martes, 9 de junio de 2020

CATALINA LA GRANDE Y LA VACUNA


Catalina la Grande y la vacuna contra la viruela

 Ana Arjona









Caricatura de 1808 de Edward Jenner , Thomas Dimsdale y George Rose, referentes en el desarrollo de la vacuna de la viruela que salvó 
miles de vidas, cargando contra los opositores a la vacunación.








La emperatriz rusa se alejó de las supersticiones de su país y apostó por la ciencia.

Uno de los retos más importantes de la humanidad en estos momentos es encontrar la vacuna contra el COVID19. Seis meses después de que el misterioso virus pusiera el planeta patas arriba, la sociedad confía en encontrar una cura gracias a la medicina. Pero a lo largo de la historia, ante las grandes pandemias, no siempre se ha tenido la misma fe por la ciencia.

Baños en vinagre, beber soluciones con veneno de víboras, mascar ajo y tabaco, llevar amuletos y flagelarse para aplacar la ira de Dios fueron algunas de las medidas “preventivas” que estilaron los europeos durante la pandemia de la viruela. Una enfermedad que, sólo en el siglo XX, se calcula que acabó con la vida de más de 300 millones de personas. Sumado a la falta de higiene, el desconocimiento hacía que las personas interpretasen ciertos tratamientos científicos como una acción demoníaca. Por otro lado, la escasez de recursos científicos dificultaba la contención de la pandemia a la que no sabían con certeza cómo hacerle frente.



Por suerte, en Rusia tenían a Catalina la grande. Su marido, Pedro III de Rusia, había  sufrido la viruela. Junto a él, durante la segunda mitad del siglo XVIII, la población rusa se había visto diezmada con la muerte de dos millones de personas. Pero Catalina II era una mujer curiosa, abierta de mente e ilustrada que rechazaba cualquier superstición a favor de la ciencia.

Preocupada por su pueblo y por evitar la enfermedad a su heredero ya que, según sus memorias, “necesitaban tener una cara limpia, libre de marcas y pústulas para encontrar una mujer bella que desposar”, Catalina comenzó a investigar para encontrar una cura. Desde el siglo XVI, los monarcas rusos habían sentido predilección por los especialistas ingleses y a sus oídos había llegado que un médico británico logrado grandes progresos al respecto de la viruela.

El doctor del que había oído hablar era Thomas Dimsdale, un británico que había aprendido la medicina por su padre y que había desarrollado un interés especial por la prevención de la epidemia de viruela. Dimsdale trabajaba en el Hospital de St. Thomas de Londres y había descubierto que, gracias a la variolación, las personas sanas inoculadas con el virus se volvían inmunes a la enfermedad. Su reputación en la sociedad londineses fue tal que Catalina le hizo llamar de inmediato.

El médico británico se presentó en la corte y le explicó a la monarca su método. La emperatriz no dudó en ofrecerse voluntaria para recibir la primera dosis. Dimsdale, acompañado por su segundo hijo, Nathaniel, inoculó a Catalina, su hijo Pablo y a más de 150 miembros de la Corte. “Debíamos ser los primeros, como ejemplo y prueba dentro del Imperio”, dejó dicho la monarca. Sus cortesanos y círculo cercano pensaron que ésta era una más de sus excentricidades pero los resultados, para su sorpresa, fueron más que favorables.

Catalina II llamó a su consejero, parlamentario y coronel del ejército zarista, Boris Engeraldt para que se pusiera en contacto con los Ministerios de Sanidad de ambos países y consiguiese la vacuna para la ciudad y sus alrededores. Su práctica tuvo tanto éxito que se extendió por todo el país, salvando a millones de personas. También cruzó las fronteras y se extendió por Europa que imitó su
ejemplo. Incluso, el ilustre filósofo francés Voltaire, con quien solía intercambiar correspondencia, le escribió una carta reconociéndole su intelecto y valentía. “Ah, señora. ¡Qué lección le ha dado Vuestra Majestad imperial a nuestros maestritos franceses, a nuestros sabios profesores de Sorbona, a nuestros Esculapios de las escuelas de medicina! Ha recibido la inoculación con menos ceremonia que la de una religiosa que se da un lavatorio”.

La monarca rusa recompensó al médico Dimsdale y a su hijo con 10.000 libras, una pensión de 500 por año, gastos por otras 2.000 y una Baronía del Imperio ruso cada uno. A su vuelta a Inglaterra fueron condecorados como miembros de la Royal Society. Según reza la historia, si esta vacuna hubiera tenido un efecto contrario, la monarca tenía preparados dos caballos a las puertas de palacio para expulsarlos de forma irrevocable del país. Por suerte para los médicos, para Rusia y para el temperamento de la emperatriz, todo fue sobre ruedas









































































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