Padres
Leila Guerriero
Ayer vi a una mujer en el metro. Tironeaba del brazo de una nena y
gritaba: “¡Caminá, pelotuda! ¡Idiota! ¡Caminá!”. Cuando veo cosas así, y las
veo a menudo, puedo sentir cómo ese cerebro infantil se llena de esporas
venenosas que, en pocos años, florecerán transformadas en traumas, furia contra
los otros, brutalidad. ¿Para qué sirve un padre? ¿Para hacer qué con la carne
que parió?
Mis padres tenían, sobre la cama, un cuadro con una frase cursi de
Khalil Gibran: “Los hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida”. Mi
padre me enseñó a pescar, a hacer el fuego, a leer, a limpiar pinceles con
aguarrás, a escuchar a Beethoven. Me dijo así se mata a un pez cuando se lo
saca del agua, así se pela un pato, así se sobrevive a la pérdida, así a un
hombre peligroso, así se juega con fuego. Me daba de beber vino caliente cuando
volvíamos del campo. El otro día practicamos tiro usando de blanco unas
monedas. Él, casi orgulloso, contemplando la que yo había agujereado, me dijo:
“Siempre fuiste mejor que yo”. Mi madre me enseñó a leer poesía, a estudiar, a
levantar el ruedo, a tener la paciencia de la prolijidad, a cocinar, a decir
buen día, perdón y gracias, a montar una casa, a vivir sola, a estar sola, a
conducir (con una camioneta que tenía la rigidez de un tractor y que ella
manejaba con la falda haciendo un pliegue tan femenino entre sus muslos que
daban ganas de aplaudir). “Ay, —decía mientras me enseñaba—, tenés tanto
sentido de la coordinación, sos tan segura, tan serena”, aunque todo eso era,
por supuesto, mentira. No sé si mis padres fueron buenos padres. Pero, si
pienso en ellos, podría citar esa parte de la Illiada en la que
Héctor, al despedirse de su hijo antes de ir a la batalla, dice: “Que algún día
se diga de él cuando suba del combate: ‘Helo ahí, es mucho más valiente que su
padre”. Es una carga pesada. Pero, al menos, no es una promesa de aniquilación.
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