La construcción de Kennedy
Francisco G. Basterra
25 de abril de 1960. Subido a una silla, John Fitzgerald Kennedy se dirige a una improvisada concurrencia en el condado de Logan, en Virginia Occidental. Sorprenden las escasas medidas de seguridad en torno al ascendente político.
El 35º presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, tendría hoy 106 años; es, por tanto, un personaje que bastante más de la mitad de los lectores conocen solo por los libros de historia, y sobre todo por las fotografías. Somos minoría los que aún recordamos dónde estábamos cuando, a última hora de la tarde del 22 de noviembre de 1963, llegó la noticia de su asesinato en Dallas. Su corta presidencia, solo mil días, una tarea inacabada, no explica por qué hoy, 60 años después de su desaparición, un periodo más que suficiente para sepultar la memoria de cualquier personaje, este político de origen irlandés todavía suscita interés, provoca nuevas obras sobre su persona y su tiempo en la Casa Blanca, y proyecta su imagen privada y pública sobre un mundo globalizado muy diferente. Incluso se quiso ver un paralelismo con la llegada de Barack Obama, el primer presidente negro, a la Casa Blanca en 2008, por el entusiasmo y las expectativas despertadas en todo el mundo. De las que solo quedan rescoldos.
Uno de los momentos de relax más naturales de la pareja Jackie-Jack en la pre-campaña de finales de 1959. La imagen esta tomada en un diner de Pendleton (Oregón), cuando el matrimonio aún podía viajar disfrutando de cierto anonimato
Tampoco el hecho de su asesinato a manos, oficialmente, de un tirador solitario, Lee Harvey Oswald, de tres disparos de un rifle italiano de cerrojo marca Carcano, uno de los cuales le reventó el cerebro, cuando solo tenía 46 años y viajaba en un coche descubierto, basta para entender que todavía se siga escribiendo sobre Kennedy: más de 500 libros, y que se sigan vendiendo.
En el libro JFK. Superman Comes to the Supermarket de Norman Mailer (Taschen), centrado en 1960, vemos las elecciones primarias, la convención demócrata, los debates en televisión con Nixon, la campaña y el ajustado triunfo en noviembre por solo 118.574 votos de 68,8 millones de sufragios emitidos, menos del 1% del voto popular.
La base literaria del libro es un largo ensayo del rebelde escritor Norman Mailer, precursor del Nuevo Periodismo, que se enamoró del personaje tras seguirle durante todo el año, titulado Superman va al supermercado. Fue publicado en los sesenta por la revista Esquire. Pero el interés de este libro reside sobre todo en su parte gráfica: el más completo reportaje fotográfico sobre la campaña presidencial de 1960 y de sus grandes protagonistas: JFK y los votantes. Repasando las imágenes, mayoritariamente en blanco y negro (el color, aún primitivo y caro, lo reservaban las grandes revistas como Life para las portadas), se comprende el entusiasmo que despertó el todavía senador, sobre todo entre los jóvenes y las mujeres, en un país adormecido en el bienestar y el aburrimiento tras ocho años de calma paternal del presidente general Eisenhower.
Foto por Jacques Lowe, el fotógrafo que inmortalizó a JFK
El senador Lyndon B Johnson, Robert F Kennedy y John F Kennedy discuten la nominación a la vicepresidencia en el Hotel Biltmore de Los Ángeles, julio de 1960. © Estate of Jacques Lowe, 1960
Escena en octubre de 1960 tomada en el distrito neoyorquino de Harlem, donde Kennedy cosechó apoyo ciudadano tras incorporar a su candidatura presidencial a Lyndon B. Johnson.
El presidente Kennedy se entera del asesinato de Patrice Lumumba, febrero de 1961.
© Estate of Jacques Lowe, 1961
Mailer relata que había un río subterráneo de deseos románticos, solitarios, sin descubrir, en el alma americana que Kennedy, un héroe de guerra con el glamur de una estrella de Hollywood, parecía dispuesto a ocupar. El príncipe de la luz contra la apoteosis del liderazgo oportunista, encarnado por Nixon. El autor entendía que la elección suponía una obra dramática de moralidad más que un reajuste de las preferencias del votante basadas en la demografía y las promesas partidistas. Estados Unidos aceleraba. 1960 era la frontera. Con un presidente tan joven y atractivo, 43 años, y la elegante y cultivada Jackie, la política pasaba a ser excitante y, en opinión de Mailer, hacía que fuera divertido vivir en EE UU. No eran detalles accidentales, insignificantes o frívolos, sino nuevos e importantes hechos políticos. Kennedy significaba un acontecimiento existencial.
