Donald Trump, la política como instinto básico
Manuel Vicent
Imagen: Fernando Vicente
Simplemente, sucede que Donald Trump es un
incompetente porque desconoce el mecanismo más elemental de la política y se ve
obligado a ejercerla como una emoción primaria y expeditiva. No es un
profesional, no sabe el oficio. En sus manos el Gobierno de Estados Unidos se
ha convertido en un deporte de alto riesgo, en una especie de barranquismo
dentro de la Casa Blanca ,
que tiene al mundo en vilo. En los mítines como candidato, Trump a veces se
parecía a uno de esos músicos, que
toca el violín con un serrucho y se hace un lío con las partituras, su público
le aplaude y él saluda satisfecho de sus propias gansadas. La mayoría se lo
tomó a broma, pero el destino del planeta está hoy a merced del capricho de
este emperador de cómic, descerebrado.
Donald Trump cree que para tener
autoridad hay que estar cabreado y como un bebé furioso, al que le han
arrebatado el chupete, desarrolla su mando mediante un código de señales muy
físicas que emite su corpachón agitado por un viento interior. Todo en este
político es de primera mano, imprevisible y gestual. De hecho, antes de firmar
un decreto puede aporrearse el pecho como cualquier espalda plateada para
excitar el timo, esa glándula del valor aposentada detrás del esternón, que
compartimos con los simios superiores. Y después, para demostrar que ha salido
con la suya, suele levantar la mandíbula, apretar el morro y exhibir el
documento con su rúbrica en un alarde retador entre infantil y macarra.
Finalmente puede dar la mano, pero nunca franca y amigable, más bien arrebata
la del contrario, tira de ella para apoderarse del cuerpo entero al que puede
retener o desechar a su antojo.
Lo verás bajar del avión
presidencial golpeando el aire con el puño rosado del que emerge el pulgar
inhiesto como cola de alacrán, o formando con los dedos la ve de la victoria
sin venir a cuento o pinzando el pulgar con el índice como la mano de un
pantocrátor cuando emite una amenaza o advertencia detrás de un atril. Son
gestos autoritarios que solo indican duda e inseguridad del terreno que pisa.
Hartos de votar a presidentes
unívocos, profesionales de la política, siempre troquelados por el establishment al
servicio del sistema, los electores de una clase media norteamericana hundida
por la crisis trataron de probar con algo nuevo, imprevisible y vengador; de
ese voto desesperado, colérico y gamberro ha salido este extraño ser de color
calabaza, porque la democracia tiene estas cosas, la grandeza del ideal
colectivo lleva la consiguiente carga de estiércol ciudadano, que puede originar
un monstruo cuando fermenta.
Bajo su propio volcán, Trump cada
día a la hora del desayuno, al pie de unos huevos rancheros o de los suyos
propiamente dichos, suele emitir un pensamiento balístico de 140 caracteres,
que pone su propia política patas arriba cada mañana. Dimite otro jefe de
Gabinete, huye de su lado otro secretario, aplasta al fiscal general, reta o
insulta a cualquier mandatario extranjero, nombra consejero a un compinche y a
continuación lo desescombra, amenaza a la prensa, se pasa por el forro al
director del FBI, babea dulzón ante Putin, quien tal vez le tiene cogido por
los compañones y es que la corona de Trump es el caos, debido a que no sabe el
oficio y carece de estructura interior; de hecho lo que parece su espina dorsal
no es más que su corbata.
Así cabalga este jinete. Al
galope atraviesa Trump descerrajado el viejo esplendor de la primera potencia
del mundo, acuciado por el miedo y la paranoia. ¿Qué es sino miedo encerrar a
su país detrás de un muro, de un férreo control de pasaportes, de la barrera
del odio racista? Entre los cientos de miles de cerebros extraordinarios que
pueblan una nación grande y poderosa como Norteamérica, he aquí que ha salido
de las urnas el cerebro de un millonario atrabiliario e ignorante, que solo ha
sabido forrarse. Dejar la historia a expensas del instinto básico de Donald
Trump puede ser una forma de no aburrirse, pero no es agradable despertarse una
mañana y comprobar que todos los ideales de Occidente los ha arrojado un patán
al fondo del barranco.
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