Las emociones que mueven la historia
Margaret Macmillan*
Es posible que la influencia que ha tenido la economía sobre la historia, como sobre las demás ciencias sociales y las humanidades, sea la causa de que en ocasiones a los historiadores les incomode el papel que desempeñan la personalidad y las emociones en los sucesos. Yo soy de la opinión de que hay que prestar atención a ambos. Si en la década de 1930 hubiera estado al frente de Alemania otra persona que no fuera Hitler, ¿lo hubiera arriesgado todo ese hombre o mujer en una guerra contra Francia y Reino Unido, y luego contra la Unión Soviética y Estados Unidos? Si el militarismo japonés no hubiera estado tan obsesionado con que la amenaza de que Estados Unidos se volviera demasiado fuerte como para que ellos pudieran derrotarlo, ¿hubiera ido Japón a la guerra en 1941, cuando aún tenían posibilidades de salir vencedores? El miedo, el orgullo o la ira son emociones que crean actitudes y decisiones, tanto o quizá más que el cálculo racional.
Y esto nos lleva a las preguntas del tipo “Y si…”. ¿Y si Hitler hubiera
muerto en una trinchera durante la Primera Guerra Mundial? ¿Y si Winston
Churchill hubiera resultado mortalmente herido cuando un vehículo lo
atropelló en la Quinta Avenida neoyorquina en 1931? O ¿y si
Stalin hubiera muerto durante la operación de apendicitis que sufrió
en 1921? ¿Podemos de verdad analizar la historia del siglo XX sin colocar a ese
tipo de personajes en algún lugar del relato? Llama la atención que
algunos historiadores,
como Ian Kershaw o Stephen Kotkin, que empezaron investigando y
escribiendo sobre los nazis o sobre la sociedad soviética, hayan pasado a
escribir biografías de los dos hombres que sirvieron de eje a esas sociedades.
Los expertos en ciencia política nunca se han mostrado muy dispuestos a
considerar el papel que desempeña el individuo, pero ya empiezan a aparecer
artículos en sus revistas profesionales con títulos como “Elogiemos ahora a
hombres famosos: que vuelva a escena otra vez el estadista”.
En cuanto tratamos
de evaluar el impacto de los individuos o de los sucesos aislados en la
historia estamos, aunque no nos demos cuenta, pensando en un desenlace
alternativo a lo que ya sucedió. Imaginemos de qué otra forma podría haber
salido todo en aquella mañana
veraniega de junio de 1914 en Sarajevo. El heredero al trono
austriaco, el
archiduque Francisco Fernando, había cometido una tontería al visitar la ciudad
bosnia. Muchos nacionalistas serbios, y entre ellos los que vivían en
Bosnia, seguían aún indignados porque el imperio austrohúngaro se hubiera
anexionado Bosnia, arrancándosela al imperio otomano, como había sucedido solo
seis años antes. Su provincia, creían, pertenecía a Serbia. Y el 28 de junio
era un día particularmente aciago para esa visita del archiduque, dado que era
la fiesta nacional serbia, el día en que el país conmemoraba la gran derrota
que sufrió en la batalla de Kosovo. Tampoco ayudaba el hecho de que la seguridad
austriaca estuviera bastante descuidada, a pesar de las alertas sobre posibles
conspiraciones de unas oscuras bandas terroristas. En aquella mañana, varios
hombres jóvenes y decididos se habían apostado por toda la ciudad, armados con
pistolas y bombas, esperando al archiduque. Uno de ellos incluso había
conseguido arrojar un explosivo contra el cortejo a su llegada, pero sin
acertarle a nadie. La policía, por su parte, había efectuado redadas de
posibles asesinos, y los demás no se veían con valor para actuar. Solo
uno —Gavrilo Princip— seguía lleno de energía, decidido a hacer algo.