Jackie Kennedy, a la sombra de JFK, recibe en septiembre de 1960 la atención del alcalde de Nueva York, Robert Wagner Jr., durante una cena de recaudación de fondos en Washington.
Estados Unidos iniciaba la década de los sesenta que tanto juego dio: la revolución sexual, los derechos civiles para los negros, la llegada a la Luna, la contracultura, Mayo del 68. Y el país buscaba un héroe y coincidió con la llegada de Kennedy a la Casa Blanca. La nación se había vuelto perezosa y encontró a su despertador en el hijo de una familia privilegiada de Boston, adonde llegaron sus abuelos huyendo de la hambruna de la patata en Irlanda. Su padre, Joseph, amasó su fortuna vendiendo ilegalmente alcohol en los años de la prohibición; se integró en la burguesía de la Costa Este, logrando ser aceptado por los patricios yanquis de Boston, una ciudad en la que “los Lowell’s hablan solo con los Cabot, y los Cabot únicamente hablan con Dios”. Joseph logró finalmente colocar a su hijo en la Casa Blanca; años antes, Jack había derrotado humillantemente a un Cabot en su primer intento para conseguir un escaño en el Senado de Washington.
Mailer, abducido por JFK, acertó al escribir que la política de América sería también ahora la película favorita de América, el best seller de América. En su ensayo sobre la forma arrolladora de Kennedy de vencer en las primarias frente a Humphrey y Stevenson, en su discurso de aceptación en la convención de Los Ángeles, en su fría decisión de escoger como vicepresidente a Lyndon Johnson, al que aborrecía, pero que le daría los Estados del Sur en la elección, están los primeros mimbres para construir la leyenda. El 8 de noviembre, como esperaba Mailer, la nación fue suficientemente valiente para alistarse al sueño romántico de sí misma y votar por la imagen en el espejo de su subconsciente, suficiente para esperar una aceleración del tiempo.
Tras derrotarlo en la convención demócrata, Kennedy propuso a Lyndon Johnson que le acompañara
en su carrera hacia la Casa Blanca.
Pero hay que recurrir a parámetros procedentes de la antigüedad griega para comprender por qué JFK, los Kennedy y su corte de Camelot, que alistó a los mejores y los más brillantes, se han convertido en un mito al que no puede aplicarse la prueba del algodón de la realidad. El mito es siempre un relato que cuenta las historias extraordinarias de héroes y dioses centrado en un protagonista mítico. Carlos García Gual explica cómo el mito habita en el ámbito seductor de lo imaginario, lo fabuloso y lo memorable.
La muerte, en 2009, de Ted Kennedy, el tercer hermano de la saga que intentó también la presidencia, y su entierro en el cementerio nacional de Arlington, junto a sus hermanos asesinados John y Robert, parecía presagiar que la dinastía se desvanecía. Como afirmó el general Douglas MacArthur de los viejos soldados, “que nunca mueren, simplemente se desvanecen”. Las dos generaciones Kennedy siguientes, entre los 25 y los 65 años, saben que no pueden, no quieren o no se atreven a portar la antorcha política de JFK. Son solo iconos de un sueño. La única hija viva de Jack, Caroline, la princesa heredera, es la embajadora de Estados Unidos en Japón. Joe Kennedy III, nieto de Robert Kennedy, fue congresista en Washington por un distrito de Massachusetts. Son ya un epílogo. Los aristócratas de América, lo más parecido a una familia real en un país que nació de una rebelión contra el monarca británico.
La imagen lo es todo en política. Bien lo sabía Kennedy, Entre sus estrategias: mostrarse cercano en cada ocasión, dejando que los fotógrafos se acercaran a él, como en esta incursión en una tienda de comestibles
en Virginia Occidental en abril de 1960.
Pero el mito perdura, aunque no se explique objetivamente, sea exagerado e incluso falso. Estamos ante un interesante caso de instalación de una realidad virtual que no se compadece con los escasos logros, sobre todo en política doméstica, de la presidencia Kennedy. Este imaginario es inmune a los fallos de su personalidad, sus engaños sobre su salud o sus comportamientos inmorales que, aunque relativos a la esfera privada, le llevaron a asumir grandes riesgos que pudieron afectar a la seguridad nacional, al compartir cama con una mujer, Judith Campbell, que también lo hacía con el capo mafioso Sam Giancana. Mujeriego compulsivo hasta límites patológicos, engañando permanentemente a su mujer, introduciendo a sus amantes en la Casa Blanca, mientras su entorno proyectaba la imagen de la feliz familia presidencial símbolo del sueño americano.
