Artesanata*
Alejandro Schleh
André.
No tardó en venir a casa y conocer a mi
madre y hermanos. Quedó fascinado con mi galpón. Yo sabía que el contraste
entre ese galpón lisergisado,un poco psicodélico, y mi forma conservadora de
vestirme le causaba alguna extrañeza; había, supongo, una incompatibilidad.
En la facultad yo andaba mezclado con
los sectores conservadores, éramos pocos y nos juntábamos para armar los
equipos de trabajo. Sectores que se jactaban de ser liberales a tan temprana
edad, que nunca supieron lo que es el liberalismo, y que a su vez eran
católicos practicantes. Eso también llamaría su atención. Y la mía. No sé por
qué me juntaba con esa gente. En realidad no sé por qué me juntaba con la
gente. Será por gregarios que somos de agregarnos los unos a los otros.
Yo andaba con mis contradicciones a
cuestas y me gustaba llamar la atención de los curiosos. Si él alguna vez pensó
que era un personaje, pues tenía frente a sí a otro con corbata, modestamente,
de una coherencia más difícil de desentrañar que la de él, si es que alguna vez
la tuvo.
André nos presentó a Celine, su linda esbelta hermana de pelo entre castaño claro y
rubio que sostenía con una angosta vincha trenzada de cuero colocada alrededor
de la cabeza, a lo Pocahontas, quien enseguida se puso de novia con mi hermano.
Tenía el defecto de ser extremadamente suave para hablar. Ambos eran de familia
francesa; él nacido en Francia, ella argentina. Vivían en el barrio de Belgrano
en un departamento de regulares dimensiones que su abuelo había construido. Se respiraba cultura en esa casa.
Artesanata.
Subiendo las escaleras de lata que
llevaban a la azotea de mi casa donde tenía mi taller de pintura y mesa de
dibujo, pasando por el descanso que estaba a mitad de camino, pude ver a mi
hermano y primo, instalados en uno de los cuartos de servicio, martillar sobre
unos pilones de madera. Trabajaban sobre trozos de chapa
de cobre, de aluminio o bronce, a los que daban forma de adornos para colgar
del cuello, de pulseras, bijouterie en general, marcos de espejos, ceniceros, y
los terminaban repujando a mano a los golpes. A veces, si eran de bronce,
tallaban dibujos en relieve valiéndose de pintura asfáltica y un ácido carcomía
la parte sin pintura.
Era la época en que los Picacobres de la Galería del Este ya eran
conocidos y aparecían en diversas publicaciones, revistas y diarios. Y Federico
Peralta Ramos era paisaje común por esos sitios. Mediaba un otoño. Romero Brest con sus eternas
sandalias renunciaba a su conducción y
en mayo de 1970 el Di Tella cerraba sus puertas para siempre.
El verano anterior, uno, dos meses
antes, mi primo y hermano, se habían
hecho amigos de Maggie Risdom; bastante mayor que
ellos. Maggie trabajaba con Tony, uno de los famosos artesanos de Villa Gesell,
dueño del concurrido taller El Principito. Con ella habían aprendido los
rudimentos para poder largarse por su cuenta a trabajar con aquellos metales.
Me contaron con entusiasmo que iban a fabricar toda clase de artesanías para
vender.
Yo estaba económicamente bien con mis
lámparas, los globos, pero dos o tres días de persistencia bastaron para que me
aceptaran como socio. Yo buscaba más. No podía estar quieto. Compraba en Casa
Pardo documentos antiguos que vendía más tarde. Fabricaba marcos de espejos
hechos en yeso que parecían antiguos objetos coloniales sacados de un convento
jesuítico. Pintaba mis cuadros.
Atrás de mí, pronto llegaron a la
flamante empresa Horacio y André,
ambos compañeros de facultad.
Así fue que fundamos Artesanata que
mudó su taller, escalones arriba, desde el cuarto de servicio al galpón de la
terraza. Éramos cinco y una escalera de edades.
