Nómadas en verano
Macarena Vidal Liy
Paisaje sobre el lago Qinghai, el mayor de agua salada en China y a 3.300 metros de altura en la meseta tibetana
Tsewang Zanmo y su
familia apuran los últimos días cálidos en su campamento sobre el lago Qinghai,
el mayor de agua salada en China y a 3.300 metros de altura en la meseta
tibetana. El frío empieza a notarse y sus yaks ya dan cada vez menos leche. En
breve, desmontarán su gur, la tienda de campaña en la que han habitado
durante el verano; su marido llevará su rebaño de yaks, la fuente de sustento
familiar, hacia los pastos de invierno. Ella y su hija Pedma, de siete años, se
instalarán en la vivienda en la que desde hace unos años pasan los meses fríos
y se despedirán de su vida ancestral de nómadas hasta que vuelva la primavera.
La familia de
Tsewang es una de las cientos de miles de nómadas tibetanos que intentan
mantener su estilo de vida tradicional como pueden, al tiempo que se adaptan a
una rápida modernización, una política de reasentamientos en muchos casos
forzosos del Gobierno chino y un cambio climático palpable.
La de Qinghai es
una de las provincias de mayor tamaño de China —la cuarta—, pero también una de
las menos pobladas, con apenas cinco millones de habitantes en una nación de
1.370 millones de personas, y una de las más pobres: apenas contribuye el 0,35%
al PIB anual de China. Como tal, ha sido uno de los focos preferentes de uno de
los objetivos prioritarios del Gobierno en Pekín: la erradicación completa
de la pobreza en el país para 2020. Un plan que será uno de los principales
asuntos en el 19º Congreso del Partido Comunista de China, el gran cónclave
político que celebra el país cada cinco años, a partir del día 18 de octubre.
El objetivo,
anunciado en 2015, cuenta con el aval personal del presidente Xi Jinping. Aunque desde 1978
China ha desarrollado proyectos para la reducción de la pobreza y ha logrado
sacar a 700 millones de personas de la miseria, eliminarla por completo
permitiría al Partido Comunista enviar el mensaje a sus ciudadanos de que sus
medidas benefician a absolutamente todos y solo el Partido ha logrado el
bienestar generalizado que ningún otro régimen consiguió.
El plan, dotado de más de 30.000 millones de dólares, marca que cada
año, desde 2015, China saque de la pobreza rural a 10 millones de personas
—entendida como unos ingresos de menos de 2.300 yuanes, o 296 euros, al año—,
que aún carecen de comunicaciones, agua corriente o electricidad mediante
medidas como las inversiones en infraestructuras, el desarrollo de industrias
específicas o el traslado. Según las autoridades, el año pasado en China 12,4
millones de personas salieron de la miseria. De ellas, 110.000 en Qinghai.
Aunque el proceso
ha conllevado su lado oscuro. La administración de los programas específicos ha
posibilitado sonados casos de corrupción en algunas provincias. La gestión
desde arriba no siempre ha facilitado que los fondos se empleen de la manera
más eficiente posible. Y, en el caso de Qinghai, donde el 90% de la población
es de origen tibetano y buena parte procede de comunidades dedicadas
tradicionalmente al pastoreo nómada, el desarrollismo ha traído —como ha
ocurrido en otros lugares— sus propios problemas.
La nómada tibetana Tsewang Zanmo señala su rebaño de Yak
Aquí los cambios
comenzaron en los años 90, cuando China se planteó desarrollar el oeste
empobrecido del país y comenzó una fuerte inversión en infraestructuras:
aeropuertos, líneas de tren de alta velocidad, presas, carreteras… Poco de lo
que se ve tiene más de 15 años.
