Eber
Alejandro Schleh.
Salí un día de mi casa cuando tenía veinte y tantos. La codicia hizo que escondiera rápidamente dentro de mi sobretodo una cartera de hombre que encontré tirada en la vereda a tres metros de la entrada. Era la época en que no era común ver un varón usando cartera, además, no fuera cosa que el dueño me descubriese revisándola.
Retrocedí
sobre mis pasos, tomé precipitadamente el ascensor y fui a esconderme en el
baño del fondo, ansioso, dispuesto a contar toda la plata sin que nadie me
viese. Esa fue la única vez que tuve relación con la droga. Había cuatro ravioles
de cocaína y ningún peso, además de documentos. El dueño se llamaba Eber y una
tarjetita de dudoso gusto indicaba que se dedicaba a algunas de las ramas del
arte.
Además de sobres de cocaína, Eber tenía en su
cartera licencias de conducir. De Chile, de Perú y de Argentina. También, creo
recordar, una norteamericana. A juzgar por la cantidad que poseía debió haber
sido un muy buen conductor, aunque Fangio –quíntuple campeón mundial de Formula
1- manejaba por Buenos Aires sin registro siendo viejo.
El asunto es que en
uno de esos documentos figuraba su
domicilio y allí me dirigí. No tuve que caminar demasiado, era justo frente a
casa, sobre una calle de sólo dos cuadras.
Me atendió una
mucama que luego de hacerme pasar a un gran living me invitó a esperar “al
señor” sentado en un sofá de proporciones considerables; cuatro holgados
cuerpos. Fierros cromados, tapizado de tigre o algún otro felino, pequeños
almohadones animal print desparramados. Cubriendo las paredes del sofisticado
ambiente, espejos ahumados y marmolados, simulando
viejos azogues, multiplicaban las plantas exóticas y las cañas que había por
todas partes enchufadas en canastos y viejos tarros de lechero. Mimbres y ramas
secas y frondosas apoyadas y sostenidas vaya uno a saber cómo sobre paredes
empapeladas con hojas y flores completaban el botánico muestrario. Al rato, de
entre esa selva un poco real y otro poco virtual, apareció Eber vestido con un
conjunto safari. Estuve tentado de decirle que se había olvidado el sombrero de
explorador en la cabeza; esos que usaban los ingleses en India o en
África. Lamento no haberlo hecho.
Me agradeció
amablemente el “gesto” y sugirió, que debido a mi aspecto de persona “decente”,
a mi educación, y al barrio en que yo vivía -rápida radiografía-, suponía que
me ofendería recompensándome con plata contante y sonante.
Mi timidez impidió que le explicara lo contrario, que era
justamente eso lo que esperaba. Su
agradecimiento consistió en una pintura acrílica de su firma. Era
impresentable. No tuve
más remedio que retirarme de su casa con ese esperpento de obra de arte con que
prefirió recompensarme el muy amarrete. Intenté venderla en el Banco Municipal y la rechazaron. No
recuerdo qué hice de ella.
Le había dejado la cocaína por nada. Bueno, en realidad
no me pertenecía.
Muy bueno esto...liviano, divertido, ameno, facil...¿de donde lo sacaste? Enriqueta.
ResponderEliminarHola Enriqueta! Veo que te gustó y eso me alegra, creo que voy eligiendo bien. Es un fragmento como otros que he pegado y pegaré del libro " Historias ...." de A. S. que pronto estará en prensa. Mientras tanto voy mostrando algo. Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarUn cuento naif miss Musa...¿ Seguro que ese es el final o hay otro ?
ResponderEliminarRicardo.
No lo sé Ricardo, es un final literario y.... tal vez real.
ResponderEliminarlei un mensaje en otro lado...Te piden que escribas...no estaría mal.. Rivardo U.
ResponderEliminarEs que soy tímida Ricardo U...todavía no. Creo que los autores llenan estas páginas y eso es lo importante.
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