martes, 23 de junio de 2020

FRIVOLIDAD ?




Las mujeres que cambiaron la moda...y a las mujeres.












Madeleine Vionnet, 1939. Photo by André Durst









Existe algo de subversivo en cada centímetro de piel que las mujeres han expuesto al mundo. Para la posteridad queda el escándalo que provocó en la sociedad parisina el vestido negro sin mangas con el que John Singer Sargent retrató a su Madame X; el profundo escote, en la espalda y hasta la cintura, que lució la socialite Rita Lydig por primera vez en un traje de noche; o la polémica de mostrar el pecho que trajo consigo el monoquini de Rudi Gernreich en los años 60 (las modelos se negaban a ser fotografiadas con él, y supuso multas por exposición indecente), que hasta fue condenado por el Vaticano.


El famoso retrato de Madame X, por John Singer Sargent (1883-84)



En Estados Unidos, los republicanos culparon a esta escueta prenda de cómo la moral había decaído bajo el mando de los demócratas. La URSS ejemplificaba en el monoquini la decadencia capitalista americana. Peggy Moffitt, modelo y musa de Gernreich, fue la que se atrevió a lucirlo para las páginas de las revistas, inmortalizada por su marido Bill Claxton en fotografías publicadas de 1964. Lo hizo gratis a cambio de que la imagen no apareciese en Playboy u otras publicaciones de contenido masculino. “Fue una declaración política. En ningún momento se concibió para ser vestido en público”, confesó la modelo en 1991 a New York Magazine.


Rudi Gernreich: Monoquini

Resulta paradójico ver cómo lo revolucionario radica precisamente en la premisa más natural. En la sencillez de mostrar la silueta femenina sin ninguna floritura. A comienzos del siglo XX ,el mejor escenario para romper los esquemas fueron las carreras de caballos, el Instagram de la Belle Époque, donde ver y ser visto. Bastante antes de que Paul Poiret se jactase de haber liberado a la mujer del corsé, Jeanne Margaine-Lacroix creó su vestido Sylphide, con una pieza más elástica y menos restrictiva. 
En 1908 mandó a sus modelos a las carreras de Longchamp como su mejor publicidad. La prensa se interesó en lo que ocurría más allá de la pista: “Para la creación de la casa de Margain, que desde la primavera pasada ha revolucionado la moda, el último gran día deportivo de la temporada fue la ocasión para otro triunfo”, describía el diario Le Figaro unos años antes.


Coco Chanel

Al otro lado de la valla, la silueta de Coco Chanel, enfundada en un abrigo masculino y un sencillo sombrero, contrastaba con el barroquismo decadente del resto de acólitas. Lisa Chaney, una de sus biógrafas, explica que no mucho después de que aprendiese a montar fue a un sastre en Lacroix-Saint-Ouen y solicitó, para confusión del costurero, un traje de jinete. No uno de amazona, con chaqueta ajustada y falda. Quiso unos pantalones, una pieza con la que supo realzar aún más su feminidad. A través de préstamos de prendas masculinas ecuestres y reinvenciones propias, hizo que las mujeres rompieran con las normas de sus antecesoras. Su visión proponía un nuevo lujo basado en la sencillez y un armario más amable con la línea femenina: “Por una especie de milagro, ha trabajado en moda acorde a las reglas que parecían solo válidas para pintores, músicos y poetas”, dijo de ella Jean Cocteau.


Coco Chanel (1936)


Si Gabrielle Chanel utilizó su talento como un explosivo, Madeleine Vionnet ejerció como otra incendiaria enemiga de la moda: “Lancé todo por la ventana. ¿Qué hacer? Nunca he podido tolerar los corsés ni yo misma. ¿Por qué iba a imponérselo a otras mujeres? (...) El corsé es una cosa ortopédica”, confesaba a The Sunday Times en 1972. Su primer edicto al frente de Doucet fue prescindir de aquellos vestidos negros que las modelos llevaban por debajo de sus diseños en las presentaciones porque se consideraba inmoral enseñar brazos y cuello. También de corsés, incluso de zapatos. Inspirada por las culturas clásicas, hizo que la tela envolviese y se adaptase al cuerpo femenino, y no al revés.



Madeleine Vionnet 

Mary Quant ejercería en los 60 algo así como el elemento subversivo que supusieron Vionnet y Chanel en los veinte. En un momento en el que las mujeres pasaban de vestirse con el uniforme del colegio a hacerlo con el twin-set de su madre, Quant dijo que no tenía tiempo para esperar a la liberación femenina. Creó los hot pants y contribuyó a la popularización de la minifalda, que se convirtió en el símbolo de la emancipación femenina junto a la píldora. Era joven. Resultaba exuberante: “Las mujeres me miraban. Los hombres trataban de buscarme”, recordaba en su autobiografía. A su manera, los diseños de Mary Quant le evitaron cumplir el destino de profesora de gramática que esperaban sus padres. 






Mary Quant


Quant se desviaría del camino impuesto por las grandes firmas en París, como Balenciaga, Dior o Fath. Una dirección que encontraría su sentido y culmen en la antimoda con la que Rei Kawakubo lleva 40 años al margen del sistema.