En 2003, el
Gobierno en Pekín lanzó una nueva campaña, Tuimu Huancao (Convertir
los pastos en praderas), para reasentar a los nómadas con el argumento de que
los rebaños causaban la desertificación de un área vital en la meseta tibetana
de Qinghai, donde nacen tres de los principales ríos de Asia: el Yangtsé, el
río Amarillo y el Mekong. En esta provincia, 530.000 personas, el 10% de la
población, han sido objeto de esta política, según las cifras del
periódico Qinghai Daily. En 15 años se han construido más de 80
asentamientos para alojarlos, con resultados mixtos.
El asentamiento
facilita el disfrute a comodidades modernas, desde el agua corriente a la
televisión, así como el acceso a la educación y a los servicios sanitarios. El
Gobierno ofrece ventajosas condiciones, desde ayudas a la compra de vivienda a
estipendios individuales durante los primeros años de adaptación.
Pero también el
realojamiento “ha tenido enormes implicaciones en la inadaptación cultural y
social”, explica Emily Yeh, de la Universidad de Colorado. Sin hablar mandarín
en numerosos casos, y con escasa formación, “a menudo no han podido encontrar
puestos de trabajo u otras fuentes de ingresos, mientras que los subsidios no
se actualizan con la inflación. Ambas cosas son recetas para problemas
sociales”.
“En esos casos, es
frecuente que pierdan el ánimo. Que no le encuentran un sentido a asentarse.
Quizás se empleen como conductores, o para reparar carreteras, o montan un
pequeño negocio… Emborracharse o darse al juego es un comportamiento común”,
explica Chamcuoji, una trabajadora social de 32 años, que hoy visita a su
hermano en Yemaocun, una aldea de viviendas idénticas nuevas en el este del
lago.
Es una situación especialmente difícil para aquellos que con el
traslado, bien porque se les obligó o bien voluntariamente, se deshicieron de
sus yaks y sus ovejas y han perdido esa fuente de ingresos. Una opción es el
sector turístico, visible en la zona del lago, donde han proliferado los
pequeños restaurantes o las ofertas de alojamiento en gurs tradicionales
o no: “Con esto pago el colegio de los niños”, dice la nómada Lhamo Jamyang del
negocio de alquiler de caballos a orillas del lago que inició hace dos años.
Otros, como Tsewang
y su familia, optaron por la vía de en medio: conservar los rebaños y hacer
vida nómada en verano, urbana en invierno. Los menos continuaron su vida
errante, en la que solo los ancianos o los más pequeños habitan en construcciones
tradicionales de adobe o ladrillo para escapar la crudeza de los meses fríos.
Todos ellos, no obstante, han debido adaptarse a una nueva realidad.
Nómadas tibetanos venden hongo cordyceps en un mercado, en mayo de 2016
“Durante el verano claro que
prefiero vivir en el gur, explica esta mujer de 33 años y una sonrisa iluminada
por dos dientes de oro. Aunque la del gur es una vida espartana: dentro de su
tienda, apenas caben un colchón, algunos aperos de cocina, cajas con ropa y la
estufa que ahora alimenta con estiércol de yak para preparar un té de
leche y mantequilla a la manera tibetana. Y para ella supone mucho más trabajo:
“Las hembras de yak solo tienen leche durante la temporada cálida. Cada día
tengo que ordeñarlas, después batir la leche para hacerla mantequilla. Con lo
que queda, toca hacer queso. Y hay sacar a los animales a pastar, y preparar
las comidas para la familia”. En invierno, en cambio, “como los animales no dan
leche, el único trabajo es llevarles a pastar”.
¿Merece la pena
renunciar, aunque solo sea parcialmente, a las tradiciones para lograr un mejor
bienestar? Chamcuoji se encoge de hombros, mientras echa un vistazo en torno al
amplio salón de la vivienda de su hermano, donde un inmenso sofá de estilo
rococó convive con decoraciones tibetanas y el mantra budista Om Mani
Padme Hum. “A veces merece la pena perder un poco de tradición. Lo dice un
refrán chino: en algunos casos, para ganar algo nuevo, es necesario perder algo
viejo"
De El País España
No hay comentarios:
Publicar un comentario