martes, 23 de octubre de 2012

MILITANCIA II



 Juan y  yo.

Alejandro Schleh



















No hacía demasiado tiempo que había llegado a esta Capital y venia trayendo algunas anécdotas divertidas sucedidas durante su servicio militar y algunas noticias internas de cuestiones relativas a Montoneros, cuestiones domésticas que sólo podían ser conocidas por quienes desde dentro fueron participes o testigos. Hablaba del Nacho Vélez, de Emilio Maza, de los hermanos Liprandi, de la misma manera que se puede hablar de un hermano, o de un amigo. Con total naturalidad y familiaridad. Siempre insinuando, diciendo de alternativas, sembrando interrogantes y enigmas, hablando de las incomodidades que en hoteluchos de mala muerte y aguantaderos padecieron los militantes. Sucedido ya el asunto de La Calera, sus comentarios acerca de aquel hecho estaban sembrados de pistas, eso creo, como para que alguien ingenuo como yo, inexperto adolescente que de ningún modo había vivido lo que él, ni transitado por las calles como un patrón con un arma –patrón, decía-,  lo supusiese partícipe de aquel acontecimiento subversivo y lo mirase como a un héroe comprometido con los valores cristianos primigenios, algo así como a un cruzado. Seguramente, esperaba ser admirado de la misma manera que él admiraba a sus “soldados” Montoneros. Insistía mucho –ya conocía yo los orígenes pseudoreligiosos del movimiento- en el tema del cristianismo verdadero y el sentido heroico de la vida.

No le creí lo de su padre estanciero siendo infantes y no le creí de grande cuando insinuó haber sido partícipe de aquel hecho terrorista. Y no sé todavía si me equivoqué o no al no creer esto último, aunque hoy sigo sin  dudas por instinto, no lo fue, porque hubiera aparecido su nombre en algún diario, pienso, como prueba de lo que hubiera sido mi diagnóstico desacertado de mitomanía. Siempre ignoré entonces sus fábulas, fantasías, y actué una y otra vez como si jamás las hubiese escuchado o puesto algo en tela de juicio. Ni de soslayo demostré curiosidad alguna; no recuerdo haberle preguntado alguna cosa referente a Montoneros. Sólo me remití alguna vez a pasarle el dato que yo había conocido a Capuano Martínez, a Ramus y a Abal Medina, y que había sido compañero de banco de Firmenich por todo un año y su amigo en los recreos durante dos, en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Me comentó al pasar que Mario era un boludo; no le pregunté por qué lo decía.
Este comportamiento, ese yo reservado que guardaba para mí, un poco evasivo y poco comunicativo con respecto de ese y otros temas más, que motivó acaso que algún día me dijese que yo estaba siempre en guardia - esa es mi conclusión psicológica retorcida - estoy seguro fue la llave que nos permitió compartir unos años de amistad y aventura sin peleas. Sus rarezas jamás me sorprendieron, más bien fueron esperadas.Competíamos en canto caminando por las calles de San Telmo a cualquier hora de la madrugada, cuando el silencio era casi absoluto. Cantábamos “Please Release Me Let Me Go” a todo lo que dábamos, primero uno después el otro, comparándonos. Y las voces retumbaban en ecos por la noche. Rebotando entre los frentes de las casas de bajos y los edificios en altura, por entre los pulmones y las troneras de las manzanas.
Tenía su voz una potencia inusitada. En Córdoba, estando en el cuartel, debió ser llamado a un costado y debió entender razones por la fuerza. Se obligaba a los soldados a gritar “presente” a pulmón lleno y a no andar diciéndolo como mariquitas. Se ve que en la milicia se mide la hombría según el método de la potencia de la voz. Los “presente mi teniente” de Juan recorrían las hectáreas del regimiento provocando hilaridad en la tropa; y él, muy serio y plantado. Se lo hizo en los oídos a Corniccelli – quien años más tarde fuera enviado por Lanusse a Madrid para entrevistarse con Perón en misión especial de acercamiento y que regresó a Buenos Aires con las manos vacías de aquella reunión, pero con la humillación de haber sido el hazme reír del General debido a la onomatopeya del apellido. Este simulaba confundirse al nombrarlo, y comentaba por radio o declaraba a los diarios o a la televisión, que Lanusse le había enviado a un “no recuerdo bien, un tal” y ahí nomás soltaba el nombre de la pasta, “vermicelli”; era ocurrente el General- un “presente mi Coronel”,  que lo dejó con los oídos zumbando. Se le impuso un castigo grave por impertinente. También debió soportar calabozo cuando con otros dos compañeros salió por la mañana hacia la capital de Córdoba en comisión, para hacer revisar unas baterías en un taller, y regresaron al regimiento pasada la medianoche con cuentos que explicaban aquel retraso y que no fueron creídos por nadie. Habían estado recorriendo distintas confiterías, bares y boliches bailables, de moda en aquella época, con aquel Jeep camuflado y luciendo sus uniformes de dragoneantes y sus boinas coloradas ladeadas de paracaidistas, haciendo facha.
Con todo, por sus aptitudes como paracaidista, terminó el servicio militar con el grado de subteniente.
Pese a no haber sospechado ni un poco su participación en el copamiento de La Calera debí aceptar que tenía algunas vinculaciones dentro del movimiento. 
  