Quizá aquélla, la de Artesanata, fue
para André la peor época de su vida y
la tenga asociada a su desmoronamiento y caída en el alcohol. Cada uno de
nosotros vivió de manera diferente esa experiencia de la artesanía que desde
algún punto de vista puede ser recordada como una pérdida de tiempo o fracaso,
ya que desde lo comercial, nada ganamos. En lo particular, creo haber aprendido
unas cuantas cosas que me sirvieron años después; me divertí bastante y me dejó
el buen recuerdo que deja un juego; fue eso para mí.
Era un
girar permanente el de ese Winco. No faltaba la música clásica sedante, Vivaldi
por ejemplo. José Larralde o Cafrune también sonaban sin cesar. Conocíamos de
memoria los veinte minutos de “Herencia pa’un Hijo Gaucho” que recitábamos con
cierta devoción nacionalista entre la humareda de los Particulares. Era mucho
más argentino y criollo fumar negros que rubios. No puedo explicarme hoy de
dónde sacamos el sentimiento ése. Varios años atrás, teniendo trece, yo
había dejado los Filadelfia –rubios y cortos con filtro- y los antológicos
Jockey –medianos con filtro- nacidos en la época de mis viajes a Wakonda, y
pasado a los Monterrey que alternaba con los
Directores –negros y cortos sin filtro- que eran fumados por los duros de
Tacuara.
Nuestros clientes en su mayoría no eran
comerciantes. Es decir, hacíamos venta directa al público en el mismo galpón en
que trabajábamos. Las visitas eran arregladas con anticipación por teléfono así
que sabíamos hasta la hora aproximada en que tocarían el timbre. Debían subir
hasta el primer piso, el vestíbulo de mi casa, pasar por el patio, luego por la
cocina, subir las escaleras de lata, atravesar la terraza para finalmente
llegar al taller. Por lo general, contingentes de chicas que cursaban los
últimos años del secundario o los primeros de la facultad. Venían de a dos o
tres, a veces en grupos de hasta diez o quince. Compañeras nuestras, amigas o
compañeras de Celine o de mi hermana, o directamente alguna que otra división
casi entera de un colegio de monjas, chicas atraídas por la hermana de Horacio que trabajaba en la administración de uno de ellos y que tenía contacto
con alumnas de todos los años. Además de ser clientas circunstanciales, nos
hacían la publicidad boca a boca y repartían algunas tarjetas hechas con un sello
de goma y que con ese propósito les entregábamos. Decían artesanata en grande,
todo con letras minúsculas de imprenta; abajo el teléfono y la dirección: Perú
1089, Azotea.
Para casi todas, la salida de compras a
aquel taller de artesanía, significaba
una excursión a San Telmo, la mayoría
venía desde barrios del centro de la ciudad o desde algún punto de la provincia
como Olivos o San Isidro.
Estaban al lado de Hidrógeno. La Chusma con entrada por la
ochava de la esquina, este último por la primer puerta sobre Estados Unidos
hacia el bajo por escalera, un sótano. El primer boliche con música estridente
y luz negra que funcionó en San Telmo. Era un cubo bajo nivel, de mediana
superficie, cuyo techo era la losa que hacía el piso de La Chusma , bovedilla en
realidad, tapada del lado de arriba, por la brillante, encerada y cuidadísima
pinotea del negocio. Creo haber ido al menos dos veces al boliche ése.
Casi todas las tardes, si habíamos
cobrado algo, nos dirigíamos a lo de Don Jesús a tomar alguna cosa. Los cinco
socios. Generalmente nos inclinábamos por la cerveza acompañada de maníes,
papas fritas, quesitos y rodajas o cubitos de salame.
Lo de Don Jesús era un típico bar de
San Telmo ubicado en la esquina de Carlos Calvo y Perú, con estaño, y no sé si
con un muy pequeño almacén escondido por alguna parte, en una dependencia
contigua que alguna vez tuvo salida a la calle. El asunto era que se realizaban
algunas pequeñas ventas directamente por sobre el estaño del bar. Azúcar,
yerba, fiambre, vino de litro.
