Inclinado ante el emperador
Lluis Bassets
Justo un año después
de su elección, Donald Trump ha paseado y cenado con Xi Jinping
en la Ciudad Prohibida, el palacio imperial donde los emperadores chinos
recibían el homenaje de sus súbditos y de los enviados extranjeros en la
ceremonia compleja y humillante del kowtow.
El acto de sumisión ceremonial al emperador tenía muchas modalidades, con
variaciones en el número de reverencias e incluso en su intensidad, hasta
llegar a dar con la frente en el suelo. Nadie podía sustraerse a ella, ni
siquiera los enviados de los monarcas europeos, vasallos del hijo del cielo en
la imaginación mitológica del imperio del centro.
Donald Trump acaba de
practicar con Xi Jinping una modalidad posmoderna y ligera del kowtow. Si hace un año acusaba a China de ladrona de
puestos de trabajo estadounidense, y de manipuladora de su moneda para
incrementar su superávit comercial con EE UU, ahora ha endosado a los
presidentes que le precedieron la responsabilidad del enorme desequilibrio en
la balanza comercial a favor de China. Además, ha reconocido que no podía
descalificar a la superpotencia por aprovecharse de la mala
política comercial de su país.
No le ha bastado la
denigración de sus antecesores para disculpar al rival estratégico, sino que
además se ha deshecho en elogios y lisonjas personales hacia Xi, “un hombre muy
especial”, a quien ya piropeó hace unas semanas por la “gran victoria política”
obtenida en su reelección como
secretario general del Partido Comunista. Trump no ha recibido
ni un solo gesto de reciprocidad por parte del líder chino, perfectamente
consciente de lo que busca alguien tan sensible a los elogios como es el
presidente estadounidense.
Nada se entendería de la política china de Trump sin la peligrosa crisis que se le ha abierto en la península de Corea, donde la escalada
nuclear del régimen de Pyongyang está a punto de resolverse de forma muy adversa
para Washington, pues se enfrenta al dilema de escoger entre la consolidación
de una potencia atómica con capacidad de alcanzar territorio estadounidense o
entrar directamente en una confrontación armada de altos costes en vidas y en
inestabilidad geopolítica.
Obama ya se lo
advirtió cuando llegó a la Casa Blanca: Corea del Norte era el problema más
espinoso que le dejaba encima de la mesa. Trump apenas le hizo caso, como
demuestra la frívola incontinencia verbal y tuitera
con que se ha expresado durante todo su primer año presidencial,
amenazas incluidas, respecto a Kim Jong-un, mofándose también de los esfuerzos
diplomáticos de su secretario de Estado, Rex Tillerson.
La resolución del dilema deberá producirse en los próximos meses, según señala un sombrío informe del Congreso de EE UU del pasado 27 de octubre. En el documento, se analizan todos los escenarios bélicos para liquidar el arsenal norcoreano, desde bombardeos aéreos hasta la invasión terrestre, para evitar que alcance una capacidad nuclear disuasiva que obligue a su aceptación de facto y a un equilibrio del terror, como sucedió con la Unión Soviética al principio de la Guerra Fría.
La resolución del dilema deberá producirse en los próximos meses, según señala un sombrío informe del Congreso de EE UU del pasado 27 de octubre. En el documento, se analizan todos los escenarios bélicos para liquidar el arsenal norcoreano, desde bombardeos aéreos hasta la invasión terrestre, para evitar que alcance una capacidad nuclear disuasiva que obligue a su aceptación de facto y a un equilibrio del terror, como sucedió con la Unión Soviética al principio de la Guerra Fría.
Queda una
oportunidad, pero está en manos de China, el único país que puede influir sobre
Corea del Norte con una combinación de sanciones y presión política. Si esta
vía fracasa, Trump se enfrentará a la obligación de tomar la gravísima decisión de ordenar la destrucción del arsenal
nuclear norcoreano, operación que requiere una invasión terrestre, según el Pentágono, y
que puede ocasionar decenas de miles de víctimas civiles solo en los primeros
días.