Me dijo que era peronista el día siguiente de habernos reunido por primera vez después de no vernos por unos cuantos años desde que terminamos el colegio primario. Pasó a ser la primera persona peronista que conocí de cerca, hija de una por demás típica clase media, que no perteneciese a los sectores postergados de la población de piel oscura. Me causó mucha impresión aquella confesión, llamémosle, declaración de principios. Contra toda la estructura que por años formara en mi cabeza, propia de quien solo oyó desde chico hablar pestes de Perón, de Eva Perón y de la CGT, venía a remover la estantería y dejarla sin patas. Yo sabía que existía gente así, de clase media y leída que había abrazado el  peronismo.  Sin ir muy lejos, algunos de mis ex compañeros del Nacional Buenos Aires de los que no tuve más noticias desde que dejé el colegio hasta que aparecieron en los diarios. Sabía que a veces iban a Plaza Once a las reuniones populares y que comenzaron su formación en los grupos cristianos a los que por agnóstico dejé de ir. Pero nunca había visto o conversado con alguno de ellos cuando estaban ya entregados a la militancia. Salvo con Fimenich, con quien tuve en corto encuentro en un bar, de pura casualidad, muy poco antes del asunto de Aramburu. Y con Juan, que hablaba del sentido heroico de la vida, y que  en realidad fue un peronista que habiendo empezado romántico terminó siéndolo deportivo y luego nada.

Él tenía vinculación en Buenos Aires con un grupo pequeño de muchachos, cuadros del interior –no sé por qué habrían de llamarse de ese modo si no tenían nada que ver lo pictórico -, que vivían en un reducido departamento alquilado de dos o tres ambientes sobre la calle Chile, entre Perú y Bolívar. Allí me llevo un día por la tarde. Sin muebles, se las arreglaban como podían y dormían tirados por el piso envueltos en frazadas. Había, contra las paredes del living, algunas pilas de panfletos que decían algo de Perón, y unas cajas con jeringas vaya uno a saber para qué. Se rieron de mí durante un simulacro que duró algo más de un minuto. Dijeron que me iban a inyectar alguna cosa y que no podía negarme; que si me negaba lo harían por la fuerza. Me sorprendieron con ese chiste y por segundos dudé si no sería verdad aquel cuento que me hacían esos desconocidos compañeros de un Juan enigmático. Dónde me habría metido.
Nunca volvimos a ese lugar; yo no hubiera vuelto por otra parte, ya que no me interesaba para nada aquella gente que me atemorizaba, no me sentía afín ni cómodo en absoluto con ellos y sus metodologías violentas. Porque una cosa es decir la violencia de arriba engendra la de abajo y escribirlo en los libros –cosa que creo sólo parcialmente porque también hay violencia por abajo y por los costados, y dentro de cada uno de nosotros- y muy otra empuñar un arma y salir a la calle y no saber si se vuelve. Yo no podría.
Nos dedicamos a recorrer algunas unidades básicas del barrio.
En un corto período de tiempo aprendimos –Juan era tan ingenuo como yo en ese aspecto- cómo funcionaban, al menos las que conocimos. Sacamos en limpio que muy lejos estaban de ser democráticas pues tenían dueño, así como se dice y suena, dueño, y era por lo tanto imposible sobre la base de discusiones genuinas imponer alguna idea. En las reuniones era siempre problemático conseguir el favor de los presentes en base a razonamientos lógicos, retórica o carisma, sin temor de producir tensiones o una escena de celos de parte de los patrones de la unidad. En todas se hacía visible una cabeza y una corriente de voluntad contra la cual era imposible remar y se producían enfrentamientos que podían terminar mal si alguna de las partes no renunciaba a sus inquietudes respecto de captar la voluntad de la masa. Pasaba que debíamos renunciar a algunas de nuestras mociones. Entonces, era el "dueño" quien decidía en qué actos políticos estar presentes y en cuáles no. Dónde pegar afiches y qué debían decir las pancartas y pasacalles. Evidentemente se bajaba línea y nada era producto de un consenso; la mayoría de las unidades de la zona pertenecían al grupo autodenominado "Guardia de hierro" y ya se sabía muy bien de antemano, cuales serían las conclusiones de las reuniones. Es de imaginar que, con seguridad, el conjunto de las unidades básicas del movimiento, pertenecieran al grupo que pertenecieran, funcionasen de la misma manera. Así pasaría seguro con las de la "Tendencia", con las de "Trasvasamiento Generacional" y con todas.
Renunciamos a exponer nuestros puntos de vista ante esa gente impermeable, a veces prejuiciosa que eran los jefes; bajadores de líneas que a su vez les eran bajadas. No seríamos simpáticos y convincentes ni ganaríamos el favor de las masas que solían estar formadas por puñados de entre veinte y cincuenta, sesenta afiliados por Unidad Básica. Nunca vimos reuniones de más de esa cantidad de gente, al menos en las de San Telmo. Militaríamos como chicos buenos y acataríamos las consignas hasta tanto no se salieran con alguna cosa demasiado rara o tediosa. Haríamos chistes o comentarios intrascendentes.