Princip estuvo primero dando vueltas por la calle principal, junto al río,
esperando que le llegara la oportunidad de cumplir con su misión, y acabó
sentándose a descansar junto a un famoso café de la ciudad. Sus oportunidades
parecían escasas, hasta que de repente apareció el coche abierto del
archiduque: el conductor se había equivocado de trayecto y fue a dar a la
callejuela donde estaba apostado Princip, que
se puso en pie y disparó a quemarropa contra la pareja imperial mientras
el chófer trataba de dar marcha atrás. La muerte del archiduque se convirtió en
la excusa que precisaba el Gobierno austriaco para actuar contra Serbia,
sometiéndola o destruyéndola. Y eso, por su parte, precipitó la decisión
alemana de respaldar al imperio austrohúngaro, mientras Rusia hacía lo propio
con Serbia. Si no llega a cometerse aquel asesinato, hubiera sido muy poco
probable que Europa fuera a la guerra en 1914. Podría no haberse desencadenado
nunca una guerra mundial. Nunca lo sabremos, pero podemos imaginárnoslo.
Las cosas que no sucedieron, los contrafactuales, son herramientas muy
útiles para la historia porque nos ayudan a entender que una sola decisión o
acción produce consecuencias. Julio
César se enfrentó a su propio Gobierno cuando decidió cruzar el Rubicón con
sus tropas y dirigirse a Roma en el año 49 antes de Cristo. Ese río delimitaba
la frontera entre la provincia que gobernaba él y los territorios italianos
regidos directamente por Roma. Este acto de Julio César era traición y se
castigaba con la muerte o con el exilio. Pero triunfó, y eso supuso la muerte
de la República de Roma y el nacimiento de la Roma imperial. En 1519, Hernán
Cortés corrió un riesgo casi inimaginable al adentrarse en México. Tenía
600 soldados, 15 jinetes y 15 cañones, y con eso iba a enfrentarse a los reinos
poderosos y bien armados del país. ¿Y si aquellos hombres se hubieran unido
contra la diminuta banda de invasores, en vez de dejarse dividir y conquistar?
Podría haber sido muy posible que México sobreviviera como Estado
independiente, igual que hizo Japón ante un reto parecido, la amenaza de
invasión exterior de la década de 1860 y en el periodo de la Restauración
Meiji, cuando consiguió reformarse para hacerles frente a los extranjeros. La
historia de Norteamérica hubiera sido muy diferente de haber existido una
potencia indígena fuerte e independiente.
Los contrafactuales
nos sirven para tener presente que en la historia las contingencias y los
accidentes pesan. Pero, dicho esto, también hay que manejarlos con precaución.
Si al pasado le cambiamos demasiadas cosas, las versiones alternativas de la
historia se van haciendo cada vez más implausibles. Y tampoco podemos esperar
que ocurriera lo impensable, o siquiera lo improbable. Con
la historia no podemos hacer aquello a lo que recurrían los antiguos
dramaturgos griegos para resolver las situaciones imposibles,
introducir el deus ex machina. Ni podemos contar con que los personajes
del pasado piensen y reaccionen de una forma que no se corresponde con su
carácter ni con su época. Por ejemplo, que la reina Isabel I de Inglaterra se
hubiese comportado como una feminista del siglo XXI. Y cuando tratamos de
entender por qué los personajes históricos hicieron lo que hicieran, tenemos el
deber de evaluar siempre qué opciones plausibles, y propias de ellos, tenían
ante sí.
Extracto del ensayo ‘Las personas de la historia. Sobre la persuasión y el arte del liderazgo’, publicado por Turner el 18 de octubre.
*Margaret Macmillan es la rectora del St. Antony’s College de la universidad
británica de Oxford y catedrática de Historia Internacional en la misma
institución, tras haber dirigido el Trinity College en la universidad de
Toronto. En el año 2002 ganó el premio Samuel Johnson por su libro París 1919: seis meses que cambiaron el mundo (publicado en español en 2005), y es también
la autora de Juegos peligrosos. Usos
y abusos de la Historia (2010). Es miembro de la Real Sociedad de Literatura y Senior Fellow
del Massey College de la Universidad de Toronto, miembro honorario del St Hilda
de la universidad de Oxford, y se sienta en los consejos de administración del
Mosaic Institut y del Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo y los
consejos de redacción de la Historia Internacional y Primeros estudios sobre la
guerra mundial. En 2006 fue investida como Oficial de la Orden de Canadá
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