Jorge Marirrodriga
La semana pasada, un profesor hablaba en clase ante sus alumnos universitarios. Mientras pronunciaba las palabras “nuevas tecnologías” sacó del bolsillo el teléfono móvil y lo mostró. Un gesto, casi inconsciente, destinado a remarcar sus palabras y a tratar de sacar de su ensimismamiento a algún despistado. Pero las caras de quienes prestaban atención enviaron la señal inequívoca de que algo había cortocircuitado la comunicación. La asociación del teléfono móvil —un modelo además viejo, es decir, de más de dos años— con las palabras “nuevas tecnologías” no cuadraba para aquellos muchachos veinteañeros incapaces de imaginar una jornada cualquiera no ya sin un teléfono móvil, sino con un teléfono móvil desde el que únicamente se pudiera hablar. Un aparato sin pantalla táctil, ni cámara, ni aplicaciones. Para ellos, si el profesor hubiera sacado del bolsillo un hacha de sílex, un reloj de arena o un candil de queroseno el efecto hubiera sido muy parecido al del vetusto aparato que podían observar desde sus asientos.
La ciudad de Pittsburgh, en Estados Unidos, ha anunciado la puesta en marcha de un servicio de taxi sin conductor. Vehículos autónomos que llevarán al pasajero donde este diga. Claro que todo gran titular tiene su letra pequeña —que también hay que leer—, y estos taxis autónomos en pruebas no llevarán uno, ¡sino dos! empleados a bordo. Uno de ellos irá al volante, eso sí, sin tocarlo, y, mientras, otro evaluará el comportamiento del coche. Vamos, que —al menos en principio— aquello más que un solitario desplazamiento por una avenida estadounidense va ser la curiosa convivencia que se experimenta en un taxi de Atenas a la hora del almuerzo.
Pero al final el pasajero irá completamente solo. Y ese “al final” no será en un momento indefinido del futuro, sino dentro de muy poco. Al fin y al cabo, solo hace escasos meses que este mismo espacio albergaba textos sobre las pruebas, más o menos afortunadas, del coche sin conductor. Anécdotas y curiosidades de algo que para nuestros parámetros pertenecía a un futuro muy lejano. Como esas obras en casa que debemos hacer pero que, nos parece, no llegarán nunca hasta que un día nos encontramos a los albañiles pisando la alfombra que no recogimos porque “ya habrá tiempo de hacerlo”.
Quede claro: la transformación tecnológica es inevitable, pero no es una cuestión de nuevas cotas de comodidad ni de fascinación ante lo que el hombre es capaz de construir. Es una auténtica revolución en marcha que afecta ya profundamente a nuestra forma de vivir, incluyendo nuestro trabajo y nuestro salario. Y en todos los campos. En Estados Unidos hay unos 3,5 millones de conductores de camiones, y seguro que no menos de taxistas y repartidores. Luego vienen Europa y el resto del mundo. Sus trabajos actuales (y los de la mayoría de nosotros) serán tan antiguos como una cabina de teléfono no el día de mañana, sino esta misma tarde. Hace falta debate, discusión y reflexión a todos los niveles sobre el automatismo laboral que tenemos ya encima. Porque o lo gestionamos o nos gestiona.
El País. España
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