Eran comunes y corrientes los mitines donde confluían varias unidades básicas.
Fuimos a una de esas convenciones parlamentarias como representantes de la nuestra, una que elegimos casi por azar, la de la esquina de Cochabamba y Perú, integrada por un grupo más o menos agradable de gente de nuestra edad.
Llegamos al cuarto o quinto nivel de un edificio ubicado sobre Paseo Colón a bordo de un ascensor de casi el tamaño de un montacargas. El inmueble estaba ubicado en las cercanías de la Cámara de la Construcción, quizá contiguo, y poseía un estilo parecido. Un gran piso moderno de la década del cincuenta, de techos bajos, solado de parquet ordinario y rojizo cubierto de polvo. Una importante superficie poblada de columnas de sección cuadrada que se repetían cada tanto, una de las paredes rematada por sucios ventanales de blindex, un lugar abandonado y despojado. Alguna mesita de esas para apoyar máquinas de escribir, una que otra silla, nada más, agregaban sensación de dejadez a la que naturalmente remitían las hojas tamaño oficio tiradas por el piso y pisoteadas y selladas con dibujos de suelas y tacos diseminadas aquí y allá. La luz blanca de los tubos fluorescentes aportaba lo suyo; aunque nunca podría funcionar un quirófano en un lugar con tanto polvo.
 Una sorpresa encontrar allí al gordo Castells Blanco ensimismado. Mi viejo compañero del Buenos Aires bajando línea como coordinador de un grupo de unos cuarenta  militantes, todos sentados sobre el polvo gris del piso formando ronda a su alrededor, mientras mantenía su cuerpo depositado sobre una hoja abierta de papel de diario a manera de alfombra.
Lo recordé en primer año, y sobre todo en segundo, gritando ser conservador a un Illanes socialista y a un Firmenich indeciso todavía, nazi-fachista o vaya a saber uno qué, admirador de Tacuara. Llevaba una camisa celeste -de esas para usar con corbata- arremangada hasta los codos, un simple y viejo cinturón de cuero color suela oscurecido por la transpiración en la zona de la espalda sobre un pantalón de poplin beige, medias azules, unos mocasines gastados de caquero nostálgico. Admiré su gran cabeza de nariz aguileña, su notable tez blanca, y su pelo castaño entre lacio y enrulado y su naturalidad para llevarlo despeinado con distinción; no era de esos que andan mirándose al espejo: si su camisa se salía fuera del pantalón en algún momento, ahí  quedaba por el resto del día.
En posición de loto, el gordo Castells Blanco, ilustrado y tipo bien, resuelto a  ser dirigente de la jotape adoctrinando con su labia convincente. Lo habrá sido. Nunca más supe de él salvo alguna vez que leí su nombre en el diario en algún pequeño artículo referido a la juventud partidaria, antes del último, uno de noticias fúnebres encabezado con su nombre. No hace tanto, un ex compañero común que encontré por la calle, me dijo que estaba muerto de muerte natural, alguna enfermedad o algún ataque. Nada que haya tenido que ver con alguna represión mal ejecutada por dictadura alguna.

