Mata Hari, la espía que lo perdió todo
En el centenario de su fusilamiento en Francia, durante la Primera Guerra
Mundial
Isabel Ferrer
Mata Hari, en un retrato sin datar. MUSEO DE FRISIA EFE
Mata Hari,
espía por excelencia y mujer oscurecida
por su fama de femme fatale ¿Cómo hacer justicia a la joven holandesa de
buena familia casada con un marido alcohólico que le contagio la sífilis, a
ella y a los dos hijos de ambos, y le arrebató a la niña? En el centenario del
fusilamiento en Francia de Margaretha Geertruida Zelle (1876-1917), su nombre
real, una muestra en el Museo de Frisia, abierto en Leeuwarden, su ciudad
natal, trata de devolver su rostro a una chica de provincias que arrasó en la
Belle Époque con sus bailes exóticos, y fue encarnada en el cine por las actrices
Greta Garbo, Marlene Dietrich, Jeanne Moreau o su compatriota Sylvia Kristel.
Quedan muy pocos objetos personales de Mata-Hari a los que acudir.
Apenas un broche, sus tarjetas de visita, como bailarina oriental y como
Margaretha MacLeod, el apellido de su marido, un militar destacado en la actual
Indonesia, entonces colonia holandesa. También el álbum de recortes de su
carrera y los sonajeros de sus hijos, Norman y Louise, apodada Non. El museo
los ha dispuesto de forma casi teatral, acompañados de una mesa que semeja la
del interrogatorio de su consejo de guerra por espionaje en Francia. Pero hay
algo más valioso en la sala en Mata Hari, el mito y la muchacha es
mucho más valioso: su correspondencia personal y los informes del juicio. Un
conjunto epistolar que es la guía desesperanzada de un ser humano que se había
reinventado.
Llegó a París en 1903 con 27 años, divorciada y arruinada, y pasó de
los salones privados a los teatros de moda: del Olympia al Folies-Bergère,
interpretando a su manera las danzas de Java que había visto durante su
matrimonio. “Su trayectoria guarda un paralelismo inesperado con el escándalo
que rodea hoy al productor de Hollywood Harvey Weinstein. Ella tenía gran éxito
entre los hombres y a los 15 años perdió un trabajo en una escuela local por
acoso sexual. Luego fue maltratada por su marido y acabó prostituyéndose para
sobrevivir”, dice Julie Wheelwright, autora de La amante desgraciada: Mata Hari y el mito de la mujer en el
espionaje. La estudiosa despeja rauda las dudas sobre la vida de la holandesa.
“Sí, se acostó con hombres por dinero, pero después de que su ex marido se
negara a pagar la manutención de su hija, y ella perdiera la custodia. Fue
reclutada -y luego traicionada- por los alemanes bajo el código H21, y trabajó
también para los franceses. Uno de sus mensajes más valiosos fue descartado,
pero resultó cierto. El uso de tinta invisible era muy importante durante la
Primera Guerra Mundial, y le dijo a sus contactos en Francia que los germanos
la llevaban en las uñas. No la creyeron”.
Foto policial de Mata-Hari cuando fue detenida por militares franceses y acusada de doble espionaje.
El problema es que
Mata Hari, (ojo del día en malayo, amanecer ) ya mantenía relaciones
con militares de ambos bandos antes de la contienda y estaba endeudada. “Me
gustan los oficiales. Prefiero ser la amante de uno pobre que la de un banquero
rico”, dijo durante el proceso. Los servicios secretos germanos se aprovecharon
de su situación, aunque también le dieron un adelanto de 20.000 francos (37.000
euros de hoy). Y ella, que jugó al exotismo y el desnudo en París, Montecarlo,
Viena o Milán, no vio que ambos bandos la vigilaban. Con su pasaporte holandés,
país neutral durante la guerra, cruzaba fronteras sin problemas, y no apreció a
tiempo el cambio de mentalidad generado por la lucha. De golpe, desaparecieron
los mismos varones que pagaron por verla entre 1905 y 1914.
