestras cinturas y espaldas; pese a las máscaras, guantes y chaquetas reglamentarias, igualmente, a veces, nos quedaban algunas marcas sangrantes en algunas partes del cuerpo, especialmente cuello, cintura, y parte alta de los muslos.

Volvíamos con el auto reluciente por Av. Santa Fe y se hizo evidente que alguien detrás de nosotros estaba algo alterado e intentaba pasarnos a toda costa.
Tocaba bocina insistentemente, hacia guiño con las luces y ademanes y gestos guarangos, mientras agitaba su brazo por fuera de la ventanilla. Desconocíamos el motivo de sus nervios y apuro, pero la cuestión es que las distintas combinaciones y variaciones de las posiciones relativas de cada uno de los vehículos en ese enjambre de autos, sumadas a nuestras pericias y movimientos malintencionados y ajedrecísticos, conseguían metro a metro, que todos sus intentos de sobrepasarnos fuesen vanos. Nuestro lento, anticuado armatoste, el Plymouth de 1928, le resultaba visiblemente molesto y absolutamente inoportunos los espacios que no muy milagrosamente, íbamos ocupando dentro del flujo.
Doblamos por Cerrito mano al sur mientras vimos al Falcon hacer lo mismo, tomar la misma calle, oímos bramar furioso el motor, al tiempo que por una hendija se nos colaba victorioso tomando la delantera. Desde aquel auto, un conductor algo pasado en años, nos miró de costado insinuando algún insulto soez. Con una pelada corona en su cabeza, el hombre pulcro y trajeado demostraba ser lo contrario de un gran señor pese al disfraz. 
Cien metros más allá, en Charcas –hoy Marcelo T de Alvear- el semáforo acababa de ponerse colorado. Nuestro desconocido contrincante  del asfalto, que había hecho esa cuadra a toda velocidad, no tuvo más remedio que parar con nosotros a la zaga. También habíamos recorrido esa cuadra a la velocidad que podíamos, y debimos frenar detrás de él, con la dudosa suerte que hizo que al detenernos, tocáramos levemente su paragolpes. Fue un toque extremadamente leve y sólo un adivino pudo haber conocido nuestra intencionalidad; ese tipo de cosas suelen suceder permanentemente de manera natural en el tránsito ciudadano. Sólo nosotros, un adivino, y nuestro amigo del Falcon, compartíamos aquella información de que el incidente diminuto no era casual. Su respuesta no se hizo esperar y fue tan rápida como insólita. Puso primera, adelantó su auto unos cincuenta centímetros, y luego nos chocó con una fuerte marcha atrás. El semáforo se puso verde y salió picando. Había firmado su acta de defunción.
En ese momento empezó nuestra carrera encarnizada, a lo largo de la cual, no consiguió alejarse de nosotros durante el corto tiempo que lo perseguimos. Teníamos la ventaja de lo pesado del tránsito, de nuestra temeridad inconsciente, y  que tanto autos como peatones hacían espacio para dejarnos pasar. Nuestro vehículo llamaba la atención, se imponía por su sola presencia, por altura, rareza y anacronismo. Los espectadores ocasionales, quizá tuviesen además, la duda nada desdeñable de suponer que los frenos de nuestro móvil no fuesen eficientes del todo.
 Fueron tres cuadras en las cuales, mientras yo manejaba, un auto pegado al otro, alguien sentado detrás de mí gesticulaba incoherencias mientras agitaba las manos aparatosamente con medio torso por fuera de la ventanilla, en que, por la misma abertura de atrás, asomaba un gran plumero de unos ochenta centímetros de largo y un brazo hacendoso se dedicaba a plumerear techo y capot del Falcon del ahora sorprendido contrincante. En que un arma asomaba amenazante. Un torso, una cabeza enmascarada y un brazo blandiendo un sable. Todo, sucedía con ambos autos en movimiento.
 Al llegar a Viamonte dio un golpe de volante y tomó por esa calle cruzando la Av. Nueve de Julio a velocidad considerable, siguió derecho con nosotros pisándole los talones. Cruzó Suipacha, y una vez en Esmeralda, dobló nuevamente, esta vez hacia el norte, hasta mitad de cuadra en que decidió literalmente zambullirse en un garage, al que también fuimos a parar detrás de él. Quedamos con ambos autos estacionados en la entrada del establecimiento. El Falcon frente a la rampa que llevaba al piso superior, La Chata a un metro de su baúl con su parte trasera casi pisando la vereda, pero bajo techo. 
El encargado del garage no alcanzó a reaccionar. Salió de su pequeña oficina y caminó dando vueltas sin rumbo. Iba y venía de un lado a otro.
El hombre de traje bajó amenazante de su auto con un matafuegos en la mano al tiempo que yo, al ver que bajaba con semejante arma, descendía empuñando mi sable. Se plantó a un metro y medio apuntándome. Sin inmutarme y dirigiéndome a mis amigos les dije: “el hombre me está amenazando, -y ahora mirándolo a la cara- lo reto a duelo”…”Por favor, un sable para el señor”.
Mientras sucedía todo esto, una enorme ronda de curiosos se formaba vertiginosamente, mientras Marcelo –siempre el mismo-  aprovechaba para perderse entre la multitud. Así, nuestro grupo de seis quedaba reducido a cinco al tiempo que tres motociclistas de la policía con sus cascos blancos arribaban al lugar. Aparecieron como por arte de magia.
Los pasajeros de los colectivos que pasaban por Esmeralda asomaban sus cabezas por las ventanillas para mirar. La gente se agolpaba. El tránsito se hacía cada vez más lento, todos querían ver lo que pasaba. Pronto llegaron dos patrulleros de la Policía Federal como refuerzo.
En ese momento estuvimos todos en el acuerdo tácito de minimizar la situación,  pero tanto las explicaciones dadas por un hombre grande y buena presencia, como las nuestras, no convencieron a los agentes.
 Las motos adelante con sus motociclistas corpulentos de cascos blancos, seguidas de un patrullero con cuatro policías, dos sentados en el asiento trasero que flanqueaban a un empequeñecido, humillado Sr. Möller ya sin matafuegos ni Falcon, avanzaron por la estrecha calle Esmeralda seguidos por La Chata. En su interior, nosotros, sonrientes. Ahora manejaba uno de mis hermanos: nos dimos cuenta que yo había conducido sin registro hasta Palermo y durante toda la persecución; lo había olvidado en casa.
Otro patrullero, algún metro por detrás de nosotros, remataba la caravana con sendas motos en sus flancos. Así partimos. Ese fue el tándem que desde aquel garage céntrico emprendió viaje rumbo a la comisaría ubicada a una cuadra de la Iglesia del Socorro. Nos despedimos de los curiosos agitando las manos mientras los más exaltados proferían vítores a los mosqueteros.
Parecía la delegación de la embajada de algún país lejano y exótico, porque en realidad, solo nos faltaban las banderitas en los guardabarros.