Kennedy aparece sentado a la izquierda, junto a Eisenhower. Es el 20 de enero de 1961
y JFK está a punto de inaugurar mandato.
La prensa de entonces no controlaba como ahora a los presidentes. Los pecados privados no eran investigados, no se conocía su intensidad ni los detalles que ahora sabemos. JFK exudaba energía, pero era en realidad un enfermo crónico que necesitaba 10 medicinas diarias: sufría una enfermedad congénita de la columna vertebral que le obligaba de vez en cuando a usar muletas; padecía la enfermedad de Addison, una atrofia de las glándulas adrenales; tomaba corticoides, y sufría de colitis y asma alérgica. Todo ello fue ocultado al público, antes de su elección y durante su presidencia. Su hermano Robert, fiscal general, llegó a destruir el informe de su autopsia. La sociedad de la época no le concedía importancia a estas cosas. Hoy no hubiera podido ser presidente, y de haberlo sido, sus mentiras continuadas hubieran acabado con él.
Sus prometidas reformas sociales: lucha contra la pobreza, el Medicare (seguro de salud para las personas mayores de 65 años), no llegaron a convertirse en leyes. Fue excesivamente calculador y políticamente tímido, y no se atrevió a conceder los derechos civiles a la población negra y acabar con una infamia histórica. Tuvo que esperar a la llegada de su sucesor, Johnson, que consiguió que el Congreso aprobara las leyes de derechos civiles y la legislación social que no logró Kennedy. Católico, rompió las barreras religiosas en política, respetó la absoluta separación entre Iglesia y Estado y repetía que no era el candidato católico a la presidencia: “No hablo por la Iglesia en temas de política pública y nadie en la Iglesia habla por mí”.
Fue más estimable su labor en política exterior, marcada por su afirmación: “Soy un idealista sin ilusiones”. Avances en la relación con la URSS, sobre Berlín y Cuba, tras la fallida invasión que le legó Eisenhower, y que se negó a solucionar utilizando la fuerza militar aplastante, evitó una guerra nuclear con los soviéticos en la crisis de los misiles atómicos instalados por Jruschov en la isla caribeña.
En Vietnam, a pesar del asesinato del presidente Diem, que Kennedy autorizó, no agravó el conflicto, aumentó de unos centenares a unos miles el número de asesores militares, pero negó el envío de 100.000 tropas de combate. Nos hemos quedado sin saber si en un segundo mandato hubiera contenido militarmente la guerra de Vietnam, evitando la escalada de una contienda que envenenó al país.
No fue una presidencia transformadora, duró menos de tres años, y sin embargo Jack Kennedy y su magnetismo movilizaron a los jóvenes de la época, y no solo en EE UU, volcándolos en la ayuda a otros países a través del Cuerpo de Paz, como no lo ha hecho nunca ningún otro mandatario. El primer presidente estadounidense nacido en el siglo XX jugó fuerte la baza de la renovación generacional al afirmar: “Los jóvenes están mejor preparados para dirigir la historia que los viejos, y estoy listo para ser presidente”. Ante la misma pregunta sobre su disposición, Nixon respondió: “Las capacidades que pueda tener para la presidencia las recibí de mi madre y de mi padre, de mi escuela y de mi iglesia”. En 1988, 75 historiadores y periodistas describieron la presidencia de Kennedy como la más sobrevalorada de la historia de EE UU. Una valoración de los presidentes realizada por historiadores y académicos sitúa a JFK en el puesto 18º, ligeramente por encima de la media.
La televisión se convirtió en la principal herramienta de campaña para las elecciones presidenciales
de Estados Unidos en 1960.
Entendió que acababa una época y el país estaba al borde de una nueva frontera, y le pidió que optara entre el interés público o la esfera privada, entre la grandeza nacional o el declive. JFK transmitió una corriente eléctrica de optimismo, esperanza, y de la necesidad de perseguir los sueños. Sedujo a los ciudadanos como ningún líder político lo había hecho. Proyectó idealismo y simbolizó el sueño americano; a Kennedy le gustaba repetir las palabras del escritor irlandés George Bernard Shaw: “Sueño cosas que nunca fueron y digo: ¿por qué no?”. Permanece hoy en el espacio fabuloso de la memoria colectiva, que retiene la enorme ilusión que provocó su efímera presidencia; del sueño dramáticamente interrumpido. Este es el mito que aún perdura.
hacia la Casa Blanca.
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