Martín Caparros ficción disparatada de la patria
Sonia Budassi
En uno de sus
ensayos, Alejo Carpentier pensaba las definiciones más populares del oficio –o
el arte– de escribir: “Se suele decir escritor y periodista, o periodista más
que escritor o escritor más que periodista. Yo nunca he creído que haya
posibilidad de hacer un distingo entre ambas funciones, porque, para mí, el
periodista y el escritor se integran en una sola personalidad”.
La obra de Martín
Caparrós –como la de una tradición de narradores argentinos que va de Tomás
Eloy Martínez a Miguel Briante– se balancea entre la ficción y la no ficción
pero comenzó por la primera: sus cuatro libros iniciales fueron las
novelas Ansay o los infortunios de la gloria (1984), No velas a
tus muertos(1986), El tercer cuerpo y La noche anterior (1990).
Luego se sumaron más de una docena de crónicas (Larga distancia, El hambre, Lacrónica,
etc.) y, al día de hoy, unas once ficciones en total. Por algunas de ellas, ha
ganado el Premio Planeta en 2004 y el Herralde en 2011; en su juventud
participó del grupo literario Shangai junto a Sergio Bizzio, Jorge Dorio,
Daniel Guebel, Matilde Sánchez y Alan Pauls, entre otros, quienes luego fundaron
la revista Babel.
Caparrós suele
admitir, en charlas y conferencias, que, en términos de escritura, encara igual
el registro de ficción y de no ficción: “Siempre se trata de literatura”. Pero
al repreguntarle, ante las novelas Echeverría, publicada hace un año, y la
reciente reedición de La Historia, dice: “A veces matizo esa afirmación.
Hay una diferencia radical en el ejercicio de esa escritura, por más que la
intención estética sea muy parecida. Reconozco que hay una diferencia muy
fuerte que consiste en que, generalmente, el trabajo más decisivo de una no
ficción se produce antes del momento de la escritura, y en ficción, sobre todo,
durante la escritura”
.
En su visita a
Argentina –vive en Madrid desde 2013– y antes de partir hacia Colombia, pasó
por varios programas de televisión donde habló, sobre todo, de la coyuntura
política. Además, participó de una entrevista pública en la Fundación Tomás
Eloy Martínez. Creador de sustantivos compuestos, largas enumeraciones sin
comas, neologismos y versos cortados en medio de la prosa narrativa, dice, por
ejemplo, detestar la palabra “investigación”.
Suele escribir
contra otros términos aceptados y “políticamente correctos”, vinculados a la
pobreza o la ecología, como consta en Contra el cambio o El
hambre, e incluso contra la “novela histórica”, como afirma en Echeverría.
Aunque, subraya, La Historia es uno de los libros que más le interesa
entre los que ha escrito. Siente que no se da aquello de otras novelas –incluso
las propias, aclara–, que sea igual a otras, previsible. Con ella, piensa,
logró hacer algo “distinto”. Tanto que, dice, algo serio, algo jocoso, el resto
de su obra termina constituyéndose como “notas al pie”. Y recuerda su premisa:
“escribir un español que resultara ajeno a cualquier hispanoparlante, que nadie
pudiera reconocer como propio. Me costó mucho encontrarlo, llegar a él. En un
momento me pareció que lo había logrado; ya tenía como 300 páginas, entonces
tuve que reescribir todo con esa nueva prosa”.
La vocación
monumental del libro no solo se vincula a la evidente materialidad de sus más
de mil páginas. Como narración, pretende fundar un mundo posible integral, una
civilización. Recrea, por momentos, la utópica enciclopedia británica –o las
ambiciones de las novelas realistas del siglo XIX– donde cada porción de la
vida social y doméstica es factible de ser enumerada y clasificada. En ese
espacio de concentración geográfica Caparrós desarrolló lo que define como “una
máquina de producir y contener historias”.
