El récord de Monet y el éxito del impresionismo en el mercado del arte
Meules, la obra de Claude Monet que alcanzó el récord con un valor de US$ 110,7 millones.
Cuando el pintor finalizó en 1891 su serie de 25 almiares, en las laderas de Giverny, la historia del impresionismo entraba en su fase más madura y exitosa
Nevaba, llovía,
unos días soplaba el viento y otros apretaba el calor. Pero no se movió de
aquella ladera a lo largo de aquel año. Monet llegó
tras la cosecha de 1890, donde se encontró con esas montoneras de trigo
esparcidas por la campiña recién segada y el impacto sobre sus inquietudes
urbanitas fue sobresaliente: su obsesión por detener el efecto del tiempo en
aquellos almiares no cesó hasta la versión número 25.
Hace dos semanas en la casa Sotheby’s de Nueva York, se vendió una de ellas por 110 millones de dólares la cifra más elevada pagada por una impresión de los pintores que a finales del XIX sacaron sus caballetes al aire libre. La cifra lo ubica como el pintor impresionista más caro de la historia, y su obra queda como la novena de mayor precio vendida en una subasta internacional. Pintada en 1890, fue tasada en US$ 55 millones por los expertos de la casa de subastas, pero el precio se duplicó. Hubo seis postores, y en relación a 1986, última ocasión en que estuvo en venta, alcanzó un precio 44 veces mayor. En esos años fue vendida en US$ 2,5 millones a través de Christie’s.
Hace dos semanas en la casa Sotheby’s de Nueva York, se vendió una de ellas por 110 millones de dólares la cifra más elevada pagada por una impresión de los pintores que a finales del XIX sacaron sus caballetes al aire libre. La cifra lo ubica como el pintor impresionista más caro de la historia, y su obra queda como la novena de mayor precio vendida en una subasta internacional. Pintada en 1890, fue tasada en US$ 55 millones por los expertos de la casa de subastas, pero el precio se duplicó. Hubo seis postores, y en relación a 1986, última ocasión en que estuvo en venta, alcanzó un precio 44 veces mayor. En esos años fue vendida en US$ 2,5 millones a través de Christie’s.
Monet había madrugado para crear el impresionismo 18 años antes. Fue en
la mañana del 13 de noviembre. Se levantó a las 7:35 para capturar el amanecer
en el puerto de Le Havre, desde una habitación del Hotel de l’Amirauté”. Lo
tituló Impresión, sol naciente y fundó el impresionismo. Y en él se
mantuvo –de muy diversas formas– hasta el año de su muerte (1926).
Repitió que
su único objetivo era “pintar directamente a la naturaleza, esforzándome por
reproducir mis impresiones frente a los efectos más fugitivos”. Fue fiel a lo
volátil el resto de su vida, lejos de las habitaciones de hoteles, en pleno
campo. Sin embargo, desde
aquel sol naciente hasta la economía potable pasa mucho tiempo. Con cincuenta
años empieza a ver la luz a fin de mes. “Los primeros éxitos de Monet los
cosechó a partir de 1889, cuando compartió exposición con Rodin. En los años
noventa comenzó a disfrutar de ingresos suficientes, y para 1895 su reputación
en EEUU era ya mayor que la de los demás impresionistas”, cuenta la
historiadora Phoebe Pool, una de las investigadoras más populares del
movimiento. Hace 130 años Monet, con los almiares de Giverny, iniciaba
el camino hacia el estrellato del impresionismo, que ha culminado en Nueva York.
Claude Monet, Impression, soleil levant
La madrina del impresionismo
En 1891 su
marchante, Durand-Ruel, monta una exposición en su galería con 15 de los
almiares. Entre ellos está el subastado esta semana, que “cautiva” a la
coleccionista estadounidense Bertha Honoré Palmer, mujer del millonario de
Chicago, Potter Palmer. El cuadro y otros ocho más de la misma serie regresaron
con ella a su residencia norteamericana. Bertha llegó a acumular 29 pinturas de
Monet y 11 de Renoir, y cambió la tendencia del mercado del arte de su país,
que se mantenía fiel a la realista escuela de los pintores Barbizon mientras
ella apostaba por la vanguardia impresionista.
El récord de venta
deja constancia de la importancia de los almiares en el devenir del mercado del
arte (de la serie completa, una docena se conservan y exponen en museos
norteamericanos). ¿Fueron tan decisivos para la historia del arte? Sin lugar a
dudas. Monet inicia un recurso esencial con estas vistas: las series. Phoebe
Pool dice que las series de Monet “son la esencia misma del impresionismo”. Y
el pintor lo constata en octubre de 1890, en una carta dirigida a su amigo y
periodista Gustave Geffroy: “Estoy empezando a trabajar tan despacio que me
siento desesperado, pero cuanto más sigo, tanto más veo que hace falta un
trabajo muy detallado para reproducir lo que quiero: la instantaneidad y, sobre
todo, el envoltorio, la misma luz esparciéndose por doquier, y más que nunca me
siento descontento con las cosas fáciles que llegan a la primera pincelada”.
El inicio del cambio
Hacia un par de años que Monet había radicalizado su pincelada. Las vistas de la localidad de Antibes eran bravas en su ejecución improvisada, brillantes en su cotidianidad y destructivas con el realismo comedido y exacto. La textura emborronada y desagradable de aquellas vistas molestaba a los críticos más puros. Guy de Moupassant acompañaba a Monet en sus encuentros con el trigo y comparó la vida de su compañero con la de un cazador de pieles. “Se había vuelto casi tan irritable y taciturno como Cézanne, que con frecuencia se sentía frustrado por los rápidos cambios de luz y también a menudo destruía sus lienzos”, cuenta la historiadora Phoebe Pool. La clave de estos alminares que absorben luz y emanan colores que se chillan entre sí, la planteó Kandinsky, tras ver en 1895 uno de los cuadros de la serie, en Moscú: “La pintura asumió una fabulosa fuerza, un fabuloso esplendor, y al mismo tiempo el objeto se desacreditaba a sí mismo inconscientemente como elemento esencial del cuadro”, escribe.
Era así, Monet había dado el primer paso para destruir el objeto de su mirada y quedarse sólo con la pintura. La culminación de su genial “atentado” sucederá tres décadas después, con su serie de los nenúfares, pintando una y otra vez las manchas de su jardín de Giverny, a pocos metros de las laderas donde admiraba las diferencias de los mismos alminares de cada día.
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