Desde su tienda Sex, Vivienne Westwood sentó los primeros pasos de una ropa, punk, que buscaba no dejar indiferente a nadie. No es la premisa, pero sí el resultado de lo que propone Kawakubo desde Comme des Garçons. Una ruptura brutal con la simetría y la belleza en el concepto más clásico de la palabra. ¿Por qué realzar y cubrir, cuando se puede torcer y triturar? Deconstruyó a su antojo las prendas, desafió la norma dominante de cómo debía vestir una mujer en los ochenta. La crítica desolló sus colecciones, hablando de una estética poshiroshima de destrucción y pobreza y, de un look Cuasimodo para las propuestas que presentó en 1997. Paradójicamente, la terca obsesión de la japonesa por mirar hacia adelante siempre se ha movido al compás de las normas: “Cada época tiene unas reglas para poder reaccionar en contra y crear algo nuevo”, confesaba en una entrevista con System en 2013.

La terquedad es una cualidad innata en las mujeres destinadas a reescribir la historia. Empezando por la suya propia. Resulta legendario el enfado de Coco Chanel al enterarse de que sus ganancias dependían de Boy Capel, el amor de su vida. Dinero que, por supuesto, le acabó devolviendo. “Yo era mi dueña y señora, solo dependía de mí. ‘Creí darte un juguete y te he dado la libertad’, me dijo un día Boy Capel melancólicamente”, comentaba de Chanel. El trabajo tenía un atractivo más fuerte que el dinero, pero este era símbolo de independencia. 



















Un sentimiento que la une en el tiempo con Diane von Furstenberg. Casada con un príncipe austroalemán, rompió con toda la pompa aristocrática que trajo consigo su matrimonio: “No quería ser una princesa europea de Park Avenue con una vida decadente simulada”, declaró en The Woman I Wanted to Be. Furstenberg se divorció y arrancó su negocio de la nada. Lo tuvo que rescatar de las cenizas cuando el mercado se saturó en los años ochenta. Su historia es como la de un ave fénix, con el wrap dress como envoltorio del éxito. “Es el vestido que me ha dado mi libertad, ha pagado mis facturas, me ha dado la fama y me ha permitido ser libre”, comentaba en una entrevista en 2014. No solamente le dio independencia a ella, también a toda una generación de mujeres que querían sentirse igual de libres y sexies. Feel like a woman, wear a dress, rezaba su primer anuncio: el empoderamiento no solamente vestía pantalones de ejecutivo.



La independencia que consiguieron en el trabajo también les permitió mejorar la situación de sus empleados. En Estados Unidos, la diseñadora y abolicionista Ellen Demorest hizo más factible el sueño de Martin Luther King contratando en igualdad de términos a empleadas blancas y negras. Hablamos de finales de s. XIX, más de 60 años antes de que se aboliese la discriminación racial. Al otro lado del charco, la plantilla de Madeleine Vionnet disfrutaba de beneficios como baja por maternidad, guardería, o vacaciones pagadas, un derecho laboral que solo se consiguió años después en Francia, con los Acuerdos de Matignon en 1936. Ella no lo veía como un servicio social, sino una forma de mejorar la eficiencia de su equipo.

La impermeabilidad a la crítica también ha sido una de sus mejores bazas. Podríamos hablar de la editora de Vogue en los años 20, Madge Garland, que se rebeló contra sus padres (no querían que estudiase) y acabó resultando esencial en las bases de la educación de moda y del British Fashion Council. O de la mirada única de Diana Vreeland que, ajena a los detractores, trajo una bocanada de aire fresco al museo Metropolitano de Nueva York.

Aquellos que miraban con escepticismo que una celebridad como Victoria Beckham se pusiese a diseñar también pudieron apreciar cómo las críticas caían en balde. “Tuvo la audacia de convertirse en diseñadora, después de años negándose a sonreír y saludar a las cámaras como una buena chica. Ahora es una reina de hielo con un imperio”, escribía la prensa en 2014. Para sorpresa del mundo, su ropa estaba bien hecha, y se vendía bien. El piano -piano siempre le ha funcionado,  debutó con su marca en 2008, y no ha sido hasta 2019 cuando ha presentado su división de belleza.





















Hay mujeres cuya intención ha sido que la moda descendiese de su torre de marfil para mirar más allá. La figura de Lee Miller fue clave, por ejemplo, para abrir las páginas de la cabecera por primera vez al conflicto de la Segunda Guerra Mundial. Prefirió tomar fotografías a ser una de ellas, así que cambió su prometedora trayectoria como modelo por una cámara. Su bagaje en el sector le ayudó a dar una cobertura del conflicto que iba mucho más allá de la fotografía de guerra al uso.

“El acto más valiente es pensar por ti misma. En voz alta”, reza una cita que se le suele atribuir a Chanel. Utilizar la pasarela como una plataforma para concienciar al mundo es algo que también llevan haciendo varias diseñadoras desde hace décadas. En Vivienne Westwood encontramos el lado más beligerante de la industria: un espíritu contestatario que se ha manifestado contra el fracking y el cambio climático, y que ha sido capaz de personarse con un tanque en casa del primer ministro británico a modo de protesta por los daños al medioambiente. 


Bolso de cuero vegano de Stella McCartney. Fotografía Daisy Walker


En Stella McCartney encontramos la conciencia del sector: de ella se dijo que no estaba cualificada, que era demasiado joven. Pero lleva 25 años anticipándose, desde aquel desfile de graduación de Central Saint Martins, a una conversación sobre sostenibilidad que solo ahora está empezando a cambiar de forma masiva la política de responsabilidad de las marcas hacia el planeta. 

























































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