–Tanto Echeverría
como La Historia avanzan sobre la incerteza. En la última, el
investigador-historiador trata de descifrar ese manuscrito que ha hallado
incompleto y especula, se hace preguntas. El narrador de Echeverría siempre
aduce posibilidades. ¿Cómo funciona esto de tematizar la duda en la ficción?
–Desconfío
absolutamente de la verdad. Creo en la capacidad de dudar de cualquier
afirmación, es mi manera de leer el mundo. ¿Quién decía que la duda es la
jactancia de los intelectuales? No sé si alguna vez decidí tan explícitamente
“esta es la manera de narrar, tengo que hacer explícita la duda”, pero teniendo
en cuenta mi decisión de cómo pararme frente al mundo, no me extraña que eso
aparezca de manera fuerte.
–¿Qué cambió como
autor desde la publicación de La Historia en 1999?
–No sé. Hay como
etapas desde entonces. Pero cuando escribí La Historia durante un
tiempo tuve la sensación de que había hecho ya todo lo que podía y que
cualquier otra cosa que escribiera sería como una nota al pie de La
Historia... y en algún momento acepté que era así, y en eso estoy (se ríe).
–Cuando encaró el
proyecto, ¿tenía en mente las novelas del siglo XIX en cuanto a su ambición
totalizante?
–Lo relacionaba más
bien con cierta escalada y crisis del siglo XX. Estos días recordé, lo había
olvidado, que en el año 92 estaba empezando con La Historia. Me había
guardado el dinero de un año que había trabajado y cuando se acabó el dinero
llegó la beca Guggenheim. En el 92 me habían invitado a un encuentro en el
Escorial organizado por la universidad complutense de Madrid, nos encerraron a
30 escritores que Carlos Fuentes había elegido para pasar una semana. Cada uno
de nosotros debía hablar de un libro de Fuentes. Era una especie de homenaje. Y
participamos en una mesa Bryce Echenique, Juan Goytisolo y yo, que era el más
joven y se suponía debía ser el más revoltoso. Y recuerdo que dije que lo peor
que nos había hecho su generación era que ellos escribían como para crear un
mundo. Entonces, para rebelarnos contra el padre, nos habían dejado la
tentación o la salida de la pequeñez. Así debíamos contar cositas, todo lo
contrario de las grandes novelas, para preservar nuestra identidad. Y yo no caí
en ese chantaje. Quería ser tan ambicioso como ellos. Con La
Historia quería no dejarme empequeñecer por la tentación de pelear contra
su ambición haciendo algo pequeño.
–Pensaba también en
Borges, en la cuestión del parricidio literario que ciertos escritores dicen
tener que hacer con él, a la vez que su novela es muy borgeana. Se percibe un
homenaje.
–No necesitaba
pelearme con Borges porque nunca lo sentí como una vía posible. Quizá algunos
escritores mayores que yo tuvieron que hacerlo. Para mí no era una opción, ya
era un monumento me parece. Siempre tuve muy claro que una habilidad de Borges
era clausurar un camino, no abrirlo. Llegó lo más lejos que se puede llegar por
esa vía; cualquier tentación de seguirlo era caer en un pozo. Entonces no tenía
que pelearme con él como quizá sí con la generación de Julio Cortázar y Gabriel
García Márquez, y a través de ellos con algunos otros, como William Faulkner.
Después de un tiempo pensé que sí, que era una especie de homenaje a Borges,
pero haciendo exactamente lo contrario de lo que él había hecho.
–Con respecto a la
condensación...
–Sí, en esa época
me invitaron a una mesa titulada “Cuál es el libro que hubiera querido leer”.
Raro, porque cuando querés leer un libro vas y lo leés. Así que empecé a darle
vueltas al asunto y en algún momento se me ocurrió que podía contestar que era
aquel que Borges postulaba en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Técnicamente no se
podía leer porque no está escrito, está escamoteado. Entonces se me ocurrió que
quizás La Historia era la estúpida tentativa de escribir aquel libro;
lo digo porque él lo hizo en diez páginas brillantes, yo lo hice torpemente en
mil. Pero hay una relación muy fuerte con esta idea de la erudición falsa, del
aparato para trabajar sobre una ficción que también es ficticia. Por eso decidí
encabezar el libro con esa cita atribuida a Cervantes (“la verdad, cuya madre
es la Historia, émula del tiempo, depósito de acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia del porvenir”).