 “Y esto?” Preguntó el comisario mirando el objeto que los agentes habían apoyado sobre el escritorio de su oficina, junto al matafuegos del agresor.
“Un sable deportivo sin punta ni filo”, contestó mi hermano, quien debió asumir la responsabilidad de declarar como conductor de La Chata y siguió declarando a puerta cerrada.
También lo hizo la otra parte, el Sr. Möller, quien aparecía como el iniciador de las agresiones. Era difícil para él explicar el hecho de haber puesto la primera velocidad, haber avanzado, haber chocado a nuestro auto con una marcha atrás. Casi insostenible.
Todo terminó en una agradable reunión en que varios policías, un nunca del todo cómodo Sr. Möller y nosotros, conversamos animadamente sobre la esgrima y temas variados.
Juan fue quien con sarcasmo contestó: Juan Elorriaga Elizondo Turano von Schultz -poniéndose los cuatro apellidos de sus cuatro abuelos- cuando fue inquirido por un oficial a decir su nombre delante de Möller. Había detectado que este último tenía debilidad por los apellidos. Aunque los suyos no eran ni patricios, ni conocidos ni nada, el snobismo de Möller consiguió sacarlo por unos segundos de su sopor y dirigiéndose a Juan, y habiendo encontrado un tema de conversación acorde a su inteligencia, le preguntó con la cara iluminada: ¿Elizondo?  ¡Ah!  ¿Los de Catamarca? A lo que Juan respondió lo que primero le vino a la cabeza: ¡No!  ¡Los de La Rioja!... Möller no entendió el motivo de nuestras carcajadas dentro de la comisaría; los policías se miraron entre ellos. Sin solución de continuidad, Juan, llevándolo de las narices, lo hizo hablar de los Elizondo con ‘S” y de los con “Z”. De los de Tandil, de los de Buenos Aires, para terminar en los de Catamarca; también de los vascos y su hidalguía, en fin. Se ve que era un tema que le apasionaba a nuestro amigo agresor.
Los policías cortaron la conversación de cuajo en cuanto se aburrieron de toda esa tilinguearía. 
Para terminar, antes de despedirnos, el comisario nos explicó que hay autos que tienen la marcha atrás en el punto donde otros tienen la primera o la segunda. Que Möller se había equivocado con los cambios y que no había sido su intención chocarnos.
Todos entendimos que quedaba así salvado el honor de un señor que nunca hubiera hecho algo como lo que nos hizo. Nos conformaron con esa explicación que nadie creía y nos despedimos amigablemente saliendo de la comisaría con las máscaras y los sables en la mano.
Ya en la vereda, en  la puerta de la comisaría, delante del guardia y algunos policías que charlaban allí, con La Chata como fondo estacionada contra el cordón de la vereda, le hicimos a Möller el clásico saludo que se hace antes del combate blandiendo los sables, y una leve inclinación de respeto al estilo oriental. Nos devolvió una sonrisa de compromiso y nos quedamos unos segundos mirando cómo, este hombre grande sólo por su tamaño, se iba caminando pequeño y se perdía entre la gente.
En realidad, los más viejos del grupo, Juan y yo, ya estábamos un poco crecidos para esas cosas. Si para ellas hay una edad.