El broche que Mata-Hari dejó para su hija Louise.MUSEO DE FRISIA (EFE)
Antes de acabar en la prisión parisina de Saint-Lazare, y luego frente
a un pelotón de fusilamiento en Vincennes el 15 de octubre de 1917, Margaretha
Zelle fue una niña cualquiera. Su progenitor tenía una buena tienda de
sombreros, pero se arruinó. A los 18 años, ella contestó a un anuncio en busca
de esposa firmado por el capitán Rudolph John MacLeod, 20 años mayor, bebedor y
autoritario. Se casaron en 1895. Él le contagió la sífilis y sus dos hijos la
heredaron. Norman, el niño, murió a los dos años intoxicado por el mercurio
usado para tratarla. Non, falleció a los 21 por un aneurisma cerebral, “pero
creemos que pudo ser por lo mismo”, dice Weelwright. Una tragedia con un
fogonazo casi redentor al final. “Se enamoró del oficial ruso Vadim Masloff y quería
empezar de nuevo”. Vadim nunca recibió las cartas que su amada le escribió
desde la cárcel. Tampoco su hija, que murió sin volver a verla.
Envuelta
en una nube de seda, pólvora y misterio
Jacinto
Antón
Como Lawrence de Arabia, con el que tiene mucho en común,
y el Barón Rojo, Mata Hari es uno de esos pocos privilegiados
personajes que se alzan sobre el anónimo matadero embarrado de las trincheras
de la Primera Guerra Mundial para cautivar nuestra imaginación. Al igual que el
coronel Lawrence, la holandesa Margaretha Geertruida Zelle devino una leyenda
trascendiendo sus limitaciones físicas y complejos, en su caso ser altísima
para la época (1,75m) y carecer prácticamente de pecho: de ahí el uso del
famoso cache-seins metálico del que no se despojaba ni para hacer el
amor, pretextando que un amante enardecido le había arrancado a mordiscos los
pezones, que ya es daño.
En ambos casos, el emir dinamita y la bailarina
cortesana, encontramos el mismo afán por reinventarse y un gusto casi
patológico por el disfraz. Si Lawrence tomó la identidad de hombre de acción y
los ropajes de la élite beduina para acaudillar la revuelta árabe (y cumplir
sus anhelos de soñador de día), la holandesa hija de un sombrerero de
provincias se forjó una personalidad postiza como danzarina hindú sagrada
dedicada desde la pubertad a Siva (dispuesta a hacer streptease, eso sí),
aprovechando la experiencia de haber vivido en Indonesia casada con un oficial
del ejército colonial.
Bajo el nombre de Mata Hari, bailó provocadoramente por
toda Europa cautivando y escandalizando a la Belle Époque. Paralelamente,
cosechó una larga lista de amantes y patrones que la mantenían en las horas
bajas. Su habilidad para fantasear con sus orígenes, su internacionalismo, sus
amistades en todos los países y sin duda su libertad, promiscuidad y fama
de femme fatale–y también su ingenuidad- la pusieron en el centro de la
psicosis de espionitis que se vivió durante la Primera Guerra Mundial.
Parece claro que, para conseguir dinero (a fin de vivir con su joven amante, el
oficial ruso tuerto Vadim Masloff), se enredó en un juego que la superaba (la
ficharon los franceses y luego la acusaron de ser agente doble); y que pagó por
la necesidad de Francia de encontrar otros culpables a los que achacar la
muerte de millones de poilus que no fueran los incompetentes
generales.
Murió con una entereza que no tuvo su homóloga aliada,
Edith Cavell, a la que los alemanes hubieron de fusilar desvanecida en el
suelo. Mata Hari, toda valor y dignidad –“¡Parbleu!, ¡esta dama sabe morir!”,
exclamó uno de los que la ejecutaron- , no se amilanó ante los 12 zuavos del
pelotón (hasta les lanzó un beso), y fue uno de ellos el que cayó desmayado.
Las 11 balas restantes la alcanzaron y luego un sargento de dragones le pegó el
brutal tiro de gracia en la sien. El cuerpo fue llevado a la facultad de
Medicina: se cuenta que su cabeza fue conservada aunque se desconoce su
paradero actual. Como Lawrence de Arabia, su ascenso al reino de los mitos fue
imparable. Por mucho que se la humanice y explique, la bailarina exótica,
irresistible amante y espía letal sigue ahí, envuelta en una niebla de seda,
cigarrillos egipcios, humo del Oriente Express, pólvora y misterio. ¡Mata Hari!
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