–También funciona
como un aparato del siglo XXI, es casi hipertextual. El lector llega al pie de
página de un capítulo y se remonta a otras; se suceden varias historias
paralelas y superpuestas.
–Eso me pareció muy
curioso porque, sí, es bastante hipertextual. Más de una vez tuve la tentación
de armar una versión digital del libro para, justamente, hacerlo funcionar con
clicks y links. Pero de algún modo era traicionar cierta esencia. Pero es
cierto, está muy organizado como un sistema hipertextual.
El vaivén del
esquivo problema de los géneros. Para matizar aquella sentencia según la cual
se planta del mismo modo frente a ambos géneros literarios, Caparrós detalla
que “en la no ficción, el largo trabajo de averiguación es lo central, y luego
llega el trabajo de la escritura. Cuando me pongo a escribir una novela tengo
ciertas ideas, pero lo esencial del descubrimiento de lo que estoy escribiendo
se produce ahí, al escribir”.
–Pero pienso en
Echeverría e imagino que el trabajo previo también comenzó con lecturas,
investigaciones sobre su obra y otros textos críticos, las cartas sobre las
cuales elabora el andamiaje de la ficción, por ejemplo.
–Bueno, sí. Es un
caso peculiar de ficción porque está basada en una historia bastante real, que
estaba llena de agujeros, que completé con ficción.
–En ese sentido,
parece haber una sujeción al documento, lo cual la colocaría, desde ciertas
teorías del género, en el plano de la no ficción, dado que dichos documentos no
se contradicen con lo que plantea desde la imaginación. Sigue cierta
coherencia.
–Es un caso
fronterizo entre la ficción y la no ficción. Y sí, tuve la sensación de que
tampoco contradice el documento. Está basada en una vida, y como pude conocerla
poco, también tuve que imaginarla. Hay un componente biográfico. Y me llama la
atención la falta de información sobre un personaje tan central como Esteban
Echeverría en una ciudad muy chica, donde nadie se perdía. Por eso trato de
imaginar a partir de lo que no se conoce.
–En abril de 2018
sale su nueva novela, cuyo título tentativo es Todo por la patria. En El
interior hay una diatriba contra ese concepto pero en sus ficciones lo
retoma e incorpora: elige a Echeverría, considerado primer escritor de la
literatura nacional, por ejemplo. ¿Es una suerte de obsesión?
–No sé si tanto
como obsesión pero me gusta mucho la ficción y me humilla un poco esa ficción
disparatada que es la patria, la pretensión de que por haber nacido en un
territorio determinado tengamos muchas cosas en común y esa exigencia del
“deberíamos y no somos capaces de”: genera tantos adeptos y tanta sumisión.
–Y sigue
funcionando a pesar de los intentos de transnacionalizar.
–Acabo de mandar
esta mañana un texto sobre los catalanes, que quieren hacer otra patria. Sigue
funcionando de manera atroz.
–Hablábamos de la
patria, y otra cosa que aparece como central en La Historia es la
muerte.
–Es que además de
la patria, otra de las grandes ficciones es la ficción de la muerte. Son las
dos más grandes ficciones que conocemos; es algo que nunca puede ser conocido
como tal, por eso debe ser inventado una y otra vez. Entonces, pienso ahora,
una es la ficción por defecto, y la otra por exceso. No lo sé. La muerte
también está muy presente en Los Living, y en Un día en la vida de
Dios. Mi literatura relaciona estas dos grandes ficciones, como ese dicho
“Patria o Muerte”.
La Historia, Martín
Caparrós. Anagrama, 102
- Clarin.com,
- Revista Ñ
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