Foto del autor: "Con un primo, Fernando  y La Chata yendo al campo de Lobería, está revelada por nosotros mismos, mal revelada, y se va borrando con los años. Ya no debe existir más en papel, ha quedado digitalizada antes de su desaparición física ".







9 comentarios:

  1. Está buena la historia, contada como si hubiera sido real. La veo en el límite entre lo veridico y lo ficcional. UN VERDADERO CUENTO dice arriba; será. R.U,

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    1. Es una buena historia o un cuento verdadero jugando con las palabras. Le creo al autor aunque " La verdad, como poco, lleva una doble vida. " dicen. Sea como sea es un buen relato. Gracias R. U. por su comentario



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  2. Divertida historia o cuento interesante ...¿ Qué importa ?

    Cris.

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  3. La historia de la persecución del Sr Moller es absolutamente verídica...tanto como el auto usado para perseguirlo por las calles céntricas de Bs As. Algunos apellidos y nombres fueron cambiados y eso es lo único, que de la realidad,no hemos respetado. Aún sonrío cuando recuerdo el episodio y al atribulado Sr Moller.

    Alejandro Schleh (autor)

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  4. Los lectores agradecidos y yo también. Gracias por comentarlo aunque para el caso ese cuento verdadero con sus protagonistas, incluida La Chata, nos hace sonreír a todos... lejanos en tiempo y espacio.
    Muchas gracias Alejandro.

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  5. fue un placer para mí verlo editado en tu blog.A.S.

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    1. ¿ Cómo? ¿ Editado ? Ese cuento no tiene de mi parte edición alguna...!
      Gracias A. S, siempre es grato leer tus comentarios

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  6. bueno, quise decir PUBLICADO...gracias. A.S.

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