Estamos en el umbral de lo impensable, en puertas de un peligro bélico
de dimensiones desconocidas. También era impensable la elección de Trump hace
un año, y este es el dato central del año transcurrido desde los comicios. El
balance empieza en el momento mismo en que todos los aventureros del mundo
reciben el mensaje estimulante de que la primera superpotencia ha caído en
manos de uno de ellos, y de que cualquiera de las locuras políticas imaginables
puede abrirse camino en el nuevo mundo trumpista, al menos en el territorio de
los mundos paralelos o de las fake news(esas noticias falsas
que tanto rendimiento dan a los movimientos populistas).
Trump no es consciente
del acto de vasallaje que acaba de hacer en Pekín, entre otras razones porque
cree que puede desmentirse inmediatamente. En su idea de la política, todo es
instantáneo y se organiza en torno a la apariencia, como ocurre en los
espectáculos televisivos. Gobernar es firmar decretos solemnemente en el Salón
Oval o intercambiar sonrisas con Xi Jinping en la Ciudad
Prohibida ante las cámaras. Lo que suceda luego con el decreto o lo que salga de
las conversaciones tiene escasa importancia. Trump jamás se ruboriza por
desmentirse y siempre lo resuelve descalificando a los otros. Su palabra va
mucho más allá de las fake news. Es inconsistente, ajustada solo al instante.
Solo Twitter le permite ser así. Él y la red social están hechos el uno para el
otro.
Pero el kowtow de Trump no es un gesto volátil, sino una expresión del retroceso
de Washington en la dirección de los asuntos mundiales desde hace un año y de
la ventana de oportunidad que se le ha abierto a China, y en concreto a su
presidente Xi Jinping, para acortar la distancia que les separa todavía, hasta
conseguir, a mitad del siglo XXI, el relevo como superpotencia. Los lemas
trumpistas America first (América primero) y America great again (América otra vez grande) significan, al
parecer, ceder gentilmente el paso a China y hacerlo
también en el plano de las ideas y de los valores, en el que EE UU
consiguió sus victorias más resonantes en el siglo XX.
La elección de Trump
hace un año es parte de la desoccidentalización del mundo. El mundo trumpista
está más cerca de Putin, Erdogan, Xi Jinping y Mohamed bin Salman que de sus
aliados occidentales, Merkel y Macron. Es autoritario y plutócrata,
nacionalista y xenófobo, extremista y polarizado, inseguro y selvático. No se
construye con alianzas y acuerdos basados en valores e intereses compartidos y
guiados por una visión estratégica más o menos común, sino por los más brutales
intereses inmediatos, los deals o contratos
comerciales, auténticas transacciones entre negociantes poderosos.
Desde hace un año, el
riesgo de guerra ha aumentado, en Oriente Próximo —donde ya es una realidad— y
en Corea, con la eventualidad de un
ataque nuclear, que sería el primero desde 1945. También ha
aumentado el riesgo de proliferación, sobre todo por el boicoteo de
Trump al acuerdo con Irán. Las alianzas de seguridad se han aflojado
y el multilateralismo —madre de todos los avances en el último medio siglo— ha
recibido un severo revés. Lo peor, sin embargo, es el mal ejemplo y el estímulo
para aventureros, vigentes desde el 8 de noviembre de la elección presidencial
e incluso antes, el 20 de julio de 2016, cuando fue nominado candidato del
Partido Republicano, el viejo y gran partido de Abraham Lincoln.
The Washington Post ha
contabilizado más de 1.300 mentiras o tergiversaciones de Trump desde
su elección (un promedio de cuatro mentiras al día), en un país donde la
mentira ha llevado a la apertura de procesos de destitución de dos presidentes.
Que Trump ocupe el cargo todavía y no haya sido depuesto por el Congreso dice
mucho y mal de la sociedad que le permitió llegar a la Casa Blanca y le ha
mantenido hasta ahora en el poder. Pero esto tampoco dice mucho a favor del
mundo que tiene en él a un líder y maestro de perversión política.
El País España
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