Don Jesús era un típico exponente de
los dibujados por Quino, un auténtico Manolito cejijunto ya maduro, padre de
una hija despampanante de cuerpo y piernas inquietantes que a veces hacía lucir
con medias negras de red con costura por detrás y altos tacos. Llevaba su pelo
algo crespo y algo castaño claro ceniza atado bien tirante enrollado en un
rodete. Su mujer se veía bastante poco, tan poco que alguna vez pensamos que
sería separado o viudo. La hija de Don Jesús, de cachetes colorados que no
parecía argentina sino española del sur con toque de gitana, tenía un novio que
usaba esos pañuelos blancos en el cuello, como los de los malevos. Siempre con
saco cruzado. Un día que no olvidaré, unos pocos años después de haber cerrado
Artesanata, la noticia recorrió el barrio: la despampanante hija del buen
gallego había sido asesinada de un tiro, por un asunto de celos se supone, en
la puerta del bar de enfrente a su casa por aquel aprendiz de hombre malo.
Porque frente al de su padre había otro, en la otra esquina, uno con fachada de
piedritas vidriadas de colores, mesas de fórmica, y sillas de hierro cromado
tapizadas con cuerina negra; un bar restaurante para los oficinistas de la
zona. Muerta, tirada sobre un charco de sangre, en la puerta del bar americano,
frente a su casa, yacía la infortunada.
Fotografías del autor, el auténtico galpón de Artesanata.
que quiere decir fragmento editado...que esta cortado? lo que se lee es interesante, como representativo de una época. Si está cortado es una lástima. Imagino, musaencantada, iras publicandolo en sucesivos pasos. Gonzalo Lanús
ResponderEliminarEspero que lo hayas leído Gonzalo, no me conforma ese ' como representativo de una época ' que es apenas la atmósfera que contiene la historia y sus personajes. Esto es un blog y tal vez puedas leer algo más...si no, te aconsejo paciencia, el resto estará a tu alcance en el libro. Gracias.
EliminarCuantas reminiscencias: el "Instituto DiTella" con Jorge Romero Brest, Marta Minujin, Gino Germani...época de la liberación de la mujer que comprendió que lo maternal y doméstico no era lo esencial y comenzó a aceptar la importancia de otros roles.
ResponderEliminarMafalda preocupada por el destino de la humanidad; ¡Que pensaría hoy? La suave dulzura de la nostalgia me produjo leer "Artesanato"
Kissie
¡ Qué hermosos recuerdos Kissie ! Cuantos ecos inesperados trae Artesanata...¿ No ? Te agradezco el compartirlos...no vemos solamente unos buscavidas, son el reflejo de una sociedad cambiante.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Un retrato para los que tenemos algunos años y para los que no, que no crean que la vida empezó con ellos. Agregaría unos je ! je! pero me están mirando por encima del hombro.T.E.D.
ResponderEliminarNo lo había mirado de esa manera, pero es así, claro, propio de la juventud...parir el mundo. Gracias T. !
EliminarEs para porteños miss M. Pero está bien escrito. ¿ Un 7 ? Cariños Miss Musa. J
ResponderEliminarPara porteños ? No sé creo que es casi universal, propio de la época y la juventud de esos tiempos. Gracias por los cariños, sobre la nota...acá no se califica.
ResponderEliminarfue una época de grandes cambios en el mundo...más vale decir se pensó que todo cambiaria mucho y finalmente, los hippies por ejemplo, fueron fagocitados por el mismo sistema...les vendieron remeras y collares que no siempre fabricaron ellos artesanalmente...la guerrilla idealista que nacia termino en lo que hoy tenemos, narcos disfrazados de idealistas o idealistas que no tienen mas remedio que aliarse a narcos poderosos...biblia y calefón...y el muro se cayó casi sólo...Hitler y Lennon soñaron a su manera y el sueño de la realidad les golpeó bien fuerte. Todo esto que digo no tiene mucho que ver con el cuento y la foto del galpon de San Telmo...pero uno y otro me lo trajeron a la cabeza... Gonzalo Lanús
ResponderEliminarVeo muchas verdades en tu divague Gonzalo, para repensar en serio. Esos sueños del 'flower power', el sueño de Lennon inmortalizado en 'Imagine'. Y la realidad que te golpea ahí nomas al pasar el umbral de tu casa... me ha hecho divagar a mi. En ese galpón veo cuan inocente fue lo que nos precedió, aún en la locura desatada de un Hitler, porque como el Sol la guerra está... aunque no la veamos
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