Espejos inteligentes
Martín Caparrós
El espejo se popularizó en el siglo XX y, en el actual, busca ser inteligente. En la imagen, Marilyn Monroe, en un fotograma de Cómo casarse con un millonario (1953)
Te levantas, gruñes, caminas al lavabo, te miras, ves lo que no quisieras, y él te lo
reprocha. Hay espejos y espejos; éste, si lo tuvieras en el baño de tu casa, te
diría que deberías haber evitado esos dos últimos gin-tonics y que el
chorizo estuvo tan de más: que los índices de alcohol y de colesterol y de
lípidos que hay en tu cuerpo lo denuncian. Este espejo es un enemigo disfrazado
de amigo —o viceversa.
Vivimos en la
cultura de mirarnos. Ahora nos reflejamos, nos contemplamos sin parar, nos
retratamos, pero durante milenios los hombres no se vieron: los espejos son un invento casi reciente. Cuando empezaron
eran de cobre o piedra —y mostraban tan poco. Los espejos de vidrio aparecieron
en los años de Cristo: nadie debería ver allí más que una rara coincidencia. Y
desde entonces, por muchos siglos, fueron lujo de ricos. El resto no se sabía
demasiado: se había visto, si acaso, la cara alguna vez en un arroyo, en una
cacerola.
Es raro, en este
mundo de mirarse, imaginar una vida sin verse, sin saberse: sin conciencia de
la apariencia propia. Fue así hasta hace un siglo, cuando los espejos empezaron
a estar por todas partes. Desde entonces, se volvieron un modo de deshacer las
ilusiones, de no creer en uno mismo, de pedirle a lo real su ratificación o
desmentida: espejito, espejito.
Pero, más allá de esas incredulidades, siempre estuvo claro que el
espejo era una superficie pensada para ver superficies. Hasta ahora. Muy pronto
la palabra espejo designará otra cosa. Para eso, como es inevitable en estos
días, habrá que agregarle la palabra inteligente. Aunque algunos dirían que un
espejo inteligente es un oxímoron: que un espejo es bobo, que sólo muestra lo
que le mostramos. Ya no más: ahora mirará a fondo.
El espejo
inteligente es el producto de un equipo de investigadores llamado Semeoticons,
pagado por Europa y comandado por la italiana Sara Colantonio, que lleva años
trabajando en Pisa. Es una superficie espejada que esconde cantidad de cámaras
y sensores diseñados para chequear el flujo sanguíneo, la oxigenación, la grasa
subcutánea, la condición de la piel —entre otras cosas. Con todos esos datos te
informa de tu estado general, te alerta si hay alertas cardiovasculares, te
manda a hacer gimnasia o buena letra si es preciso. No solo te da informaciones
sobre el estado —siempre— preocupante de tu cuerpo; también te dice qué has de
hacer con él.
El espejo inteligente de
Semeoticons está en etapa de pruebas; es, de varios modos, un signo de
los tiempos. Será, antes que nada, uno de esos policías de la vida que
agradecemos tanto últimamente: sociedad de control, multitudes esperando que
las vigilen con la mayor eficiencia posible.
El espejo siempre
fue un instrumento para “monitorearse” —mucho antes de que existiera la palabra
monitorear— por afuera; ahora la prepotencia de la tecnología hace que la misma
herramienta intente monitorearnos por adentro. Las máquinas, que sabían estar
fuera, alrededor, van ganando su camino hacia nuestro interior, y cada vez más
pensamos que su lugar también estará allí, y cada vez más se piensan para estar
allí.
Es otro hito del
triunfo de la máquina: la idea de que todos somos máquinas y que, por lo tanto,
nuestros fallos se arreglan con la mecánica apropiada —y mejor, faltaba más, si
se prevén. Seremos campo para esas máquinas que nos dirán qué hacer y, sobre
todo, qué no hacer; que harán que vayamos modulando nuestras conductas según
sus lecturas y sus análisis y sus algoritmos sobre dónde está el bien y dónde
el mal. A cambio, por supuesto, nos prometen un poco más de vida y —Fausto ya
lo sabía— a cambio de ese poco somos capaces de entregarlo todo.
El País. España
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