Eran varios los grupos diseminados y sentados sobre la superficie pulverulenta. Fuimos hasta el nuestro con Juan y estuvimos un rato no muy largo. Como si fuésemos veedores o inspectores, auditores de alguna compañía, pronto nos fuimos aburridos. Siempre las mismas palabras, el meloneo permanente y las contradicciones lógicas. El convencimiento de estar presentes nadando en un mar de mediocridad donde callar resignado y mirar el suelo pensativo  era la mejor opción; estar ausente. Esto no cambia más. Una mirada retrospectiva en cada braceo de aquella travesía me llevó a imaginar que siempre debe haber sido esa la manera de ir construyendo la historia. Que se escribe sumando y restando intereses personales y colectivos, entendidos, malentendidos, encuentros y desencuentros, en un singular revuelto temporal. Y debe ser por eso mismo que tanto nos cuesta organizarnos y escapar de la animalidad y eso nos carga con la culpa a algunos más a otros menos. La capacidad de darnos cuenta, intuir la irracionalidad de nuestras conductas en las que incurrimos nos juega en contra. A mayor animalidad menos culpa por esa causa, y al revés. Son inocentes los animales por más que muerdan o piquen. Se me ocurrió pensar que la idea de apoyar los déspotas ilustrados no debe ser tan descabellada en algunos momentos del decurso humano, de la travesía, cuando las soluciones urgen salir a flote. Idea no como una conclusión de aquella experiencia ganada en la convención de las unidades básicas en aquel salón moderno iluminado por los tubos fluorescentes de luz blanca de mortaja. Idea simplemente porque sí. Porque se me vino de pronto a la cabeza, y porque la paso rumiando bajo el impulso de un arbitrio sin control. Cual albedrío. Y se piensa eso de la misma manera que se opta por un bombón determinado y no por el de al lado. Estos son mis principios, si no gustan busco otros, decía Marx. Groucho, digo.



De Remonta y Veterinaria ( Fragmento)




















5 comentarios:

  1. Una crónica privada, miss Musa, ¿abarcadora ?: una época y un lugar, unos pocos hechos, unos pocos personajes que se replicaron en centenares. Un buen relato. Ricardo

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    1. Si, es una crónica privada que cuenta las vivencias con matices de otros muchos. Una época en la historia chica, una época en la vida de esos tantos.

      Gracias por tu opinión Ricardo, la valoro.

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  2. "Guardia de Hierro" "La Tendencia", "Trasvasamiento Generacional " cuantas palabras se ha llevado el tiempo ! Montos ! FAR, FAP, ERP, Uturuncos...CNU...JUP...ERP...cuanta energia desperdiciada y tiempo...cuantas muertes y asesinatos para nada. ¿Que ha dejado todo eso sino algo más que el recuerdo amargo? La puja estéril, el descreimiento. El espacio estupendo para el desmantelamiento de un pais? Proceso de Reorganizacion Nacional (reorganizar la desorganizacion?) Triple A y muerte y destruccion. Que manera más estupida de desperdiciar sangre y tiempo. Y generaciones. El GAN! Gran Acuerdo Nacional...todas palabras que parecerian chiste si no hubiera sido por lo tragico del viaje. Aqui, por estos pagos parece confundida la historia. Fue común en un tiempo hablar de su dialogo y aqui fue el monólogo del incordio permanente. G. LANÚS

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  3. Que buena síntesis de nuestra historia reciente G. Lanús ! Envueltos en palabras que hablan de acuerdos, vemos como se nos escapó el presente-pasado y se nos escapa el futuro en este trágico viaje hacia la NADA.

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  4. Por eso Miss Musa por lo que fue y por lo que es ahora 8N/8N/8N...T.E.D

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